El asesinato de Tomás pone al descubierto las pulsiones homicidas de quienes no pertenecen al mundo del delito. De los que, hasta matar, integraron el denominado “sector sano de la población”.

La directiva la había impartido el propio Daniel Scioli: “Que no sea otro caso Candela”. El ministro Ricardo Casal, entonces, asintió en silencio. Esas mismas palabras le serían repetidas al jefe de la Bonaerense, comisario general Juan Carlos Paggi. Ya en ese momento –corría la tarde del 15 de noviembre–, unos 500 policías, con apoyo de aviones, helicópteros y perros rastreadores batían casi toda la ciudad de Lincoln para dar con Tomás Dameno Santillán, de 9 años. Mientras tanto, una horda de camarógrafos y movileros convergía sobre aquella urbe, cuyos habitantes –unos tres mil– marcharían poco después para reclamar la aparición del niño. Lo cierto es que todo empezaba a parecerse al caso Candela, la piba asesinada en Villa Tesei el 31 de agosto. Aunque con una diferencia: la absoluta confidencialidad de autoridades e investigadores con respecto a la pesquisa. También se dispuso que Casal fuera la única correa de transmisión entre la búsqueda y la opinión pública. “Hacemos lo posible para dar con Tomy”, diría una y otra vez. Ese trato personalizado hacia la víctima intentaba atenuar el dramatismo de las circunstancias.
En ese mismo instante, al costado de un camino de chacras situado a siete kilómetros del casco urbano, yacía el cuerpo de la criatura a la cual todos buscaban. Según determinaron luego los forenses, Tomás había muerto a las 12.30 de ese martes por un palazo en la cabeza.
Exactamente 23 minutos más tarde –a las 12.53– fue subida una foto (la de su medio hermano Juan Martín, de sólo 8 meses) en la cuenta de Facebook abierta hacía dos semanas por la ex pareja de su madre, Ramón Adalberto Cuello. A las 13.10, éste colocaría allí una segunda foto.
El tipo, un albañil de 38 años, fue abordado horas más tarde por una comisión policial en su casa de la calle Primera Junta. “Al mediodía –les dijo a los uniformados– fui a lo de un amigo, el Lechuza, para que me preste dinero; no lo encontré, y me fui a navegar por internet a mi casa”.
A esta altura, ya corría como un reguero de pólvora los entretelones de su vidrioso vínculo con la progenitora de Tomás. Ambos se habían conocido durante el otoño de 2009 en la vecina localidad de Timote –de donde ella, Susana Leonor Santillán, era oriunda–, cuando Ramón trabajaba allí en la construcción de viviendas sociales. Luego él se la llevó a Lincoln. Hacía ocho meses se produjo la separación. En el medio, una ominosa saga de violencia doméstica, alimentada por todo tipo de agresiones físicas y psicológicas, en las que el pequeño Tomás solía ser la víctima preferencial de aquel hombre. Es que detestaba al niño, al punto de culparlo por el fracaso de su relación marital. Y ello era hasta un secreto a voces: “Tomy le tenía terror al padrastro; lo miraba como si fuera el diablo”. En resumidas cuentas, a comienzos del año, Ramón echó de la casa a Susana Leonor, quien aún estaba embarazada. Tras el nacimiento del bebé, su padre no cumpliría jamás con la cuota alimenticia, por lo que la ex pareja le inició juicio, además de suspender el régimen de visitas. El albañil ahora vivía con su actual novia, María Inés Gastaldi.
Los investigadores que interrogaron a Cuello ya estaban al tanto de esa historia. Al respecto, en la tarde del martes, el albañil insistió: “Pero si fui a lo del Lechuza justamente a conseguir plata para la Leonor”. María Inés apoyaba la coartada.
Ya se sabe que Tomás fue encontrado en aquel zanjón situado a la vera de la ruta 50 durante la tarde del jueves. Y que desde entonces, Cuello permanece tras las rejas por su condición de principal sospechoso del asesinato.
