Ojalá que nunca te toque ir preso. Ojalá que nunca te toque ser víctima de un delito; ni a vos ni a tu familia. Ojalá que nunca tengas un rapto de violencia que termine en una muerte. Ojalá nunca seas pobre y sufras todo tipo de abusos. Ojalá nunca la policía te pegue un balazo y la Justicia mire hacia otro lado. Ojalá tengas educación, salud, seguridad. Ojalá nunca vuelvas a ver cómo los funcionarios se ríen en tu cara y lucran con tu desgracia. Ojalá no sientas en carne propia las injusticias y que nadie te defienda. Que te acusen y te señalen sin pruebas, o con evidencia inventada, testigos falsos y efectivos, fiscales, jueces y políticos corruptos. Ojalá ese día comprendas que los derechos humanos no son sólo para los delincuentes.
Será por el uso discursivo político, por la falta de compromiso social y de memoria o sólo por el placer de oponerse a la idea de que, en un mundo justo, todos deberían tener las misma posibilidades, que el concepto de «derechos humanos» está desacreditado en una parte importante de la población. Se menosprecia esta idea y su verdadero significado.
Sea cual sea el crimen, ocurra donde ocurra y afecte a quien afecte, las frases se repiten: «¿Dónde están los derechos humanos ahora?» o «Que vengan los derechos humanos». Son palabras que se pueden decir con total libertad. Sin importar el interlocutor. «El que mata tiene que morir», pronunciado por Susana Giménez, mostró la sed de venganza de una porción social que parece no haberse dado cuenta de que, de algún modo, colaboró para que se vivan estos tiempos de violencia e inseguridad.
«El que mata tiene que morir» va más allá. Muestra el instinto asesino aun de quienes no andan por el mundo del hampa, más allá de los problemas legales de Su y su auto con licencia para discapacitados. Aunque, si se analiza el fondo de la cuestión, una evasión impositiva es un delito muy grave. Es menos dinero para el fisco, menos recursos para invertir en necesidades básicas y menos oportunidades de asistir a los que menos tienen.
Cuando se pide mano dura, endurecimiento de penas y proyectos de ley para que –palabras más palabras menos– los presos se pudran en la cárcel, se marca una gruesa línea imaginaria entre quienes se consideran «nosotros» y los que son bautizados como «ellos». Y así se identifican.
«Nosotros»: gente honesta, trabajadora, que paga sus impuestos (a veces), que vive en un entorno familiar, que comparte momentos con amigos, que a pesar de las desavenencias económicas puede darles educación y salud a sus hijos… que justifica que los presos sean torturados, que calla ante los casos de gatillo fácil, que se ofusca cuando alguien defiende la importancia de los derechos humanos y que criminaliza la pobreza.
«Ellos»: delincuentes comunes o integrantes de grandes bandas; como sea, sujetos con un desprecio total por la vida. Inescrupulosos, sin límites, sin sentimientos, jugados y sin fichas, extremadamente violentos, sin recuperación, enemigos de la sociedad, asesinos de padres, hijos, hermanos, esposos; unas lacras… torturados por la policía, despreciados por la Justicia, abandonados por el Estado, sin posibilidades de estudiar, de trabajar, de tener una familia, de haber recibido afecto, de conocer el valor de la vida; habituados a vivir con resentimiento, a ser golpeados, abusados, basureados y sin posibilidad de rescate.
Es indispensable, aunque cueste y genere rechazo y desprecio, intentar hacer un ejercicio de empatía. Ponerse en el lugar del otro e imaginar cómo se ve el mundo por fuera del sistema, sin posibilidades de nada. La reacción es la misma: rechazo y desprecio hacia el resto. Quién tiene la autoridad moral para decidir sobre la vida y la muerte de otra persona. Cuánto menos asesino es el que decide matar como acto de justicia, ya sin tener en cuenta la figura de «defensa propia», donde se trata de sobrevivir.
Aumentar los controles, tener programas de integración, exigir tratamientos psiquiátricos y no permitir el acceso a los beneficios penitenciarios si realmente no hay evidencia concreta de una recuperación. Tan difícil no es. Sin embargo, nada de esto se aplica. Y psicópatas que están dispuestos a seguir matando tienen los mismos privilegios que los ladronzuelos de poca monta que buscan una oportunidad. Ahí está la falla. Nadie se hace cargo.
En Mendoza hace años descuartizaron a un chico de 24 años que estaba preso por tentativa de robo agravado; cortaron su cuerpo en ocho partes y jugaron al fútbol con su cabeza.
En Mendoza hace años mandaron a un pobre tipo al penal sospechado de abuso sexual, aunque sin pruebas concretas; en los primeros días lo violaron y lo golpearon hasta dejarlo en coma. Era inocente. El juez nunca se hizo responsable y sigue en su cargo.
En Mendoza hace años, cuando el actual fiscal federal Omar Palermo era juez de la Tercera Cámara del Crimen, le preguntaron por qué, en una causa presidida por él, a un abusador sexual lo habían condenado «nada más» que a nueve años de prisión. La respuesta fue sencilla y esclarecedora: «¿Alguna vez entraron a la cárcel? ¿Saben lo que significa pasar sólo un día ahí? Ojalá nunca les toque».
fuente http://elsolonline.com/noticias/view/142718/ojala-que-nunca-te-pase_1