A José María, las voces no le decían cosas buenas.

-Las voces me decían: mata.

A Jesús, los americanos le colocaron un aparato diabólico en su casa.

-Era un aparatito así, cuadrado, y ponía «codificador USA», y traía una hilera de claves. Y me hizo operaciones, me extrajo espermatozoides; me manipulaba la cabeza, los órganos. Me hacía perrerías…

A Pedro…

-No, yo no le puedo decir lo que hice. Es un asunto vergonzoso, complicado, grave…

El caso es que un día se despertaron aquí, en un lugar entre rejas con ese letrero en la puerta: «Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla». 186 hombres. Seis módulos. Celdas de a tres. Un huerto que cuidar. Una docena de pájaros. Dos perros. Los dos perros más acariciados del mundo. Clases de cerámica. Un cristo con cara de yonqui. Una mano que echar en la lavandería. Y en el gimnasio, la radio a todo volumen. Salidas terapéuticas. Unas veces al cine; otras, a pasear en canoa.

Hay enfermos mentales que llevan toda la vida entre rejas, más tiempo de condena real que el peor de los terroristas

«La primera vez que me encerraron tenía 15 años», recuerda José María. «Oía voces que me decían:mata»

«El sistema falla», dice el director del centro. «Muchos de los aquí presos podrían vivir en libertad»

«Un aparato me estaba manipulando. Era un codificador USA y traía una hilera de claves», cuenta Jesús

-¿Usted es el periodista?

-Sí.

-Encantado. Yo soy el hombre de negocios. Y aquél de allí es la serpiente. ¿Quiere que se lo presente?

No todo es locura. El joven tan atento es, efectivamente, el hombre de negocios en una obra de teatro basada en El principito que los internos del psiquiátrico penitenciario han representado con gran éxito. Miles de espectadores, muchos de ellos escolares, a los que, conforme avanzaba la función, se les iba quitando el susto de tratar con locos. El teatro Lope de Vega de Sevilla puesto en pie. Y la directora de Prisiones prendiendo un galardón en la solapa de la serpiente.

La serpiente es Pedro, el joven apuesto del crimen tan oscuro.

-Pero usted, Pedro…

-Sí, ya sé que tengo buen aspecto, que no me parezco a los demás. Pero no se engañe, yo lo que tengo es fachada.

Un mural gigantesco en el patio. El Guernica, de Picasso. Hombres que pasean de dos en dos, sin hablarse, sin mirarse. Una guitarra con acento andaluz en unas manos sin acento. Un anciano educado, de pelo cano, que siempre tendrá que dormir encerrado. Encerrado y solo. Su problema es la noche.

-Tiene dos muertes a su cargo.

La frase es de José Vidal Carballo, el director del psiquiátrico penitenciario. La pronuncia sin darle importancia, pero es la clave. No habla de «dos asesinatos», sino de «dos muertes a su cargo». No son asesinos. Son víctimas. Aunque sus manos se llenaran de sangre. De sangre muy querida, en la mayoría de los casos. Aquella voz que martirizaba a José María, aquel «codificador USA» que guió a Jesús hasta la puerta de su cuñado, lo que Pedro esconde…

Es la hora del café. Los alumnos de jardinería desbrozan una enredadera que se salió de madre. Modesto apaña a los canarios metido en una jaula gigante. Dos jóvenes sacan los perros a pasear. Hay una tijera de podar abandonada sobre una mesa. Se respira tranquilidad, pero el director del psiquiátrico penitenciario -médico de formación- contempla la escena y mueve la cabeza: «Es una pena. Muchos de ellos no tendrían que estar aquí. Hacemos todo lo posible porque esto no huela a manicomio ni huela a cárcel, pero lo cierto es que en la puerta pone psiquiátrico y estamos dentro de los muros de la prisión Sevilla-2. Un enfermo mental no debería entrar aquí. Una cárcel no es un sitio para dar salud. Estamos matando moscas a cañonazos».

