De todas las reflexiones y libros que aparecieron en los últimos años sobre la democracia y la crisis, el ensayo del profesor Pierre Rosanvallon es el más vasto y profundo. Con su libro La sociedad de los iguales (Ediciones Manantial), Pierre Rosanvallon traza la historia fascinante de las políticas a favor de la igualdad que marcaron los siglos XIX y XX al tiempo que moderniza el término con aportes reflexivos sustanciales. Pierre Rosanvallon ocupa desde 2001 la cátedra de Historia de política moderna y contemporánea en el Collège de France y es también director de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales. Allegado al Partido Socialista francés, Rosanvallon tiene como horizonte intelectual la reflexión sobre la democracia, su historia, el papel del Estado y la justicia social en las sociedades contemporáneas. Sus libros han ido trazando un cuerpo de reflexiones que van mucho más allá del ya trillado diagnístico del mal. “La contrademocracia, la política en la era de la desconfianza”, “Por una historia conceptual de lo político”, “La legitimidad democrática” o “El capitalismo utópico, historia de la idea de mercado” aportan un caudal impresionante de reflexiones sobre un sistema político del que, pese a todo, desconocemos sus resortes. La sociedad de los iguales responde perfectamente a la crisis contemporánea marcada por una peligrosa dualidad: el avance de la democracia política, de los derechos, y la paulatina desaparición del lazo social que crea y alimenta a las sociedades democráticas. Con gran rigor, Rosanvallon desmenuza las teorías de la justicia promovidas por autores como John Rawls y su consiguiente ideal: la igualdad de posibilidades y su aliada principal, la meritocracia. Rosanvallon destaca cómo entre la revolución conservadora encarnada por la ex primera ministra británica Margaret Thatcher y el ex presidente norteamericano Ronald Reagan y la posterior caída del comunismo surgió un nuevo capitalismo que cambió la fase de la historia. Pero ese nuevo capitalismo destrozó la capacidad de que los seres humanos vivan y construyan juntos como iguales y no sólo como consumidores o como fuerzas mayoritarias. Rosanvallon moderniza entonces el término de igualdad, entendida no ya como una cuestión de distribución de las riquezas sino como una filosofía de la relación social.

El profesor Rosanvallon estará presente en Buenos Aires entre el 3 y el 5 de diciembre para presentar su libro (lunes de 18.30 a 20.30 en el anfiteatro de la Alianza Francesa) y dar una serie de conferencias sobre el tema de la democracia. El martes 4 estará en un seminario organizado por la Universidad de Buenos Aires, Arenales 1371 (La democracia como régimen, como actividad y como forma de sociedad). Y el 5 de diciembre ofrecerá una conferencia, “Refundar la Democracia”, en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (Marcelo T. de Alvear 2230). En esta entrevista con Página/12 realizada en París, Pierre Rosanvallon vuelve sobre los contenidos esenciales de su libro.

–Prácticamente, allí donde se mire, la democracia vive un proceso de degradación potente. En el caso concreto de Occidente, se tiene la impresión de que los valores democráticos se han mudado de planeta.

–Esto se debe a que, desde hace 30 años, en los países de Europa, en los Estados Unidos y prácticamente en todo el mundo, hubo un crecimiento extraordinario de las desigualdades. Podemos incluso hablar de una mundialización de las desigualdades. Se trata de un fenómeno espectacular. Desde hace unos 20 años, las diferencias entre los países se redujeron. Las ganancias promedio en China, Brasil o Argentina se han ido acercando a las de Europa. Sin embargo, en cada uno de estos países las desigualdades aumentaron. El ejemplo más espectacular es China. Al mismo tiempo que China se desarrollaba, las desigualdades se multiplicaron de forma vertiginosa. Este problema concierne al conjunto de los países. Europa es el caso más emblemático, porque el aumento de la desigualdad aparece luego de un siglo de reducción de las desigualdades. Entre la Primera Guerra Mundial y la primera crisis petrolera, en los años ’70, en Europa y en los Estados Unidos hubo una reducción espectacular de las desigualdades. Podemos decir que, para Europa, el siglo XX fue el siglo de la reducción de la desigualdad. Ahora estamos en el siglo de la multiplicación de las desigualdades.

–En este sentido, usted sostiene que al mismo tiempo que la democracia se afirma como régimen se muere como forma de sociedad bajo el peso de la desigualdad. El lazo entre los ciudadanos desaparece.

