La vida de los pueblos suele estar signada por acontecimientos trágicos que marcan su historia en forma decisiva.
El golpe de estado del 24 de marzo de 1976 es uno de esos momentos históricos.
El recuerdo de ese episodio evoca la violencia estatal a manos de una banda armada de forajidos que usurparon las instituciones de la República sembrando el terror, la muerte y la desolación, dejando heridas que aún hoy, treinta y cinco años después, no terminan de cicatrizar. Este es uno de los enfoques del 24 de marzo: el recordatorio permanente del espanto como una forma de conjurar al horror, renovando la memoria. A este recordatorio sumamos nuestra voz.
Sin embargo, resulta de suma importancia que lo macabro no acapare de forma excluyente nuestra atención. Otra de las consecuencias derivadas que merece consideración es el autoritarismo como práctica institucional y social, el cual puede manifestarse de manera extrema y derivar en una dantesca toma por asalto del gobierno, pero también puede presentarse de un modo sutil que, en alguna medida, aún hoy influye nuestras instituciones y comportamientos. La distancia entre sutil y lo sombrío no es tan amplia como para evitar rechazar con vehemencia los destellos de autoritarismo, en cualquier ámbito y bajo cualquier ropaje, ni tan estrecha como para que la memoria mantenga alejado el fantasma del espanto
La dificultad para convivir con los diferentes, de reconocer los derechos de las minorías, la resistencia a la construcción de una sociedad inclusiva, la incapacidad de empatía, la falta de solidaridad con los más débiles, son algunos de los vestigios de ese pasado trágico que debemos superar.
Hemos derrotado la violencia y tenemos la certeza que episodios de esa naturaleza nunca más sucederán en nuestro país. Debemos derrotar las ataduras que nos ligan al pasado y que no nos permiten acceder a la libertad, a la justicia y la igualdad.
24 de marzo de 2011