Los 186 internos recluidos aquí y los 400 -entre hombres y mujeres- encerrados en el psiquiátrico penitenciario de Foncalent (Alicante) nunca llegaron a ser condenados. El tribunal que los juzgó, los consideró inimputables porque cuando cometieron los hechos tenían sus facultades intelectivas y volitivas anuladas. No hubo culpa. No hubo delito. No hubo condena. Pero, en aplicación del Código Penal, se les impuso una «medida de seguridad». Por lo general, el internamiento en un psiquiátrico penitenciario por un tiempo similar al que les hubiese correspondido de haber sido condenados, pero con muchas más desventajas.

-La mayoría de los delitos de los que ingresan aquí -explica Javier Lamas, uno de los psicólogos- son contra las personas, lo cual implica que, como media, van a cumplir más de ocho años de internamiento. Y eso quiere decir que como no tengan una familia que les apoye -y sólo un 27% de ellos la tiene- van a estar aquí encerrados durante toda la pena. Si es de ocho años, ocho años; si es de 15 años, 15 años.

La alarma ha llegado a la dirección de Instituciones Penitenciarias. Por la situación actual: «El sistema falla», advierte Mercedes Gallizo. «Falla la prevención, fallan los recursos de las comunidades autónomas. Ya no vale cerrar los ojos. Es una cuestión de humanidad. ¿Qué pasará con ellos cuando salgan de prisión?». Y también por el futuro inminente. Un estudio muy reciente realizado en las cárceles españolas -sin contar, obviamente, los psiquiátricos- desvela que uno de cada cuatro reclusos presenta patología psiquiátrica. Si se incluye el abuso o la dependencia de las drogas, el índice no puede ser más preocupante: «Uno de cada dos presos padece algún tipo de alteración en su estado mental». La demanda de atención psiquiátrica va en aumento. El 12% llegó incluso a necesitar tratamiento especializado, lo que supone un porcentaje mucho mayor que el de la población general. El 31% de los internos tiene prescritos psicofármacos. Y hay un 11% que, además, consume metadona. «Es el momento de sentarnos a solucionar el problema. Ya no vale cerrar los ojos».

Hay enfermos que llevan toda la vida entre rejas, más años de condena real que el más sangriento de los terroristas.

-A los 15 añitos nada más me metieron en un psiquiátrico civil que había en Las Palmas. Había dos mil y pico pacientes. Al ver allí a aquellos locos, con cuatro chaquetas puestas en verano, me sentí morir. Los médicos me pincharon y estuve toda la noche como si estuviera dentro de un nicho, oyendo voces, sintiendo cómo subían las escaleras para ponerme la corona, como si estuviera enterrado en vida.Con 15 añitos nada más.

José María está a punto de cumplir 40 años y sigue escuchando voces:

-Sí, sí, nosotros oímos voces. Las voces no me decían cosas buenas. Las voces me decían: mata. Pero yo soy pacífico a tope, y no quería hacerle caso a las voces. El psiquiatra me decía: las voces no se harán realidad si tú no quieres.

-¿Y cómo distingue las voces reales de las otras?

-Usted me está hablando, yo me quedo con su voz, y a lo mejor a la noche su voz yo la vuelvo a escuchar, ¡su voz!, la que usted tiene. Me pasó con un psiquiatra. Tenía una voz fuerte y yo creía que era mi padre, y mi padre murió cuando yo tenía dos años, y yo le decía papá al psiquiatra. No había nadie en mi casa, pero yo oía hablar a aquella voz. Yo me creía que era alemán, ¿sabe usted?, también tenía un poquito de doble personalidad.

El taller de cerámica está abarrotado. Las piezas de barro, el murmullo, la lucha contra la torpeza de las manos, un torno que gira sin descanso, el relieve de un Cristo en lo alto de un armario, una Virgen que quiso ser la Macarena… La monitora se mueve entre los internos con soltura, sin desconfianza, ese olor que los enfermos mentales saben distinguir a leguas. Se dirige a un hombre de piel curtida:

-Raposo, ¿bajamos a tu Cristo?

-Vamos a bajarlo.

Entretanto se acerca un joven. Tiene andares torpes y el rostro abotargado. La barba cuidada. Su intento de sonrisa desemboca en una expresión de amargura.

