Siempre las ilumina el resplandor de algún incendio. A veces, literal: brillan a la luz un motín salvaje. Otras, en cambio, la quemazón es más figurada y las cárceles quedan en el centro del debate social cuando un condenado por haber quemado viva a su mujer gana la calle. O bien porque un asesino penado con perpetua -en una siniestra versión de la ronda infantil- también abre la puerta para ir a jugar. Sin embargo, la secuencia es siempre idéntica: indignación social, grandes titulares, pedido de cabezas, corrida detrás de una nueva primicia, fin. Y de nuevo silencio y oscuridad, hasta el motín que viene. Hasta la nueva fuga, la nueva paliza policial, el nuevo escándalo. Las cárceles en la Argentina, en tanto, siguen siendo eso de lo que nadie (ni los políticos ni los votantes) quieren saber demasiado. Un territorio ajeno y temido, una de esas realidades que sólo se miran cuando interviene antes la mano embellecedora de la ficción (como en el caso del programa Tumberos ) o cuando se la convierte en espectáculo (como en el caso del reality showCárceles ). Fuera de eso, el presidio es el no destino. El no lugar. Y, sin embargo, también una sórdida nación en miniatura, donde habitan casi 60.000 personas. Hombres, mujeres, jóvenes. ¿Niños? Niños también, sí, conviviendo hasta los cuatro años con sus madres presas.

Dos miradas, igualmente estrábicas, empalan o canonizan a los habitantes de la cárcel. Hacen de ellos irrecuperables sociales o víctimas de un sistema, sin término medio. Y eso vuelve tremendamente difícil el trabajo de imaginar alternativas. De volver a pensar esa estructura sin caer en algún extremo: la cárcel-fortaleza o la cárcel-picnic. La pena entendida en términos de suplicio medieval, para unos, o suprimida del todo, para otros. Sin término medio y, sobre todo, sin deseo colectivo de pensar al respecto.

 

 

 
El ministro Alak y el jefe del Servicio Penitenciario, Víctor Hortel, en el centro de la polémica. Foto: DyN 

 

 

Según Eugenio Burzaco, politólogo y jefe por dos años de la Policía Metropolitana «la gente lo único que quiere saber es que el que comete un delito va preso. En ese sentido, la cárcel cumple tres roles: el disuasivo [el temor a ir preso hace que la gente cometa menos crímenes], el resocializador [porque para quien pasó por la cárcel la experiencia es tan traumática que no quiere volver allí] y uno no menos importante, que es la inhabilitación. Es decir, impedir que quien está en la cárcel siga en la calle, delinquiendo. Porque lo que la sociedad no está dispuesta a tolerar es que las personas violentas queden impunes», sostiene.

De profundis

«Llora como lloramos en la cárcel, donde el día no menos que la noche está hecho para llorar», le escribe Oscar Wilde a su amor desde la prisión. Pero ¿quiénes habitan en ese lugar ignoto? Al menos en las cárceles federales argentinas, sólo la mitad de los reclusos están condenados y -contra lo que pueda suponerse- los asesinos y violadores son minoría; predomina el delito contra la propiedad. Por otra parte, menos del 5% de los detenidos accede a salidas transitorias, y esto sólo después de cumplida la mitad de su condena. Según datos del Servicio Penitenciario Federal, además, tres de cada diez internos no tienen la primaria completa, y siete de cada diez no terminaron la secundaria. Pero no todos estudian y no todos lo hacen formalmente, un dato curioso sobre todo si recordamos que la cárcel en la Argentina es considerada no solamente un sitio de custodia, sino también un lugar de reeducación.

Quien se encarga de velar por el cumplimiento de la pena impuesta por la Justicia es «el Servicio Penitenciario Federal, la institución dependiente del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos, dedicada a la custodia, tratamiento y reeducación de las personas privadas de su libertad», se lee en un documento del SPF. «Su objetivo es lograr que los internos adquieran pautas de conducta para su reinserción en la sociedad una vez cumplida la sanción penal.» La pregunta es, entonces, si el «tratamiento» al que se alude realmente funciona. Según Jorge Rizzo, presidente del Colegio Público de Abogados de Capital Federal, no del todo y explica por qué. «El rol de la cárcel aparece en el artículo 18 de la Constitución Nacional. Pero eso es el ideal porque después, en la práctica, la cárcel termina siendo la universidad de la delincuencia», dice. «Por eso hay especialistas que directamente hablan del «fracaso» del sistema carcelario, y proponen pensar alternativas. Porque la paradoja es que en el mundo hay cada vez más gente presa, pero la resocialización va por la misma vía muerta que en la Argentina. Le estamos pidiendo a la cárcel lo que no está en condiciones de hacer», admite.

