Según Sigmund Freud, una de las tres fuentes del sufrimiento humano, la más fuerte, es la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones en la familia, el Estado y la sociedad. Agrega que no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar más bien protección y bienestar para todos (Freud, Sigmund. Obras completas, Tomo III. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid, 1973). En ese sentido y a los fines de estas líneas, si bien es toda la sociedad la que debe preocuparse de regular esas relaciones, es el Estado como mediador, el que tiene a su cargo concretarlo. A su vez, de los tres poderes que integran los Estados en las democracias modernas, sin duda es el Poder Judicial la institución que tiene a su cargo la mayor responsabilidad en que las relaciones entre los miembros de la comunidad se lleven adelante de la mejor manera posible. Es evidente que los legisladores desarrollan una actividad esencial al definir, por mandato de la propia comunidad, las reglas –leyes–, que regulan las conductas de los miembros de aquélla. También es evidente que el Poder Ejecutivo, con el impulso y la promulgación de esas normas, pone en marcha ese mecanismo fantástico de división de roles y que apunta sin duda a aliviar aquel sufrimiento que señalaba Freud en 1930. Sin embargo, ningún alivio es posible sin un Poder Judicial que garantice que las buenas normas brinden a los ciudadanos la protección que todo el sistema le prometió.
Si se reconoce sin ambigüedades que en nuestro país, a lo largo de todo el siglo pasado, la desigualdad social y el mantenimiento de los privilegios de las clases acomodadas han sido garantizados, precisamente por la Justicia, la angustia de esa revelación aparece de inmediato. Baste para ello repasar el rol de ese poder en los distintos golpes de Estado que desde el 6 de septiembre de 1930 hasta 1983 asolaron nuestro país, para comprobar la importancia decisiva de una Justicia cómplice, en el resultado no sólo de cada proceso dictatorial, sino además y fundamentalmente en el establecimiento y mantención de un proyecto económico. Proyecto que ha sido esencia y origen de cada intervención cívico-militar, interruptiva de la democracia, y que tuvo su mayor expresión el 24 de marzo de 1976.
La Justicia que acompañó cada dictadura y en especial la comenzada en la fecha señalada, con honrosas excepciones, es la que miró para otro lado cuando miles de hombres mujeres y niños eran secuestrados, torturados y desaparecidos en el nombre de la civilización occidental y cristiana.
Es la institución, también, que hoy cuenta con jueces y fiscales de gran calidad humana, pero al mismo tiempo con magistrados que con frecuencia toman decisiones contrarias al paradigma actual en materia de derechos humanos y en especial las que tienen que ver con grupos vulnerables. En ese sentido, avalar y aplicar institutos deleznables como el avenimiento de una niña violada de 17 años con su agresor –fallo de General Pico, La Pampa–, sin que ningún juez vaya preso cuando esa joven es asesinada por su esposo, son prueba elocuente de las verdaderas deudas pendientes. Derogar el avenimiento fue sin duda un mérito legislativo, pero el costo de la espera fue demasiado alto. La tolerancia a la violencia institucional ejercida por fuerzas de seguridad sobre sectores igualmente vulnerables que pueblan nuestras cárceles es también muestra de que, en algunas cosas, poco ha cambiado. Mientras haya un solo juez –civil o penal– que tolere la violencia de género, la trata de personas, el trabajo esclavo, que obligue a niñas y niños víctimas de abusos a “revincularse” con sus probables agresores, que mire para otro lado cuando un preso es golpeado o torturado, la Justicia seguirá estando en deuda con la comunidad. Esa Justicia seguirá sin ser parte de la sociedad que la alimenta y que la necesita para mediar y no para mantener privilegios. Los estrados –materiales o virtuales– deben ser desterrados. Ningún juez puede ser más que ningún ciudadano y para eso es imprescindible la participación activa de la comunidad en la designación y control de la labor de cada magistrado. Si se mantiene de manera indirecta, entonces que sea requerida y escuchada –en serio– la voz de quienes en última instancia van a ser los destinatarios de las decisiones de esos funcionarios.
El malestar actual que trasciende en algunos sectores de la Justicia es un malestar bueno, saludable, adelanto de algo que sin duda se está gestando en el interior mismo de la sociedad, en las instituciones y en la cultura. Es el resultado, a mi entender, de los profundos cambios vividos en la última década, especialmente en materia de derechos humanos y que puso sobre la mesa el desafío de continuar esos cambios con una Justicia cada vez mejor en todos los fueros.