–Como régimen, la democracia tiende a progresar en todo el mundo. Pero sabemos que la democracia se define también como una forma de sociedad, una sociedad en la cual podemos vivir juntos, una sociedad de la vida común, una sociedad con relaciones de igualdad. La democracia política del sufragio universal y de la libertad progresó al mismo tiempo que la democracia de la sociedad de los iguales perdía vigencia. Hoy vemos un divorcio completo entre el ciudadano elector y el ciudadano compañero de trabajo. En la mayoría de los países se están multiplicando los ghettos, las formas de secesión y de separatismo social. La historia de la democracia nos muestra que la democracia tenía como objetivo la construcción de un mundo común entre los habitantes de un país. Hoy vemos la multiplicación de los mecanismos de encierro en sí mismo. Esto es muy peligroso porque si la distancia entre la democracia política y la democracia social se sigue agrandando, es la misma democracia política la que corre un gran peligro.

–Usted llama a ese proceso un “desgarramiento democrático”. En suma, el desgarramiento de la democracia es la desaparición del lazo entre los componentes de la sociedad.

–El gran problema de la sociedad moderna radica en el hecho de que es una sociedad de individuos. Pero esos individuos deben formar una sociedad todos juntos. Los individuos quieren tener éxito en su vida individual, quieren ser reconocidos por lo que son, por lo que hay de específico. Pero esto implica saber componer con esas singularidades y ofrecer un marco común. Y es precisamente ese marco común el que nos está faltando. Por consiguiente, esa demanda de singularidad sólo se expresa mediante un individualismo galopante. Este problema del individuo está en el corazón de la modernidad. Desde la revolución norteamericana y la Revolución Francesa, a finales del siglo XIX, ya estamos en una sociedad de individuos. El desarrollo del capitalismo creó el fenómeno de la clase obrera, del partido de clase. Era entonces una sociedad de individuos que recompuso las formas de solidez colectiva. Hoy esas formas ya no existen. ¿Por qué? Pues porque lo que acerca a la gente no es el mero hecho de que las personas compartan una condición sino, también, el hecho de que comparten trayectorias, situaciones. Se requiere hoy otra forma para pensar el lazo social.

–Usted redefine la noción de igualdad. En su análisis, es preciso abordar la igualdad no como una redistribución de las riquezas sino como una relación social en sí.

–Desde luego que necesitamos que en la sociedad haya redistribución y también solidaridad, pero para que haya solidaridad es preciso que antes se tenga el sentimiento de que pertenecemos a un mundo común. Eso es lo que ocurrió en Europa: si el Estado providencia se volvió tan importante es porque hubo la experiencia de las dos guerras mundiales, es porque intervino el miedo de las revoluciones. Si el Estado providencia fue tan importante fue porque hubo el sentimiento de una desgracia vivida en común, de una vida en común que resultó decisiva. Hoy, lo que les falta a nuestras sociedades es precisamente la posibilidad de rehacer el lazo social. La igualdad es una forma de rehacer ese lazo social. Un filósofo británico, John Stuart Mill, tomaba el ejemplo de la relación entre hombres y mujeres. Mill decía: la igualdad entre el hombre y la mujer no consiste en que sean los mismos, en que se parezcan; la igualdad consiste en que vivan como iguales. El problema de nuestras sociedades es ése: no vivimos como iguales. Y no vivimos como iguales porque hay gente que vive en sus barrios cerrados, en sus mansiones rodeadas de alambres de púa mientras otros viven en la pobreza. No vivimos como iguales porque cada vez hay menos espacios públicos, porque se multiplican, y en este sentido Estados Unidos es un ejemplo extraordinario, los suburbios, donde personas que tienen las mismas opiniones, la misma religión, el mismo nivel de vida viven entre ellos. Hemos entrado entonces en sociedades que están entre sí mismas y no en sociedades donde hay un mundo común. Y la igualdad es antes que nada eso: consiste en hacer un mundo común. Pero ese mundo común no se puede construir si las diferencias económicas entre los individuos son demasiado importantes, no se puede hacer un mundo común si no hay respeto por las diferencias, si todo el mundo no juega las mismas reglas del juego. Por eso intenté construir esa idea de la igualdad redefinida como una relación social en torno de tres principios: singularidad –reconocimiento de las diferencias–, reciprocidad –que cada uno juegue con las mismas reglas de juego– y comunalidad –la construcción de espacios comunes–. Después de todo, en la historia del mundo, si las ciudades fueron centros de libertad fue porque crearon algo común entre los individuos. Las ciudades no fueron solamente lugares de producción económica o lugares de circulación, no; las ciudades estaban organizadas en torno del foro, de la plaza pública y de espacios que permitían la discusión entre unos y otros; es eso lo que hoy está desapareciendo.

