Por la pasión con que relata sus días de trabajo, cualquier testigo desprevenido podría suponer que la historia se sitúa en una estación de bomberos, alguna dependencia policíaca o la guardia de un hospital. Muertes, desalojos, licencias psiquiátricas de colegas, zonas propias, corridas contra reloj. Vértigo y angustia. Dos sensaciones que atraviesan las horas en ese reducto forzosamente compartido al que llama «La oficina». Pero Blas Eloy Martínez, poeta frustrado, periodista y director de cine, se entusiasma recordando sus nueve años como oficial notificador en lo que, para muchos, podría tratarse de una de las tantas dependencias oscuras y burocráticas del Estado: la Dirección General de Notificaciones del Poder Judicial de la Nación. Sólo su entusiasmo explica que haya decidido justamente ese mismo escenario para hacer su primer documental, La oficina , y que años más tarde, a la hora de inclinarse por la ficción, haya elegido la misma historia para dirigir El notificador , película que, para sorpresa de propios y desconcierto de ajenos, debuta con éxito en festivales internacionales como Toulouse, Biarritz o La Habana.
Blas es hijo de Tomás Eloy Martínez, pero a los fines de trazar el camino desde su pasado tribunalicio hasta la pantalla grande el protagónico se lo lleva su mamá, Blanca Goncalves, que durante una veintena de años fue oficial notificadora hasta ascender a oficial de justicia. Y amiga de la familia del juez de la Corte Suprema Enrique Petracchi, otro hombre con un rol destacado al menos en la parte de la historia de Blas que transcurrió en tribunales. Porque la Dirección de Notificaciones, con derrotero propio, dependió históricamente de la Corte Suprema, pasó unos pocos años dentro de la órbita del Consejo de la Magistratura y volvió en 2008 a depender del máximo tribunal.
Blas terminaba el Nacional de Buenos Aires, todavía no había conocido la Universidad del Cine ni a su mentor, Manuel Antín, y no tenía muy en claro si el trabajo que le acababan de ofrecer era apasionante pero sí le sonaba cómodo: horario flexible para hacer los cientos de miles de otras cosas que entonces se le pasaban por la cabeza, un cargo al que muchos llaman vitalicio por las escasas posibilidades de ser despedido, poco tiempo y muy buen sueldo. Dijo que sí, la firma de Petracchi lo designó y aterrizó en lo que sería parte de su vida desde los 18 hasta los 27 años: esa oficina, que recorrió la ciudad como sus notificadores, desde un oscuro espacio tapiado en Talcahuano, a un coqueto edificio en Diagonal Norte hasta recalar en la calle Jean Jaurés.
Blas Eloy Martínez vio algo que a otros parece habérseles escapado, escondido entre viejos expedientes y mobiliario antiguo. Donde en la superficie aparece un trabajo burocrático y mecánico, Blas descubrió una historia, veinte, cien. Y podría seguir descubriendo hasta 17.000, que son las cédulas que hoy ingresan diariamente a la oficina para ser repartidas. «Diligenciadas», corregiría Blas. Y detrás de cada cédula un drama. Y rara, muy rara vez, una buena noticia que notificar. Un trabajo que afecta al que lo realiza hasta el punto de confundir la entrega de una cédula con la decisión que contiene. «Hay un momento del documental en donde uno de los notificadores me dice que en la oficina si vos preguntas quién tiene Rivotril, la gente levanta la mano como si fuera una aspirina», cuenta revelando el impacto que tiene el trabajo sobre quienes lo realizan.
«Imaginate que circulan por vos, por tu persona, unas trescientas cédulas que tenés que encasillar. Y eso todos los días. Lo podés hacer de manera mecánica, pero donde te ponés a pensar qué es lo que estás haciendo, tu guardia baja automáticamente: estás encasillando 300 cédulas por día, con 300 historias, estás encasillando denuncias penales, muertes, denuncias por insania, desalojos.» Si eso reveló su documental La oficina , la película El notificador pretende explorar un poco más allá, y teñido de ficción busca explicar por qué ese trabajo en particular se convierte en una trampa perfecta de la que nadie quiere escapar.
«Todos armamos una coraza en la cual nos sentimos seguros; es el mundo en el cual nos sentimos seguros y pisamos en terreno seguro. Pero muchas veces en la vida se nos presentan momentos en los que es posible salir de esa coraza, nos podemos atrever a salir de esa coraza, y eso implica un avance en nuestra vida. Lo que genera este laburo de notificador es una coraza que es muy complicada de romper: es un mundo seguro. En la oficina de Tribunales hay gente talentosísima… Hablo de potenciales escritores, cineastas, poetas, pintores, que no han podido dejarlo. Hay pintores que exponen y documentalistas prestigiosos que ganan premios. Pero de alguna manera, más allá del éxito que tengan, no pueden dejar de ser oficiales notificadores.» Y habla por experiencia, porque aunque a los veintisiete años renunció, rompiendo la regla no escrita de que a ese trabajo no se renuncia, siguió ligado después y el tema lo acompaña hasta hoy, a sus cuarenta años. Y no sólo el trabajo de notificar lo persigue en sus obras como cineasta. Obviedad que exime cualquier interpretación, Blas Eloy Martínez notifica hasta en los sueños. «Lo que tiene el laburo de curioso y de terrible al mismo tiempo es que es cíclico. Tenés ese recorrido de 72 manzanas que conforman tu zona, repartís esas 100 cédulas en esas 72 manzanas, volvés a la oficina y te vuelven a dar otras 100 cédulas que probablemente la mayoría sean para esos lugares donde vos estuviste. Entonces la sensación que tenés del laburo es que no termina jamás, que seguís recorriendo el mismo lugar y que aparte no terminaste. Es un proceso que no termina. ¿Viste cuando soñás con la secundaria y que no terminaste materias? Yo sueño con que todavía me quedan cédulas sin hacer.»
