La democracia es incompatible con la tortura. Por eso nos obligamos todos -en 1983, cuando se restauró la Constitución- a no permitir que se practique nunca más.
La tortura niega la humanidad de la víctima y afecta la estatura moral del Estado, que se rebaja a la condición de un tirano siempre que acepta el dolor y el abuso como formas de tratar a los habitantes.
Al mismo tiempo, la tortura empeora la espiral de violencia y agrava el problema de inseguridad ya existente.
Hace cinco años que la Argentina está en mora en la aprobación por ley de un Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, según lo manda el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura.
El año pasado se obtuvo un consenso amplísimo al respecto, que se reflejó en la media sanción de un proyecto de ley, por unanimidad, en la Cámara de Diputados.
En el Senado de la Nación, desde entonces, el oficialismo emitió pronunciamientos inequívocos a favor del proyecto. Pero ahora se niega a aprobarlo, sin explicación alguna.
Ese silencio desmiente las promesas previas, rompe los acuerdos entre partidos y entre el Congreso y la sociedad, al tiempo que expone a la Argentina al repudio internacional.
Es un silencio cómplice de la tortura y los tratos inhumanos que se siguen practicando en las cárceles, los institutos de menores, los manicomios y las comisarías de todo el país.
Nuestra democracia no puede convivir más con la tortura. Si así fuera, se vería contaminada su base ética.
El Nuna Más fue decisivo para tener una política de verdad y justicia respecto de la tortura practicada en los 70. Ahora debemos honrar ese compromiso, previendo y evitando la tortura que se practica aquí y ahora. Y sobre todo, la que ocurrirá mañana si no hacemos algo para evitarla.
Para eso, necesitamos sancionar la ley del Sistema Nacional de Prevención de la Tortura. Mientras no la tengamos, nuestra democracia seguirá incompleta y el Nunca Más, incumplido.
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