-Mi nombre es Pedro y quería hablar un momento con usted, sacar a la luz este escrito basado en hechos reales.

Uno de los jefes de servicio, Eduardo, se dirige a él con amabilidad:

-Espérate, Pedro, que ahora estamos viendo el taller de cerámica. En cuanto terminemos, te atiende.

Y enseguida, en voz muy baja, la explicación del funcionario:

-Este hombre es la reencarnación de Jesucristo -no existe ni asomo de sorna en el tono del funcionario, sino más bien todo lo contrario, un dolor contagiado-. Es un enfermo mental típico. Si hablas con él, te darás cuenta de su sufrimiento.

Pedro espera en el patio. Con un folio cuadriculado en una mano y una estampa en la otra.

-Esto es un regalo para usted.

-Ah, pues muchas gracias. Éste es Jesucristo, ¿no?

-No, éste no es Jesucristo, éste es Dios, el amigo que nunca falla. ¿Le puedo contar mi historia?

-Claro, cuéntemela.

-Verá. Yo estaba un día cerca de un castillo que hay en Badajoz, y de pronto me vi encima del castillo. Llamé a Dios y él bajó. Pero empezó a llover y me fui a casa de mi madre. Allí fue donde hablé con él por primera vez. Luego me paró la policía y, como era un drogadicto, me metieron en prisión por una condena que tenía pendiente. Llevo diez años y medio preso. Yo como persona siempre estoy con el amigo que nunca falla, a través de él puedo lograr unas palabras eternas y también puedo conseguir que se represente a través de mi meado. Quiero salir en libertad, porque ya no soy un drogadicto. Ahora tengo una empresa que es una eternidad a través de las palabras, una empresa que entrega su espíritu de vida al mar. Yo no soy mal chaval, como mucho me habré drogado. Me metieron aquí por drogodependiente, por ladronzuelo. Lo reconozco, ¿vale? Pero es mucho tiempo, ¿no cree usted que diez años es mucho tiempo?

Pedro se va y se sienta, solo, tranquilo, en un banco del patio. La guitarra no ha dejado de sonar en el taller de cerámica. Hay un hombre que no le quita ojo al Guernica construido entre todos. Un reguero de óxido lo cruza en diagonal.

Una voz repetida atraviesa el patio -¡medicación!-, y los internos, cabizbajos en su mayoría, van haciendo cola. Un enfermero les entrega sus dosis, que se toman allí mismo. El agua, en vasos de plástico blanco.

Julián Vicente es el educador del psiquiátrico. Es uno de los personajes más populares, y también más queridos. Lleva 16 años aquí y no ha perdido ni la sonrisa, ni la ilusión. Lo que sí ha ganado es un punto de indignación. Habla rápido y claro. No se esconde. Su obsesión es que los internos salgan lo más posible al exterior, que se mezclen con la gente, que se desenvuelvan al aire libre. Habla del miedo a la locura, y de ese estigma doble que acompañará para siempre a los que consigan perder de vista estos muros.

-Tenga en cuenta una cosa. Los que usted ve aquí no son presos, sino personas con trastorno mental severo. Si los dejamos aquí, sus patologías se harán crónicas o surgirán otras nuevas, las que generan este tipo de instituciones (la cárcel, un centro de menores). Aquí, además, no hay un árbol. Todo son líneas horizontales y verticales, la vista se queda limitada, la mente empieza a procesar una información muy limitada. Y además hay 186 internos. Es una burrada. Y a menos espacio, más agresividad.

-¿Es necesario que estén aquí?

-Mi opinión es que no tenían que existir rejas para un enfermo mental. Sí control. Hay enfermos con patologías muy difíciles de compensar, aunque con tratamiento farmacológico son muy pocos. Pero casi el 90% de los que tenemos aquí son esquizofrénicos paranoicos, relativamente fáciles de compensar. Los paranoides se caracterizan porque los delirios suelen ser de persecución. Alguien me está persiguiendo, alguien me quiere envenenar. Con el tratamiento farmacológico adecuado, eso remite rápidamente, con lo cual se supone que cuando no tiene esos síntomas -voces o alucinaciones visuales- puede hacer vida normal. Y es aquí donde los servicios sociales tienen que intervenir. Porque, hablando claro, un enfermo mental quema a su familia, al entorno y a Rita la Cantaora. Y ahí la Administración tendría que aparecer.