–Uno de los capítulos más profundos de su libro es el que desarrolla una crítica contra las teorías de la justicia promovidas por autores como John Rawls. Esa teoría de la justicia, que le da legitimidad a la ideología de la igualdad de posibilidades, es para usted una pirámide invertida: promueve la igualdad, pero acrecienta la desigualdad.

–Si puse a la igualdad en el centro de mi reflexión intelectual, fue para poner término a una visión del progreso social percibida únicamente a partir del tema de la igualad de posibilidades. Está claro que la igualdad de posibilidades no existe más. La ideología del mérito, de la virtud, de la igualdad de posibilidades, no puede servir para reconstruir sociedades. Por eso critiqué las llamadas teorías de la justicia. Esas teorías, inclusive a través de quienes presentan las versión más progresista de esa teoría, gente como el Premio Nobel de Economía Amartya Sen o John Rawls, siguen estando inscriptas en una filosofía de las desigualdades aceptables mientras esas de- sigualdades estén articuladas en torno del mérito, de la acción del individuo. Ese no es el modelo de la buena sociedad. El modelo de la buena sociedad no es la meritocracia. El buen modelo es el de la sociedad de los iguales entendida en el sentido de una sociedad de relación entre los individuos, una relación fundada sobre la igualdad. Tenemos la impresión de que la noción de igualdad de posibilidades, sobre todo si la definimos de forma radical, puede ser una visión de izquierda. Todo el combate político se juega entre la definición mínima y la definición radical de la idea de igualdad de posibilidades. Yo digo que hay que desconfiar de esa idea de la igualdad de posibilidades, porque si vamos hasta el final de ella terminamos por justificar las de- sigualdades y también justificamos la falta de reacción contra las de-sigualdades mientras esas de- sigualdades hayan sido legitimadas. El gran sociólogo británico Michael Young fue el primero en hablar, en los años ’60, de la meritocracia, que es un viejo ideal de los siglo XVIII y XIX. Young definía como una pesadilla a todo país que fuese gobernado por la meritocracia. Y es una pesadilla porque entonces nadie tendría derecho a protestar contra las diferencias. Si todas las diferencias están fundadas sobre el mérito, aquel que tiene una condición inferior es por culpa suya. Se trata entonces de una sociedad donde la crítica social no tendría más lugar. Hay que tomar conciencia del límite del ideal meritocrático, del límite de las teorías de la justicia, del límite de las políticas sobre la igualdad de las posibilidades. Incluso si esas teorías deben intervenir porque tienen su campo de validez, con todo, no designan la brújula que debe orientar una sociedad para transformarse.

–Los utopistas de los siglos XVIII, XIX y XX también hacían de la igualdad su aspiración mayor. Usted, sin embargo, moderniza la idea de la igualdad cuando señala que no se trata de que todo el mundo sea igual sino de vivir como iguales partiendo de nuestra propia singularidad.

–Si observamos las utopías que se escribieron en los siglos XVIII y XIX, toda la visión de la igualdad está fundada sobre la idea de una homogeneidad, o sea, todo el mundo tiene que parecerse. Para esos utopistas, la idea comunista, en el sentido comunitario que plasma la igualdad, era una idea fundada sobre el hecho de que todo el mundo se parecía, de que todos trabajaban en un mismo marco. Fue lo que se llamó en una época una suerte de igualdad de cuartel o la igualdad de la uniformidad. Esa visión correspondió a una edad de la humanidad, pero ¿hoy quién querría una igualdad de cuartel, o una igualdad del uniforme para todos, o una igualdad que vendría a negar las diferencias entre los individuos? Esos utopistas no querían las diferencias entre los individuos. Querían que todo el mundo viviera al mismo ritmo, que todos fueran de alguna manera el doble de los demás. Pues no. Creo que la emancipación humana pasa hoy por la condición de que cada persona sea reconocida por lo que tiene de específico. Por consiguiente, la igualdad no puede ser más la uniformidad, ni la uniformidad de cuartel: la igualdad debe ser una igualdad de la singularidad. Hay que volver a los fundamentos de lo que fue la revolución democrática moderna: hacer que reviva en un sentido auténtico la noción de igualdad, que no es la noción de igualitarismo. El igualitarismo es la visión aritmética de la igualdad. Pero lo que yo intento definir es una relación de la sociedad, una idea de la igualdad como relación.

