Ya es un lugar común el de la «puerta giratoria» de la Justicia. Esa idea (implantada, heredada, adquirida o generada, pero siempre producto de un temor irracional por la otredad) de que los autores de hechos ilícitos entran y salen de los Tribunales con la mayor velocidad. El discurso, versión modernizada de la vieja frase «los delincuentes salen por una puerta y entran por la otra», resume una creencia popular acerca de que el derecho (o su operador más visible, el juez) es benévolo con quien lo transgrede y solo rígido con respecto a los «buenos ciudadanos».
Como casi todas las creencias populares, esta también tiene una porción de verdad; pero es falso el resto de la torta, que parece comprender tres grandes tópicos, de naturalezas distintas. El primero, más bien sociológico, tiene que ver con la presumida corrupción universal del aparato judicial (de un extremo –funcionarios policiales– al otro –ministros de la Corte–). El segundo, de carácter estadístico, se refiere a que la mayor parte de los autores de delitos quedan en libertad, pero queriendo significar más que eso: que así se libran de las consecuencias de sus actos que son nocivas para la sociedad sin sufrir más que mínimas molestias en carne propia (se habla de «impunidad» a veces, o con más impacto, de «libertad para delinquir»). El tercero tiene que ver con una supuesta flexibilidad «garantista» (aquí – mal – entendida como «demagógica») de las normas que importan a la libertad de las personas involucradas en causas penales. El último es el que parece más relevante, porque consiste en una afirmación que, aunque equivocada por completo, tiene más sustancia que las anteriores.
Lo de la corrupción de la Justicia es tan factible como incomprobable: los distintos escalones del sistema provienen de la misma sociedad que los critica, y la inserción de la corrupción ha de ser, más o menos, proporcional. De todos modos, suponer que existe no solo una corrupción generalizada sino una red sistematizada de encubrimientos para dejar en libertad a las personas, requisito necesario para que la «puerta giratoria» funcione de manera aceitada, es tan absurdo que ni merece el mote de fantasioso. Basta con adentrarse un poco más allá de los pasillos en cualquier tribunal del país para advertir que existe el corporativismo judicial, pero también los enconos y el rencor, como en todo grupo humano que se precie de tal, y eso solo parece ya un método de control informal bastante efectivo. En cuanto a la referencia a que los detenidos son un número mínimo frente al de los autores de hechos delictivos, ella se muestra falsa con facilidad: el análisis de cualquiera de las estadísticas serias sobre el tema (que no son muchas, pero las hay; probablemente las del CELS –http://www.cels.org.ar– sean las más confiables) son suficientes. Puede decirse mucho más acerca de estos dos primeros tópicos pero, en cualquier caso, el último es el que resalta. Sobre él voy a mencionar, una vez más, tres cuestiones.
La primera es que los profesores de derecho procesal penal sostienen desde hace décadas, y de manera prácticamente unánime, que la prisión preventiva (esto es, el encarcelamiento durante el proceso, antes de que el imputado haya sido condenado de manera firme o definitiva, en el sentido de irrevisable por órganos judiciales superiores) no debe ser un anticipo del castigo que eventualmente podría aplicársele al individuo investigado, sino una medida precautoria a los fines de posibilitar la investigación de lo que sucedió. Esta idea ha sido recogida, más o menos explícitamente, por el grueso de los códigos de procedimiento (los compendios de normas que rigen el proceso judicial) de los países occidentales, y aun por tratados internacionales como la Convención Americana de Derechos Humanos. Por consiguiente, es una de las reglas de juego que deben seguirse en los Tribunales.
En los últimos tiempos se habla aún con más firmeza de un derecho a la excarcelación. Es decir, del derecho que asiste a un imputado de permanecer en libertad durante un proceso penal. La libertad es, entonces, la regla, y la prisión preventiva su excepción. Esa excepción puede aplicarse, fundamentalmente, en dos situaciones. La primera se da cuando, con un grado de probabilidad alto, el juez considera que de ser liberado, el detenido se fugará; esto es, no comparecerá al juicio o a los actos procesales anteriores que requieren su presencia. La segunda, cuando con la misma convicción el decisor asume que el imputado podrá entorpecer la investigación, por ejemplo, destruyendo pruebas, presionando a testigos, peritos o aun a la supuesta víctima. Como es evidente, estos juicios de probabilidad son, en última instancia, apreciaciones de los jueces que deben ser fundadas con cuidado. A veces, los mismos códigos indican pautas en las que estas situaciones podrían presumirse, como cuando la pena que podría aplicársele al investigado supera cierto tiempo de prisión (por ejemplo, los ocho años), sobre la base de que si la amenaza de encarcelamiento es mayor, la tentación de correr el riesgo de huir o atentar contra la recolección de pruebas del proceso también crecerá.
Por cierto, esto no siempre se cumple, y muchos jueces (por las razones más diversas, pero que muchas veces tienen relación con la reacción de la opinión pública sobre su tarea concreta en ciertas causas con alguna trascendencia en los medios) son reacios a otorgar la libertad durante el proceso aun a quienes claramente no encuadran en ninguna de las excepciones admitidas. Pero este es otro problema, concreto, y aquí estoy refiriéndome a una cuestión más abstracta y general.
La segunda cuestión es que en el imaginario popular suele confundirse la idea de que un procesado sea liberado de la prisión preventiva con la de que sea liberado de culpa y cargo. La realidad es que el individuo puesto en libertad durante el proceso continúa procesado. Más aún, la investigación sobre su persona podría ser, al menos en teoría, más profunda que si se encuentra preso: los plazos procesales se acortan de manera sustancial en las causas en las cuales alguno de los imputados se encuentra privado de su libertad ambulatoria.
La tercera cuestión es la más importante. El hecho de que una persona deba permanecer en libertad durante el proceso es, en uno de los sentidos de esta palabra sobreusada, una garantía. Las garantías se establecen con el fin de proteger a los individuos. A todos, no solo a los sospechados de cometer un delito. Es más: todavía sigue siendo un error creer que las garantías procesales sirven solamente para proteger a los sometidos a un proceso penal por haber cometido un hecho ilícito. Y esto más allá de la circunstancia, mucho más común de lo que se cree, de que se someta a un proceso penal a quien ha realizado una conducta que no es delictiva, o a quien ni siquiera ha realizado una conducta.
Las garantías procesales importan, en especial, a quienes no cometen ni planean cometer delitos, esto es, al grueso de la población. Ellas determinan cuándo, cómo y por qué puede investigarse penalmente a un individuo. Establecen, entre otras muchas cuestiones, cuáles son los requisitos para que pueda iniciarse la investigación, qué pruebas pueden colectarse y de qué formas, la obligatoriedad de proporcionar al investigado un abogado que lo defienda propiamente; en definitiva, limitan hasta dónde puede inmiscuirse el Estado en la vida de las personas.
Es que el Derecho Penal es la expresión más brutal y directa del poder del Estado. Si esas garantías procesales no le pusieran freno, la consecuencia más inmediata sería que cualquiera de nosotros correría un riesgo cierto de ser encarcelado mientras se investiga, durante meses o años, si alguna de nuestras conductas merece una condena judicial.
fuente http://tschleider.wordpress.com/2012/07/11/las-puertas-de-los-tribunales/