-¿Y no aparece?

-No lo suficiente. Tenemos pacientes que podían estar viviendo fuera.

-Pero la sociedad no entendería que alguien que ha matado…

-Hay que dejar claro que tenían la voluntad anulada. Si tú estás escuchando una voz y la voz te está diciendo: mata a ese sujeto que va a matar a tus hijos, eso es algo visceral, eso es algo animal, y tú lo recibes como real, tú no te andas planteando si esa voz es mentira o es verdad. ¡Es real! Y piensas: si no lo mato va a matar a mis hijos, o a mis padres, o a mí. O piensas que eres Dios y ése es el demonio. Y no matas a esa persona. Matas al demonio…

A la izquierda, según se entra en el psiquiátrico penitenciario, hay un armario de metal cerrado con llave. Ahí están los expedientes de los 186 internos. José Vidal, el director, no necesita abrirlo para hablar de todo el horror que contiene, sin dar nombres ni detalles, con el único interés de demostrar que el sistema falla. Que, de haber funcionado, muchos de los que están aquí o en Foncalent tal vez no hubiesen llegado a mancharse de sangre. Que si funcionara, un tanto por ciento considerable podía estar viviendo en una libertad controlada.

-Aquí sabemos de 20.000 casos de personas que dicen: oye, que voy a matar a un niño; oye, que voy a matar a un niño. Y nadie le hace caso. Y un día llega a la casa de la hermana y coge al niño recién nacido y lo tira por la ventana de un octavo piso. Él paga con 25 años aquí metido, pero ¿no hay más responsables? ¿No habría que interrogar a su entorno? A la familia, a su médico… El modelo de atención sanitaria hay que cambiarlo. Si a mí me duele el hombro voy al médico y ya está. Pero si el enfermo mental oye voces que le dicen que él es Dios, piensa: ¿cómo voy a ir yo al médico para que se ría de mí? Y no va. Y un día no puede más y hace lo que le dictan esas voces. Si hubiese una infraestructura mínima de salud para que, si el enfermo mental no va a la consulta, los servicios sociales, o la policía, o quien sea, vaya a buscarlo, ¿cuántas desgracias nos habríamos evitado?

José Vidal cuenta una historia espeluznante. Su protagonista está aquí, dándole abrazos a todo el mundo, siempre con la sonrisa en los labios. El director le tiene cariño, y a medida que cuenta su desventura se emociona y se enrabieta a la vez.

-A. es una persona discapacitada, deficiente mental, perfectamente adaptada en su pueblo. Alguien le da cupones para que los venda. Él los vende divinamente, en una gasolinera. Lo único que pide es una tortilla de gambas. La gente empieza a meterse con él, le empieza a tratar como al tonto del pueblo. Que si te voy a quitar los cupones, que si tal y que si cual, y él aguantando, con sus cupones en la pechera, su tortilla de gambas, su navajita para pelarse el pero del postre. Un día llega la pareja de la Guardia Civil y con el cachondeo le quitan los cupones. Se ríen de él. Lo hacen correr por la gasolinera. Antonio se enfada y pincha a uno de los guardias con la navajita; no le hace apenas nada, pero lo denuncia. El juez le mete una medida de seguridad y viene aquí. Lo tratamos, va bien, pero tiene la mala suerte de que, durante ese tiempo, la Junta de Andalucía le retira la pensión no contributiva. Él no lo entiende, no lo elabora, porque tiene una capacidad muy pequeña, y dice: me están quitando el dinero. Le ponemos un tratamiento, porque eso es un brote psicótico injertado en una deficiencia mental, y él responde y hace su vida normal. Nos costó sacarlo, y además nos dimos cuenta de que podía resentirse. Se lo pusimos por escrito al juez: ha aparecido un brote psicótico de idea fija injertada, irrefutable al razonamiento, con una agresividad tremenda que puede pasar a la acción. Si aparece esa idea fija -«voy a tener mucho dinero porque con todo el dinero que no me han ido dando voy a tener mil millones de pesetas»- tiene que ser revisado, tratado… Y un día, ya en el pueblo, aparece la idea: que dónde está el dinero, que como no aparezca el dinero yo mato a mi papa y a mi mama, y en el juzgado la reacción es: ya está aquí el tonto, niño no des más la lata, anda séllale y que se vaya… Nadie le hizo caso… Hasta que degolló al padre y a la madre. Y ahora lo tengo aquí con 40 años por delante. Él pagará en la cárcel, pero ¿es justo que sólo pague él?