En el aspecto estrictamente policial, sólo resta saber si actuó solo o con un cómplice. Es que las dos fotografías colgadas en la red social a poco de cometerse el crimen sugieren dos posibilidades: que hayan sido subidas por el propio homicida, quien en tal caso habría corrido con premura desde el escenario del hecho hasta su PC para así robustecer su coartada o que una tercera persona –una versión apunta hacia María Inés– lo habría hecho por él. Lo cierto es que en dicha cuenta de Facebook persiste el único enigma del caso. Sin embargo, esa misma página también exhibe otras curiosidades, cómo la siguiente frase: “Cuanto dolor, no se explica con nada”. Cuello se refería con esa pesadumbre a la muerte del piloto de TC Guido Falaschi. Al parecer, tal tragedia deportiva había sensibilizado sobremanera al hombre que en horas se atrevería matar a un niño de 9 años.
Su acto, desde luego, sacudió la calma chicha de Lincoln. Al punto de que, cerca del vallado policial en el lugar del crimen, un productor rural le diría a otro: “Nunca se ha visto algo así. Uno piensa que estas cosas sólo pasan en las grandes ciudades y con otro tipo de gente”.
No obstante, en el vasto tablero que supone la violencia de género, esta modalidad no está debidamente visibilizada. Se la llama “femicidio vinculado”, y consiste justamente en el asesinato de un niño con el objeto de castigar y destruir psíquicamente a su madre. De hecho, en lo que va de 2011, se registraron nada menos que 16 casos similares, con víctimas fatales de entre 3 meses y 12 años de edad. Cinco de esos casos sucedieron en la provincia de Buenos Aires, cuatro en Santa Fe, tres en Santa Cruz, dos en Corrientes, uno en Jujuy y otro en la Ciudad de Buenos Aires. Todos estos casos fueron perpetrados por los padres o parejas de sus madres, ofuscados por una variada gama de motivos domésticos que van de una ruptura conyugal a una camisa mal planchada. A ello, desde luego, hay que agregar las víctimas fatales de crímenes domésticos menos sofisticados; entre ellas, 400 mujeres malogradas en 2011 por sus parejas, novios, amantes o ex maridos por algún disgusto del momento, a lo que se suman castigos corporales, abusos y muertes de menores de edad, en manos de personas con una relación previa –generalmente, intrafamiliar– con la víctima. Según el Ministerio de Seguridad de la Nación, dicha estadística acapara el 55 por ciento de los homicidios ocurridos en la Capital Federal y el 69 por ciento de todo el país. De modo que tales cifras superan con holgura los homicidios cometidos en el marco de los delitos contra la propiedad. Sin embargo, ante la antojadiza profusión que suelen merecer en los medios las coberturas sobre la inseguridad, los asesinatos de niños o mujeres son simplemente asimilados por el espíritu público como episodios accidentales, intrascendentes y aislados, salvo cuando sus protagonistas son personajes públicos –caso Monzón– o cuando a la víctima le prodigaron 113 puñaladas –caso Tablado–.
Tal vez en semejante ocultamiento, en esa negación colectiva, haya una razón de peso: la catadura de los victimarios. No se trata de monstruos vinculados al universo del delito, sino de ciudadanos intachables y vecinos diligentes. Hasta el momento preciso en el que, por alguna extraña maniobra del destino, éstos dan el siniestro brinco que los marcará para siempre. Y ello, ante el azoro de sus semejantes. Un azoro que deja al desnudo al mismísimo tejido social, atravesado por las pulsiones privadas más abyectas. Pulsiones propias de la “parte sana de la población”. La que se rebela contra la ola de robos. La que suele denunciar “los derechos humanos de los delincuentes”. La que reclama más presencia policial en las calles. Y la que llena de alarmas sus hogares, sin reparar que allí, precisamente, podría estar el corazón de las tinieblas.

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