–Para usted, la ruptura con la filosofía política de la igualdad es una crisis moral y antropológica, algo que va mucho más allá de los aspectos económicos o sociales. Usted llama a esta situación una “desnacionalización” de la democracia.

–Hay dos definiciones de la nación: por un lado, se puede concebir la nación como un bloque definido por una identidad, por la homogeneidad. Es la definición nacionalista de la nación, para la cual sólo es bueno el mundo homogéneo y la solidaridad sólo existe si se forma un bloque homogéneo. Para mí, ésta es una definición arcaica de la democracia. La definición democrática de la nación consiste en que la nación es un espacio de redistribución aceptada, la nación es un espacio en el cual las diferencias se componen, se puede decir inclusive que la nación es un espacio de aprendizaje del universalismo. Cuando los Estados naciones nacieron fue porque hubo una imposibilidad de realizar el universalismo a lo grande. Como no se lo pudo hacer a lo grande, se trató de hacerlo a partir de lo pequeño. La gran idea democrática de la nación consiste en ser un espacio de experimentación del universalismo a partir de lo pequeño. Y quien dice experimentación del universalismo está hablando de experimentación de la solidaridad, de la redistribución, de la organización de las diferencias para vivir en común.

–La modernidad parece encerrada en otra paradoja. Por ejemplo, el mercado es bueno y malo, aceptado y criticado, deseado y temido. Esto conduce a la inacción.

–Si la idea de mercado se impuso fue porque se alió con la idea de las preferencias individuales. Y los individuos tienen relaciones ambiguas con el mercado. Si el mercado está definido como la dictadura lejana del dinero contra la vida personal y social, la crítica del mercado, de las burbujas especulativas, es aceptada por todos. Sin embargo, si el mercado se presenta como el campo de los consumidores, como el que va a permitir que se pague menos por ciertos productos, en ese caso la actitud frente a los mercados será menos negativa. Si el mercado aparece como el portador de valores como la individualidad, será aceptado más fácilmente. De allí proviene la gran contradicción del mundo moderno. Podemos decir que el mercado es aceptado y rechazado secretamente. Hay dos dimensiones: está aceptado porque vehiculiza valores ligados al individuo, porque vehiculiza valores ligados a la valorización del consumidor, pero, al mismo tiempo, es rechazado como sistema global de dominación que instala una potencia de la abstracción sobre la vida concreta de los individuos. Nadie pone en tela de juicio el hecho de que debemos vivir en economías de mercado porque es una forma de adecuar la riqueza, de organizar los intercambios: es algo inobjetable. Pero, en cierta forma, el mercado se vuelve una tiranía cuando deja de ser un instrumento y se vuelve un amo dominador. Estar alienado o dominado significa tener las ideas del enemigo en la cabeza. Diría que si el poder de las oligarquías es tan fuerte, se debe a que una parte de sus ideas está en la cabeza de la gente. El terreno de la batalla de las ideas es absolutamente esencial. Nunca las oligarquías hubiesen sido tan potentes en el mundo contemporáneo si la idea del mercado no hubiera penetrado la sociedad a través de algunos de sus aspectos positivos. La idea penetró la sociedad con postulados como la defensa del consumidor o el sentido del individuo y, de alguna manera, el mercado se ganó también una forma de adhesión de la gente para sus malos aspectos: el mercado hizo creer que su lado malo era inseparable del lado que a la población pudo parecerle positivo.

–El capitalismo ha tenido varias etapas. Usted traza una frontera en el modo de funcionar del capitalismo hasta los años ’70, lo que usted llama el capitalismo de organización, y el cambio que se produce luego con el capitalismo de innovación. ¿Cuáles son las particularidades de ambos?

