La muerte de Patricio Jonathan Barros Cisneros, el sábado 28, fue incluida en un informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), que alertó sobre “los hechos reflejan un patrón alarmante de violencia carcelaria en la región”. Cuatro de los acusados por el crimen, sin embargo, tuvieron tiempo de darse a la fuga: la Justicia esperó los resultados de la autopsia para ordenar su detención.
El asesinato de Barros Cisneros convocó la atención de varias radios y un puñado de medios impresos y digitales (“no la tele, nos está costando muchísimo llegar a la tele”, le aclara su hermana Gisela aMiradas al Sur). No porque la muerte sea una rara avis intramuros –el Comité contra la Tortura adelantaba a este diario en su edición anterior que de enero a octubre de 2011 se registran 90 muertes y 13 suicidios–, ni porque al joven de 26 años lo mataran entre diez o más carceleros de la unidad penal 46 a golpes de puño y patadas, sino por un detalle macabro: fue en el Sector de Admisión, en las narices de su novia –embarazada del hijo que ya no verá– y a la vista de una decena de presos.
A esta altura, se dijo: a eso de las 10.15, Patricio se alistaba para tener un encuentro íntimo con Giselle, su pareja. Se enojó cuando los guardias, después de desnudarlo y requisarlo, le dijeron que su visita íntima tenían que improvisarla en el patio del pabellón con los calores de enero y no en el SUM de la Unidad, como era habitual. Discutió con su custodio, que lo llevó esposado hasta la oficina de control. Mientras lo arrastraban por el pasoducto –que conecta unos pabellones con otros–, cruzó insultos con otros penitenciarios. Junto a las rejas de la oficina, después de putearlo otra vez, lo tiraron al suelo y empezaron a darle, con asco, más de diez agentes (según declaran testigos ante el fiscal). Le tiraron gas pimienta en los ojos, la nariz y la boca. A Giselle se la llevaron, pero alcanzó a ver cómo le pegaban, esposado, y escuchó sus pedidos de auxilio y de clemencia. Media hora después le avisaron que estaba muerto.
El informe del Servicio Penitenciario falseó que había atacado a un guardia con una faca y se había matado él mismo: “Se golpeó la cabeza contra las rejas”. Pero la autopsia del Instituto de Investigación Criminal y Ciencias Forenses de la Procuración provincial reveló que Cisneros tenía más de 30 golpes en la cabeza, hundimiento de globo ocular izquierdo, y lesiones en miembros inferiores y superiores explicables en quien se cubre con manos y piernas para amortiguar una lluvia de golpes. Según el comunicado del Comité contra la Tortura, siguieron pateándolo después de muerto.
Patricio estaba preso desde los 18 años por robo con armas. Como casi todos, él también había padecido la “calesita” del sistema carcelario bonaerense: el traslado constante por todas las cárceles de la provincia, que impide la acumulación de puntos de conducta y el acceso a privilegios. Había llegado en enero a la Unidad 46, pero no era un preso cualquiera. Su hermano Ángel había pasado por ese penal y había denunciado a la cúpula por obligarlos a salir robar con armas y uniformes provistos por el SPB.
Mario Cruz, un ex recluso de la Unidad 48 del mismo complejo y amigo de la familia Cisneros, advierte que “en cárceles para 400 personas hay como 700”. Mario hizo varias denuncias contra el Servicio Penitenciario, una por torturas, después de interponer en su favor un hábeas corpus. Denunció a sus verdugos con nombre y apellido, pero siguen en funciones: sólo fueron trasladados. “Anteayer me notificaron que la causa quedó archivada”, dice. El resto tampoco progresa. “Yo hice varias denuncias en distintas fiscalías de San Martín: por lesiones, por inventar procedimientos para llevarte a los buzones –enumera Cruz–. Están todas paradas”.
Un funcionario judicial contó ante la consulta para esta nota sobre las condiciones del complejo de San Martín. “Yo vi una rata del tamaño de un gato cuando fui a ver un detenido. Estaba quietita, ya estaba domesticada”, grafica. Después del asesinato, dos presos “viejos” le contaron que en la cárcel de San Martín nada cambió. “Preferimos que ya no se denuncie nada –le dijeron–. Total, acá nunca pasa nada”.
El sábado del asesinato, mientras el sol se ponía tras los muros del penal, ocurrió en el patio de la Unidad, y rodeados de agentes penitenciarios, un diálogo entre el fiscal de la causa, Carlos Insaurralde, y el defensor de Ejecución Penal de San Martín, Juan Manuel Casolati, que prenunciaba el tenor de la investigación:
–Necesito hablar a solas con usted –pide Casolati.
–Hágalo aquí.
–Tiene que ser en un lugar más privado.
–Aquí; estoy con personal de mi fiscalía.
–Quiero aportarle elementos relacionados con la muerte del detenido que involucran a personal penitenciario–. Eran llamados telefónicos y mensajes de texto de internos y familiares contando que los hombres del Servicio habían asesinado a Cisneros.
Se apartaron unos metros. El fiscal gruñía.
–¿Le interesa la información? –repreguntó Casolati.
–En estas condiciones, no.
Cuando se iba, el fiscal agregó:
–No sé qué hace usted en este lugar.
Al comienzo, Insaurralde no sólo despreció la versión de Casolati, sino que compró la del Servicio Penitenciario: el adjutor Rodrigo Chaparro –uno de los cuatro penitenciarios ahora prófugos– se tajeó la pierna para simular el ataque. Tres internos firmaban ratificando el informe falso del Servicio. La presión del defensor Casolati, el Comité contra la Tortura y el Centro de Estudios Legales y Sociales –Cels– y la repercusión en cierta prensa, ayudaron enderezar el rumbo de la pesquisa. A pedido de los organismos, Insaurralde pidió el traslado de los tres firmantes a prisiones federales, que declararon la verdad de los hechos. Después, al menos otros cuatro testigos oculares testimoniaron corroborándolos.
El martes 31 de enero, recibió a la familia Cisneros. Le preguntaron por qué seguían en sus puestos los hombres que habían sido marcados con nombre y apellido como los asesinos de Patricio. “Nos dijo que quería esperar el resultado de la autopsia”, cuenta su hermana Gisela a Miradas al Sur. El miércoles, los deudos se reunieron con el ministro de Seguridad, Ricardo Casal, y el subsecretario de Política Criminal, César Albarracín, que apartaron preventivamente a la cúpula y cinco de los matadores de uniforme que “como mínimo, no realizaron las acciones conducentes para evitar el deceso”.
El viernes, Insaurralde pidió la detención por homicidio agravado por alevosía de Rodrigo Chaparro, el subalcaide Héctor Aníbal Mario, y los guardias Gerardo Rodolfo Luna y César Raúl Benítez. Esa calificación, en lugar de la de “torturas seguidas de muerte”, implica que en un eventual juicio –aunque nunca se llegó a una condena– se tendría que probar una intención de matar. Pero hay más: el juez de Garantías Mariano Grammatico ordenó la detención suprimiendo el agravante por alevosía. “Un guardia o un interno le avisó a Casolati que se iban a fugar”, cuenta Gisela. Casolati se lo advirtió a Insaurralde, pero no sirvió: a casi diez días, los cuatro imputados están prófugos.
Desde la fiscalía filtraron que aún no hay pruebas para detener al resto: sólo tendrían apodos y descripciones de los testigos. Algo extraño, porque la resolución firmada por Albarracín identifica a Juan Manuel Liberto entre los agresores.
A pesar de los testimonios de los familiares del detenido asesinado en San Martín, la Justicia tardó días en ordenar la captura de los guardias penitenciarios involucrados.