Jesús entra en el despacho del psicólogo. Lleva una mochila a la espalda y un pitillo escondido en el hueco de su mano izquierda.

-Yo soy de Málaga. En fin, muchos problemas que he tenido…

Se para. Sonríe. Mide a su interlocutor con la mirada durante largo rato. Se acaricia el rostro recién afeitado. El rostro de un hombre de 45 años que a los 16 ya visitó su primera cárcel y ahora lleva 14 años seguidos sin salir. Tiene tres hijos.

-La última vez que vi a mi hijo en libertad tenía dos años, y ahora es un hombre de 1,90. La culpa la tiene… La culpa… Había un aparato en mi casa que me estaba extorsionando.

-¿Un?

-Un aparato. Me estaba manipulando, me estaba haciendo cosas a mí, a mi hija, a mis niños; una cosa muy peligrosa y que nadie sabía qué era, parecía que era alto secreto. Y, sin embargo, lo descubrí y lo llevé al juzgado.

-¿Y cómo era?

-Era un aparatito así cuadrado, y ponía codificador USA, y traía una hilera de claves. Yo creía que mi mujer me engañaba con alguien, y me estaba engañando con el aparato. Pero cuando se complicó todo fue cuando lo de mi hermano Alfonso. Se había metido en una banda y lo mataron a cuchilladas. La familia de mi cuñado tuvo la culpa. Y yo pensé: os voy a matar a todos. Y fui… Mi suegra fue la única que quedó viva. No sé de dónde salió el aparato. Lo llevé a un cuartel militar y todo.

-¿Allí, en Málaga?

-Yo lo quería entregar en el juzgado, pero en el juzgado no me hacían caso. Entonces fui a una residencia militar, donde viven los altos cargos militares, y les dije: aquí traigo un aparato que es alto secreto militar. Y el de la puerta me miró así y me dijo: hombre es que esto es una residencia, no es un cuartel, y me lo llevé a Córdoba. Y desde las dos de la tarde hasta las cinco de la mañana, montado en una moto que no andaba, llegué y lo entregué en un cuartel militar, y hubo allí una lucha electrónica entre el ejército y la Policía Nacional. Yo creo que ganó quien tuvo que ganar, el ejército, porque tienen mejores equipos. He hecho jardinería, dos cursos de albañilería… Si no hubiera sido por el codificador, mi vida habría sido distinta. Me hizo operaciones, me extrajo espermatozoides; me manipulaba la cabeza, los órganos, me hacía perrerías… Al vecino de arriba le rompí la casa porque me creía que era él el que me manipulaba, y al final no era él.

Se ve que los internos confían en Eduardo, uno de los jefes de servicio. Le agradecen su buen humor y, sobre todo, su comprensión. Él suele referir una anécdota que refleja muy bien hasta qué punto es difícil entender la enfermedad mental, incluso para quienes, desde el lado de la cordura, suelen tratar con ella. Cuenta Eduardo que un conocido psiquiatra de Sevilla empezó a oír voces, buscó a un colega y se lo dijo:

-Oye, estoy empezando a escuchar voces.

-¿Como las de tus pacientes? -quiso saber el psiquiatra sano.

-No, hombre, las voces que yo escucho son de verdad. –

Fotografías de Gorka Lejarcegi tomadas en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla.

 

 

fuente http://elpais.com/diario/2007/11/11/domingo/1194756753_850215.html