–El capitalismo de organización es el que triunfó después de la Segunda Guerra Mundial y perduró durante 30 años. La fuerza de ese capitalismo de organización reside en su capacidad de dominación del mercado por parte de las empresas y en su capacidad para organizar las empresas. Ahora bien, a partir de los años ’70 vamos a pasar del capitalismo de organización al capitalismo de innovación. En el capitalismo de organización, el valor agregado no era el individuo, ni siquiera el director general. Pero en el capitalismo de innovación, lo que va a contar es el trabajo de los individuos. No se puede imaginar a Microsoft sin su jefe, o Apple sin Steve Jobs u Oracle sin Alison. En este nuevo capitalismo hay, entonces, una nueva relación entre la contribución de los individuos y el éxito de las empresas. Ello acarrea una paradoja: hay una tendencia a considerar legítimas las desigualdades en las ganancias si se acepta que esas desigualdades están ligadas a la capacidad diferencial de innovación y al aporte que eso representa para las empresas. En el capitalismo de innovación, el trabajador moderno no es sólo un eslabón, como ocurría con los trabajadores de las fábricas. No. Ese trabajador debe movilizarse personal y permanentemente para evaluar los problemas o solucionar las dificultades. Entramos en una economía que hizo de la creatividad y de la movilización su principal fuerza productiva. Y si le economía hizo de la creatividad y de la movilización su principal fuerza productiva, entonces se produce un exceso que consiste en clasificar a los individuos según su creatividad y su supuesta movilización. Y digo supuesta porque es muy difícil explicar por qué un director gana quinientas veces más que un trabajador. El director no contribuye quinientas veces más. En un equipo de fútbol, es fácil identificar al que hace los goles; en una empresa, inclusive si entramos en una economía de innovación, el fenómeno sigue siendo colectivo.

–Su obra y su vida han sido consagradas a la democracia. ¿No tiene usted la impresión de que ya hemos sobrepasado el estado de peligro, que ya llegamos a una fase de eliminación de la democracia? –Creo que aún no hemos llegamos al estado de la eliminación democrática porque la sociedad espera algo. Vemos muy bien cómo las sociedades que conocieron una multiplicación considerable de las desigualdades son sociedades inestables, que se vuelven más peligrosas. La de-sigualdad tiene un costo para todo el mundo. Eso es muy importante: una sociedad desigual no tiene solamente un costo para los pobres. Desde luego, los pobres son los primeros concernidos, pero el costo no recae únicamente en los excluidos, sino que es el conjunto de la sociedad el que está afectado, es la seguridad de todos la que está afectada, es la posibilidad de una convivialidad la que está en entredicho.

–Para usted la democracia es aún un régimen insuperable.

–La democracia es el régimen natural de lo moderno. Estamos en sociedades que no pueden ser más reguladas por la tradición. No se puede decir que estamos regulados mediante el poder de los ancestros. Estamos en sociedades que no pueden regularse recurriendo a una ley divina. Por consiguiente, estamos en sociedades donde debemos organizar el mundo común a partir de la discusión pública. Y si es tan decisivo es porque se trata de una experiencia que siempre es difícil. Quienes ven la historia de la democracia como la historia de un progreso que va de la tiranía a la democracia realizada se equivocan. La historia de la democracia es también una historia de éxitos y traiciones. En el siglo XX, Europa fue por un lado el continente de la invención de la democracia e igualmente el continente que vio las peores patologías de la democracia. Los totalitarismos fueron primero una historia europea. Lo que me fascina en la historia de la democracia es que es la historia de una experiencia frágil. No es una suerte de progreso acumulativo. Es la historia de una experiencia, de una indeterminación, es la historia de un combate que nunca se acaba, de una lucha contra sus fantasmas que no termina de tornar más clara la deliberación entre los ciudadanos para que encuentren el camino de una vida común. En el fondo, la democracia es eso: organizar la vida común sobre la deliberación de reglas que se fijan y no sobre algo que se nos dio por adelantado, como una herencia.

–Ese es para usted el punto esencial.

–Sí, es el punto esencial: la democracia es una experiencia siempre frágil. No podemos volvernos demócratas crédulos: tenemos que ser demócratas atentos, demócratas vigilantes. No hay democracia sin vigilancia de sus debilidades y de los riesgos de manipulación. El ciudadano no es simplemente un elector. El ciudadano debe ejercer esta función de vigilancia individual y colectiva.

 

 

fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-209039-2012-12-02.html