Hace medio siglo, el crimen de la adolescente Norma Penjerek, encontrada sin vida en un baldío el 15 de julio de 1962, sacudió al espíritu público. Ella había desaparecido nueve semanas antes en alguna calle del barrio de Flores. Sobre el asunto se consideraron hasta las hipótesis más descabelladas. El caso ocupó por meses las portadas de los diarios. Pero quedó impune por el empeño de los investigadores en involucrar al comerciante Pedro Veccio, cuyo perfil fiestero facilitaba la intención. El tipo nada tuvo que ver. Aun así, el juez lo conservó en la cárcel hasta abril de 1965. Se trataba del doctor Alberto Garganta.
A fines de 2010, el cuádruple crimen de La Plata sacudió al espíritu público. Las víctimas –Bárbara Santos, su madre, Susana de Bárttole, su hija, Micaela, y la amiga Marisol Pereyra– habían muerto a golpes y cuchillazos en una casa del barrio La Loma durante la noche del 27 de noviembre. Fue notable la obstinación de los instructores por involucrar a Osvaldo Karateca Martínez. Sin pruebas, el fiscal lo tuvo preso por seis meses. Se trataba del doctor Álvaro Garganta, hijo de don Alberto. Cosas de la genética. Y de la historia judicial argentina.
Martínez fue liberado el 26 de septiembre por orden de la Cámara platense. Un golpe para el juez de garantías Guillermo Atencio y el propio Garganta, cuya labor fue descripta de manera lapidaria en el fallo de la apelación. Quizás en tales circunstancias, el fiscal haya evocado a su colega Marcelo Tavolaro, a quien el caso Candela llevó a la cornisa.
Para la crónica roja, ambos fueron los episodios más taquilleros del año pasado, y sus recientes refucilos todavía encandilan al público. La pesquisa por el secuestro y muerte de la niña –acuñada con datos ficticios, pruebas plantadas, testigos no identificados y el arresto de personas inocentes– no tuvo otro propósito que el de encubrir, en los arrabales de aquel crimen, los negocios de los uniformados con el hampa. La pesquisa por la muerte de las cuatro mujeres –cuyo accidentado zigzagueo fue nutrido con una hipótesis antojadiza, pericias contradictorias, declarantes dudosos y el arresto de un inocente– exhibe motivaciones más difusas: la perseverancia del juez y el fiscal por confundir sus corazonadas con la realidad.
¿Hasta dónde una ensoñación obsesiva puede lanzar a individuos con formación universitaria y entrenamiento en la administración de la Justicia hacia el ejercicio del delito? El arresto arbitrario de inocentes es un delito. Y si con tal fin además se incurre en el ocultamiento de pruebas cruciales, el delito se agrava. Según el fallo de la Cámara, el dúo Atencio-Garganta habría cometido tales disfunciones, entre otras. Extraño. Ya que en el cuádruple crimen no subyace ningún negocio policial. Pero el armado de causas para forzar el falso esclarecimiento de un crimen suele tener una variada constelación de móviles: presiones políticas, urgencias mediáticas o simple ineptitud. El ya olvidado juez Hernán Bernasconi, por ejemplo, lo hacía por su ambición de ser ministro de Seguridad. Bien vale repasar la historia que lo marcó para siempre.
El 8 de octubre de 1996, una comisión de la Bonaerense irrumpió en el edificio de la Avenida del Libertador 3500. Guillermo Cóppola poseía un piso ahí. Y un jarrón. En su interior había 400 gramos de cocaína. Su pureza: siete por ciento. Una basura. Pero plantada por los uniformados. En simultáneo fueron detenidos el ex futbolista Alberto Tarantini, el RR.PP. de la noche porteña Héctor Yayo Cozza, y otras cinco personas. Era el show de Natalia Di Negri y Samantha Farjat. Y el de los extravagantes policías Daniel Diamante y Tony Gerace. Había que ver a Bernasconi, siempre bien dispuesto a la requisitoria de las cámaras.
“Obtuvimos información de una línea de cocaína y éxtasis vinculada a la esfera íntima de Cóppola. Entonces designé un agente encubierto que hizo un trabajo estupendo: se infiltró en el grupo, consiguió los números telefónicos de los involucrados y así obtuvimos casi mil horas de escuchas. Estamos ante una organización de narcotraficantes con posibles conexiones internacionales”, explicó Bernasconi luego de los arrestos, sin que se le moviera un solo músculo del rostro.
Al tiempo, una pesada nulidad aplastó ese expediente. Bernsconi fue sucesivamente apartado de la causa, destituido y procesado. Sus cómplices terminaron presos. Y él puso los pies en polvorosa. En enero de 2000 fue capturado por Interpol en Río de Janeiro y extraditado al país. Tras cumplir su condena en una cárcel federal, Bernasconi se extravió en las hendijas del anonimato.
Es cierto que la industria del ´garrón era ya por entonces un secreto a voces. Pero fue la primera vez que un engarronador serial terminaba expuesto ante la opinión pública en forma tan explícita.
Hubo otros. La jueza federal de Morón, Raquel Morris Dloogatz, supo ser una de las más conspicuas. Íntima del poderoso comisario MarioChorizo Rodríguez, supo proporcionarle talonarios enteros con órdenes de allanamiento rubricadas previamente, para así abortar delitos salidos de su imaginación. Se calcula en 200 las personas inocentes encarceladas por ella durante una década de fructífera labor. Morris Dloogatz tiene el dudoso mérito de ser la primera jueza del país en ser destituida por el Consejo de la Magistratura.
Hay más: la jueza de garantías de Quilmes, Adriana Mitzkin. Una pesquisa antológica de su cuño fue la que intentó esclarecer el secuestro y asesinato del comisario inspector Jorge Piazza durante una mañana estival de 2003. Fue en el estacionamiento de un supermercado de Avellaneda. Las cámaras de seguridad habían registrado el instante en el cual la víctima era arrastrada hacia una Traffic blanca, para ser luego fusilada en un baldío. En consecuencia, se detuvo al conductor de una Traffic blanca que, a la hora del hecho, circulaba por ese mismo lugar. Por cierto, no era el asesino sino un jubilado de 66 años que acababa de comprar unos kilos de asado. Éste aclaró su situación tras permanecer casi un año tras las rejas. Otra pesquisa suya fue la que intentó resolver el crimen de una mujer. Un verdulero encarcelado por ello porque las pericias efectuadas sobre la camioneta del imputado no pudieron diferenciar presuntos rastros de sangre con restos de tomate. La jueza Mitzkin fue la bastonera de ambos expedientes.
En un sistema judicial atravesado por el error inducido y la falta de control, Atencio y Garganta sólo son parte de una siniestra generalidad.
fuente http://sur.infonews.com/notas/un-hombre-llamado-garganta