Quizá sea ésa la tensión fundante: necesitar un lugar donde poner a quienes no pueden vivir en sociedad pero, al mismo tiempo, hacer de éste el lugar en donde aprendan a vivir en sociedad. Un planteo sin dudas esquizoide, pero que -cuarenta años atrás lo señalaba Michel Foucault- quizá haga a la matriz de un lugar del encierro. «La prisión no puede dejar de fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar a los detenidos», se lee en Vigilar y castigar . Hablaba, sin hablar, de «la tumba».

La tumba

Cualquiera que haya estado alguna vez tras las rejas sabe que lo primero que se pierde allí es cualquier forma de referencia. Todo cambia: los nombres, los lugares, las rutinas. La vida empieza de cero, en un lugar extraño y rodeado de extraños. Los reclusos llaman a este lugar «la tumba» y según Claudia Cesaroni -abogada criminalista, escritora y miembro del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos, Cepoc- con bastante razón. «La cárcel es una institución donde impera el miedo, el dolor y la arbitrariedad. Por eso, a muchos nos parece que la institución carcelaria va a tender a reducirse a su mínima expresión. La mayoría de los presos son ladrones, y desde luego que no vamos a felicitarlos por eso. Pero habría que buscar soluciones más reales, como que la persona trabaje y pague por lo que dañó o robó en vez de ir a prisión. La pena privativa de la libertad debería limitarse a los casos más graves, porque claramente no resuelve el tema del delito.»

 

 

 
Eduardo Vázquez, condenado a 18 años de prisión por homicidio, en un acto K en San Telmo. 

 

 

Será que en ese espacio de encierro donde todo se deforma, hasta la idea de autoridad -corrección: sobre todo la idea de la autoridad- se vuelve monstruosa. Porque nadie mira aquí adentro, y las paredes amortiguan lo que sea. Porque aquí todo se vende y todo se compra, y todo al mismo tiempo vale nada, empezando por la vida. Así, y en abierta contradicción con el «sistema penitenciario modelo en América latina» del que habla el ministro de Justicia, Julio Alak, según el Informe derechos humanos en la Argentina 2011 elaborado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), hay «patrones estructurales de tortura en las cárceles y un aumento de inseguridad tras los muros».

Sólo en las prisiones bonaerenses (donde se agolpa casi la mitad del total de la población penitenciaria del país) hay 23 hechos de violencia por día (casi uno por hora) y una cifra de muertes que no para de crecer y que en 2010 llegó a 124. En el mismo sentido, el informe 2011 de la Procuración Penitenciaria de la Nación destaca «la persistencia de prácticas de tortura sistemáticas en las cárceles federales» como una de las problemáticas más acuciantes. Menciona 351 casos de torturas registrados en 2011, 38 muertes violentas y un marcado incremento de incendios. En este contexto, no es de extrañar que aquello previsto en la Constitución Nacional («las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, son para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas», artículo 18) suene hoy a chiste macabro. Al menos así como está planteada, la prisión es un caracol. Un animal enroscado sobre sí mismo e incapaz de rendirle cuentas a nadie, como si interior y exterior fueran dos esferas inconexas. O no tanto: en julio de este año, Marcelo «Monguito» Segovia (condenado por el asesinato de Emiliano Martino) atravesó no uno ni dos, sino seis controles de una cárcel considerada «de máxima seguridad» y se fugó. Según la Justicia, debía pasar las próximas tres décadas en la cárcel. No llegó a estar ni 10 días, aunque al cierre de esta edición fue recapturado.

Antes, después

¿Será que la idea del encierro en sí misma es la que está en crisis, la que conspira contra cualquier intención de recuperación social de los reclusos? ¿Que -como sostiene el actual director del Servicio Penitenciario Federal, Víctor Hortel-, «hacer una mejor cárcel es una trampa porque eso es más encierro y lo que tratamos es que no sea mejor, sino que sea menos cárcel»?. ¿Qué clase de institución es ésta cuya máxima autoridad descree de ella y promueve su desaparición?