Entregar la cédula
Blas habla de cédulas, de juicios que se notifican y una vez más confunde porque podría estar hablando de laberintos borgeanos, pero no. La pasión sigue puesta en la oficina de notificaciones. Y se desacomodan sus anteojos mientras recuerda anécdotas, una tras otra, en un in crescendo que se repite en su discurso, en el documental y en la película, porque Blas es también, y todavía, ese notificador de la oficina: «Una vez tuve que notificarle de una herencia a una gitana que vivía en La Boca. Me acuerdo de entrar en un gigantesco portón de madera, muy duro. No tenía timbre, por lo cual tuve que tocar muy fuerte. Abro y me encuentro con un gran pasillo negro y de fondo un gran jardín, del cual sobresale a lo lejos una casa de madera. Y veo que se acerca una sombra de una mina muy grande, que termina siendo una gitana con un pañuelo en la boca, un parche y un habano. Con una silla, arrastrándose. Posa la silla, me agarra la mano y me dice: «¿Tenés madre?». «Sí». «Bueno, dame todo lo que tengas porque si no le echo un gualicho.» Yo le di lo poco que tenía: un encendedor, plata, qué sé yo… y le dejé la cédula». Y cuenta de muertos que fueron notificados: «Un oficial fue a notificarle a un tal X una cédula, pero cuando llega al lugar se da cuenta de que el tipo está muerto y lo están velando. Pero el notificador siente que tiene que terminar con su tarea y que no está cumplida hasta que no entrega la cédula. Se mete entre la gente en el funeral y le dicen «Vos estás demente, el tipo está muerto en el cajón». «Se la tengo que dejar, se la tengo que dejar». Y termina fijando la cédula en el cajón». Y atentando contra el imaginario colectivo, Blas asegura que los desalojos no son los hechos más difíciles de notificar. «En general, ya lo saben antes de que se lo digas». Pero una situación que está en su película y estuvo en su vida de notificador tiene que ver con los casos de insania: » Cuando la gente está muy mal y no puede firmar directamente, tenés que ponerle el pulgar en una plantilla donde se le marca la huella digital… A veces la persona está muy mal y se resiste. La situación es horrible y surge esa sensación muy fuerte de ¿qué mierda estoy haciendo?».
Sus relatos y las imágenes del documental y la película recorren ese difuso límite entre la realidad y la ficción. Límite por el que su padre, Tomás Eloy Martínez, transitó con deliciosa facilidad durante toda su obra. Blas es consciente del paralelismo servido, y lo enfatiza cuando elige Santa Evita por sobre el resto de la obra de su padre, a quien califica como un gran fabulador: «Me encanta esa línea indivisible entre la realidad y la ficción. El también era así. Nos resultaba difícil detectar qué era verdad y qué era mentira cuando nos contaba algo. Y de alguna manera vivíamos la dualidad de querer saber y no querer, y prestarnos a su juego. Por ejemplo, él decía que se había recibido en Letras en la Universidad de Tucumán. Las fechas no nos daban. Creemos que lo inventó, pero nunca quisimos averiguarlo», dice divertido, habiendo superado la frustración del poeta que no fue justamente por la implacable mirada crítica paterna.
Padre de cuatro hijos y con aire de eterno adolescente, Blas Eloy Martínez está trabajando en dos proyectos: uno con un pie en la realidad y otro en la ficción. Así parece pararse en la vida. Junto a su mujer, Cecilia Priego, escribió y dirigió Perón Perón , un documental en primera persona basado en las grabaciones de la entrevista que Tomás Eloy Martínez le hizo a Juan Domingo Perón en Puerta de Hierro, en 1970. Promete estrenarlo durante este 2012 y con el estreno de alguna manera responderle a la pregunta que le hizo su padre cuando él le pidió los casetes: «¿Te parece que esto te va a servir para algo?». Y en el mundo de esa ficción que no lo es tanto, y que Blas Eloy eligió para sus largometrajes, apunta otra vez al mundo de la justicia, a lo que conoce y a lo que no, pero intuye. Estos son los condenados es el título tentativo para contar la vida de dos jueces que, a bordo de un camión, recorren el interior impartiendo justicia en los pueblos que no tienen juzgado. Y en galpones o bajo arboledas que sirven de escenario para la instrucción de un juicio, se enfrentan al dilema de la justicia de los códigos que poco tienen que ver con la lógica de la vida cotidiana.
«Sé que hasta hace un tiempo esto era así, que era la forma en que los jueces recorrían poblaciones. Ahora no sé. Pero tampoco me importa», dice, y otra vez se sumerge en aguas donde nada cómodo. Ahí donde resulta más importante la verosimilitud que la verdad.
QUIEN ES
Nombre y apellido:
Blas Eloy Martinez
Edad: 40
Hijo de escritor:
Nació en 1972, en Buenos Aires, hijo del escritor y periodista Tomás Eloy Martínez y Blanca Goncalves. Tras graduarse en el Nacional Buenos Aires, estudió Ciencia Política en la UBA y luego dirección de cine en la Universidad del Cine.
De la Justicia al cine:
A los 18 años comenzó a trabajar en el Poder Judicial, como oficial de la Dirección General de Notificaciones. Tabajó allí hasta los 27, luego se dedicó al periodismo y finalmente al cine: en 2005 realizó el documental La oficina y el año pasado se estrenó El notificador
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1449691-blas-eloy-martinez-un-cineasta-en-la-direccion-de-notificaciones