“Le tengo bronca a la droga, pero no puedo dejar de consumir”. Cuando se le pide a Walter que se detenga un minuto a pensar cuál es su vínculo con las sustancias, debe cortar durante varios segundos el relato de su vida. Luego, no duda en sentenciar que hoy es un preso de la adicción.

Durante más de una hora, sentado en el despacho de su abogado, Rafael Tatián, Walter contará cómo se vive rodeado por las drogas. De qué manera, desde que tenía 14 años, este muchacho que hoy suma 20, vive con un fantasma permanente, que lo acosa y que, sólo en su imaginación, lo consuela de los dolores de la infancia.

¿Por qué un abogado? La droga llevó a Walter a enfrentarse a la Policía, a sentirse perseguido, a estar detenido en un pabellón de la ruinosa Unidad de Contención del Aprehendido (UCA, ex-Encausados) donde durante días habló más de drogas que de otro tema con sus compañeros de encierro.

Walter es el mayor de cuatro hermanos, de una familia de un barrio de clase media ubicado en la zona noroeste de la ciudad de Córdoba. A los 14 años, era un correcto estudiante en un secundario técnico. Materias clásicas más preparación en herrería, carpintería y electricidad.

Pero en el medio, un festejo de cumpleaños, uno de sus amigos que se arrima y le convida. Una, dos, tres, no se acuerda cuantas pitadas al “porro” (cigarrillo de marihuana). Le gustó y siguió. “Primero era los fines de semana, después, hasta en la escuela”, recuerda.

Le agregó la pastilla azul, que no es Viagra, sino un ansiolítico (clonazepam), que los adolescentes toman mezclada con alcohol para que les coloree la lengua y les “vuele” la cabeza, y que los especialistas advierten que se trata de una “bomba atómica para el organismo”.

En esa época, 2006, a la pastilla la conseguía por 2 pesos. Hoy, no menos de 15. Efectos de la inflación, que también afectó a las profundidades del submundo “narco” cordobés.

Expulsado. 
Cuando estaba en 5º año, los profesores no pudieron más con él. “Estaba drogado en el aula y molestaba a todo el mundo”, reconoce. Se tuvo que ir a otro colegio técnico, en el Gran Córdoba y, pese a todo, terminó sin retrasarse.

A esa altura, la cocaína también ya formaba parte de su universo, cada vez más acotado en amigos.

A los 17, empezó un tratamiento en la sede la fundación ProSalud, en el Hospital de Clínicas. Supo que uno de sus compañeros de rehabilitación murió por la droga. A él, nada lo detuvo. De allí aconsejaron que fuera al programa para recuperación de adictos Cambio, frente a la ex Casa Cuna. Duró poco. “Agarraba las pastillas que me daban y me las tomaba todas juntas”, continúa.

Un día, la Policía golpeó la puerta de su casa. Buscaban a su hermano, también adicto e implicado en demasiadas tropelías. A él no lo encontraron, pero sí un revólver calibre 22 en desuso. Walter marchó detenido. Salió pronto.

Su padre le había conseguido un puesto de ayudante de cocina en un restaurante.

Siempre se las rebuscó con changas para tener el dinero suficiente para la droga. Cuando no, traicionaba a sus amigos. “Me daban plata para que les comprara, pero yo me tomaba todo solo”, explica.

Un noche fue al baile, ya empastillado. Adentro, tomó más. Se acostó cuando ya era de mañana y el domingo se levantó a las 16 para ir a trabajar. Se subió a la moto y arrancó, aunque todavía estaba “voleado” por las pastillas. Chocó contra un auto estacionado y se averió la rodilla. El dueño del vehículo le pidió 200 pesos para arreglar el daño.

No se había recuperado de la lesión cuando fue a la celebración del bautismo de un primo. En la fiesta, se juntó con otros amigos de consumo y salieron a caminar. “Hacía dos días que venía consumiendo”, aclara. Era una cerrada noche de invierno. De pronto, se vieron rodeados por las luces azules de los patrulleros. Buscaban a unos jóvenes que habían robado en una rotisería de la zona. Los revisaron, y uno de ellos tenía otro revólver 22 corto. Todos fueron a la UCA de barrio Güemes. “Sospechoso de robo calificado”, se lee en el prontuario.

Recién días después lograron ser sobreseídos. Volvió a la calle. A la droga. A caminar entre los “quioscos” que puede encontrar en cualquier barrio de la Capital. En el trabajo, cuando se enteraron de que estuvo detenido, le dijeron que ya no lo necesitaban.

“Soy un preso fácil para la Policía, nos agarraron sin investigar nada”, reprocha.

Oportunidad. Este año, en septiembre, se encontró con su novia en una plaza. Junto con su hermano ya había estado tomando cervezas y pastillas. Se encontraron un rato, se despidió, y comenzó a caminar a su casa. Cuando vio que sobre él se abalanzaban unas luces azules, no esperó. Salió corriendo y quiso trepar una tapia. El policía que lo corrió le disparó sin puntería, por suerte. “Violación de domicilio”, le enroscaron esta vez. Otra vez detenido. Otra línea en el prontuario.

Cuando se sentó en la Fiscalía de Distrito 4 Turno 5, a cargo de Jorgelina Gutiez, contó su vida. “Me preguntaron si estaba dispuesto a hacer un tratamiento, les dije que sí”. Ahora, espera que le asignen un lugar donde pueda pensar en volver a ser aquel chico de 14 años.

–¿Te das cuenta de que en estos años todo lo que has vivido ha estado marcado por el consumo?

–A la droga la conseguís en todas partes, hay muchos lugares.

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– «No es un delincuente, es un joven adicto»

 

 

fuente http://www.lavoz.com.ar/noticias/sucesos/soy-preso-facil-para-policia