Lo cierto es que hoy, y así como está, la cárcel no conforma. Quizás no sea tan dura como en el pasado. Quizá hoy luzca menos brutal y hasta más segura para quienes vivimos fuera de ella. Pero no menos cierto es que desentenderse de lo que pasa en el interior de las prisiones es un verdadero suicidio social. Es dejar que una verdadera olla a presión de violencia, maltrato y resentimiento siga acumulando temperatura, mientras los datos prueban que no opera ni como disuasivo (uno de cada tres presos vuelve a delinquir), ni como custodia de los delincuentes (en ellas se han tramado desde secuestros virtuales hasta raids delictivos, a veces en complicidad con uniformados), ni como agente de resocialización eficaz. Porque si quien, cumplida su condena, regresa literalmente a la nada (a menudo sin vínculos familiares, sin siquiera un lugar donde recalar, sin un trabajo del que subsistir) estará mucho menos preparado que antes para resistir la llamada del delito. Volverá a caer, a repetirse. A ser -alternativamente- ya carne de prisión, ya victimario. ¿Cómo detener la rueda maldita? «Haciendo más cárceles», insisten algunos; «encarcelando menos y resocializando más», machacan otros.

Ahora bien, ¿esto último significa únicamente organizar un baile entre penitenciarios y presos? ¿Salidas a un recital? Con una o dos manos de tilinguería, evidentemente, hasta la mejor de las ideas queda arruinada. Y quizá lo peor de todo sea que tanto el episodio ridículo del Hombre Araña foucaultiano como el episodio indignante del pirómano en medio del pogo distraen la atención de la única pregunta que cuenta: ¿qué hacemos con la cárcel? Si la eliminación de las prisiones no es siquiera una opción, ¿cómo se la depura, cómo se la vuelve un espacio de creación de ciudadanía responsable?

Lamentablemente, las propuestas en tal sentido no abundan. Pero tal vez para comenzar a pensar en estas cuestiones sirva recordar en qué condiciones entraron algunos de los que hoy están en prisión. Según el informe sobre jóvenes adultos elaborado por el SPF, por caso, muchos de ellos no habían podido completar siquiera el ciclo de educación obligatorio, el 36% había comenzado a trabajar antes de cumplir 14 años, el 63% dejó su casa muy joven (entre los 15 y los 18 años), la mayoría ya había estado en contacto con estupefacientes y la mitad ya tenía un familiar directo (madre, padre, hermano) en la cárcel. Para algunos analistas, es justamente en este segmento en donde hay más y mejor por hacer, especialmente porque casi todos planean «conseguir un trabajo» una vez fuera del penal. Pero ¿de qué? No por obra y gracia del hip hop y el tamboril, seguramente, aunque sí puede que apostando a otra clase de formación.

Así lo entiende, entre otros, el jefe del bloque de diputados nacionales de la UCR, Ricardo Gil Lavedra, para quien «debemos debatir las prioridades del sistema penitenciario y exigir políticas públicas consistentes. La prioridad en la cárcel debería ser la escuela pública, y el secundario completo, en lugar del estímulo gubernamental al proselitismo. No se está llegando a los eslabones más vulnerables del sistema, que justamente son sobre quienes debería trabajarse». No faltará quien vea en un preso estudiante alguna suerte de injusticia, ni quien sienta que está recibiendo del Estado lo que no merece. Pero tal vez sea eso -además de jueces dispuestos a cumplir con las leyes- lo que se necesita para que la cárcel deje de ser lo que ha sido hasta ahora. Lo que siempre fue: «Más bien un castigo que una custodia del reo», como anotaba Cesare Beccaria hace dos siglos y medio en esa maravilla de libro llamada De los delitos y de las penas . Nada ha cambiado demasiado desde entonces. He aquí el mismo depósito de humanos, la monstruosa sala de espera con vista a la nada. El lugar donde el único y verdadero desafío tal vez sea no salir peor de lo que alguna vez se entró.

EXPERIENCIAS EN AMERICA LATINA

BRASIL

La educación como eje

El Ministerio de Educación de ese país junto con la Unesco promueven un proyecto llamado Educación para la Libertad. Apuntan a transformarlo en un programa nacional.

CHILE

Formación y empleo

El país trasandino cuenta con un programa de beneficios impositivos para las empresas que contraten ex convictos. El objetivo: que las personas salgan de la cárcel no sólo con formación laboral sino tamibén con un trabajo.

URUGUAY

Trabajo y estudio

Desde hace 7 años los uruguayos cuentan con una ley que permite, en el caso de delitos menores, «trocar» el cumplimiento de la pena por trabajo y estudio. Las personas son controladas y van a prisión en caso de incumplimiento.

COSTA RICA

Agentes calificados

El gobierno de ese país pone especial énfasis en la formación de los agentes penitenciarios. Se los capacita en psicología y manejo de conflictos, entre otros aspectos.

 

fuente http://www.lanacion.com.ar/1498191-carcel-y-despues-el-fracaso-del-sistema-penitenciario