Abatido por el peso del encierro Vincent Van Gogh recorre los caminos intrincados de su mente. Parece inmóvil, pero el trazo de las sombras nos indica que sigue la marcha, que camina, al igual que los otros internos de Saint-Rémy-de-Provence en círculos inacabables. Las murallas del manicomio son altas, tanto así que los lunáticos han renunciado a mirar el cielo. Un rescoldo de luz ilumina su rostro y le embadurna el cabello pelirrojo de libertad aparente.
Mientras pinta La Ronde des prisonniers nuestro protagonista divaga entre instantes de genialidad y pulso asesino. Desde su taller puede escuchar cuán alto gritan los locos; los dibuja agitando las manos fuera de la ventana que da al patio. La pieza lo ocupa por completo, pero es su pensamiento el que insiste en regresar —en un impulso de completa tortura— al momento en el que Gauguin lo abandonó, al instante en el que se cortó el lóbulo de la oreja derecha y decidió entrar voluntariamente al manicomio.
“Todo se encontraba en una gran sala. Me recordaba a las grandes estancias de las estaciones, sobre todo porque los honorables locos llevaban siempre un sombrero, lentes y ropa de viaje”.
Su mirada continúa sobre el cuadro. Evade sus pensamientos; es un trapecista que guarda equilibrio sobre la cuerda, siempre con el riesgo de caer. Pero las imágenes insisten, tanto así que Théo, el hermano de Vincent, aparece frente a sus ojos. Van Gogh se mira: está sobre una cama, herido. No sabe cómo sucedió; hace tan sólo unos minutos estaba en su estudio, en Saint-Rémy. Pero, de inmediato, se percata de que aquel escenario no es otra cosa que un vistazo del futuro. El doctor Gachet le ha contado a Théo lo que pasó en el campo de trigo: la bala en el pecho, Vincent disparando, la agonía que ha soportado por una semana. Su hermano está desconsolado, las lágrimas le brotan. “No llores más, Théo, lo hice por el bien de todos”.
La utopía de un inmoral
Los destellantes ojos verdes de Willie seguían las líneas del diario matutino; permanecía recostada, completamente desnuda, sobre el diván. Egon la miraba con una calma inquietante. De no ser porque los policías irrumpieron en el taller Egon Schiele se la hubiera cogido en ese momento. Destrozaron los cuadros, las acuarelas, los muebles. Movieron todo con tal de encontrar las evidencias y así callar por fin a los vecinos. No tardaron mucho en encontrarlas. En los dibujos hallaron los rastros de su perversión infantil: coitos, masturbaciones, orgasmos. “Encerrar al artista entre fierros es un crimen”.
Aquella primera tarde trató de no alterarse, pero la sangre le palpitaba en los genitales. Era el momento. Los niños habían entrado hacía un par de horas al estudio. Habían jugado todo el rato, sin haber advertido acaso los pensamientos de Egon. Tomó las acuarelas y les dio las indicaciones. Willie, su mujer, iba a tardar un buen rato en regresar a casa. Comenzó con pincelazos tibios, ángulos tradicionales. Luego les pidió a los niños que interactuaran entre ellos, les sugirió posiciones más arriesgadas. Recordó que por la noche tenía una cita con un hombre del mercado selecto; sabía que le darían buena plata por los dibujos, pero no era eso lo que realmente lo motivaba.
Los guardias de la cárcel observan a Schiele. Aquel transgresor del orden moral pinta su décimo autorretrato. Es un hombre cadavérico y triste, alucinado por su destino. Las risas de los celadores lo regresan a su mundo tras las rejas. “Me siento purificado, no castigado. Me siento purificado, no castigado”, repite Egon Schiele sin poder parar.
El crimen, una revolución surrealista
Al entrar al departamento la densidad del ambiente reptó hasta la nariz de Violette. El olor a gas era muy fuerte, tanto así que tuvo que salir de nuevo al pasillo para tomar aire. Sostuvo la respiración, a pesar del ataque de una repentina arcada. Entró. Su padre estaba muerto, tirado sobre el piso, mientras que su madre agonizaba. La madera de las escaleras del edificio rebotaba con el paso firme de los policías, quienes habían sido llamados por los vecinos. “Asesina”, “prostituta”, “monstruo” le gritaban a la joven, desde el piso de arriba.
—¿Cuál fue el motivo?
—Mi padre me tocaba. Metía su pito debajo de mi falda para que yo lo sintiera.
—Y tu madre… ¿Por qué también ella?
—Bueno… quería evitarle la vergüenza.
A pesar de que la corte era un sitio lúgubre, Violette lucía como un ángel: delicada, inocente, bella; era un ángel a punto de ser condenado a morir. Al menos eso pensaba André Breton y buena parte de los surrealistas. La historia trágica de la joven atrajo el repudio de la gente, pero también una serie de obras artísticas de los más reconocidos pintores y poetas de los años treinta. “Violeta ha soñado con derrotar, con haber derrotado el horrible nudo de serpiente de los lazos de sangre”.
La edición del libro colectivo era simple, pero el título era provocador: Violette Noziére. Poemas, documentos e ilustraciones fueron hechos en honor a la jovencita que había envenenado a sus padres y luego había fingido un supuesto suicidio. “Las heladas noches dentro de la sombría prisión fueron la recompensa del castigo que más tarde, la clemencia le reclamó a la razón”.
Sin importar cualquier maravilla artística, la gente pidió justicia para el crimen que cometió aquel “monstruo con falda”. Luego de meses de espera, el juez decidió perdonar a Noziére; le quitó la sentencia de muerte y redujo su condena a doce años de trabajos forzados. ®
Bibliografía
Beux Arts Magazine, Crime et Châtiment, Les artistes fascinés par les grandes criminels, Hors Série Le Figaro.
fuente http://revistareplicante.com/la-ronda-de-los-prisioneros/