El desafío hoy es aplicar, en cada rincón del país, el mismo criterio de justicia que se tiene para las violaciones masivas ocurridas durante el genocidio originado por el proyecto económico que se materializó fundamentalmente en la última dictadura cívico-militar. Es absolutamente imprescindible que las convenciones sobre derechos humanos “bajen” a la vereda de cada calle de tierra o asfaltada de nuestro país, a cada fiscalía, tribunal, comisaría y juzgado de paz de llanuras, montañas o bosques. La misma sensibilidad la tienen que tener los jueces de Tartagal, Ushuaia o Buenos Aires. Si no, no vale; si no, el cambio es incompleto. Hay que continuarlo siempre, sin plazo porque en estos temas la urgencia es cada día. La mejora institucional debe ser algo constante, renovador del espíritu y la letra de cada ley. La tortura va a ser desterrada efectivamente no sólo cuando se la prohíba en la norma, como ya lo está, sino cuando su posibilidad ni siquiera exista en la mente de policías, fiscales, jueces y funcionarios que se eduquen desde niños en una cultura que no la tolere ni en su expresión más germinal.
Por primera vez desde el interior mismo de la Justicia surgen señales de aquellos malestares que, si bien siempre existieron en algunos de sus integrantes, rara vez se tradujeron en manifestaciones públicas de diferenciación concreta y sobre todo de impulso y anuncio de búsqueda de cambios profundos en su funcionamiento.
La única Justicia verdaderamente democrática es la que acompaña los cambios que la comunidad reclama, que la dirigencia política encabeza, y fundamentalmente, la que tiene en cuenta las necesidades de los sectores más vulnerables de la sociedad. Es curioso que el poder tradicionalmente más reaccionario del Estado sea el que tenga en sus manos la mayoría de las herramientas para el bienestar de la sociedad. Es por eso que cuando la justicia no es social, no es justicia.
Es desde adentro y con aportes interdisciplinarios del exterior de la institución que se lograrán los cambios que la comunidad viene reclamando desde hace tantos años como bálsamo irreemplazable para atenuar aquella angustia primaria que refería Freud. Es cierto que la Justicia llega cuando los hechos ya han ocurrido y el dolor es irreversible. Pero no es menos cierto que una mala actuación de los operadores judiciales y policiales aumenta ese dolor. Por el contrario, la “buena” Justicia es reparadora para las víctimas y sus familiares y sumamente preventiva para el resto de la comunidad que, a partir de fallos socialmente justos, toma conciencia de que vivir en comunidad implica limitaciones que se originan en el derecho de cada ciudadano que la integra.
El malestar actual en el interior mismo de la Justicia es el síntoma más importante de que estamos en el camino correcto. Hasta hace pocos meses, la preocupación más grande en ese ámbito era el color de la lista que ganaría las elecciones corporativas. Hoy, la preocupación es cómo dar la mejor respuesta a este debate. Sentirse dolorido y aludido por cada marcha en reclamo de justicia, por cada grito de una víctima que maldice a los jueces que fueron incapaces de comprender su dolor es el camino al bienestar. A ese bienestar que se siente cada día al terminar una jornada de trabajo habiendo hecho lo correcto. Aunque eso correcto no les guste a quienes están acostumbrados a disfrutar de los privilegios de una Justicia diferencial para ellos y una para “los otros”. Si bien la responsabilidad de generar bienestar en la sociedad es de todo el Estado en su conjunto, hoy es a la Justicia que se le reclama la mayor deuda. Los juicios por delitos de lesa humanidad son quizá la prueba más clara de que están dadas todas las condiciones para comenzar a saldarla. Hoy la democratización de la Justicia no significa discutir solamente cuestiones técnicas como juicio por jurados o pago de algún impuesto, sino además y fundamentalmente, qué clase de jueces, fiscales y defensores queremos. Qué formación les exigimos, que grado de sensibilidad social es requisito para semejante responsabilidad. En fin, de una buena vez, tenemos que definir hasta qué nivel de profundidad estamos dispuestos a discutir con la única y esperable intención de lograr que la Justicia sirva inequívocamente al bien común. En la Argentina actual, a mi entender, no hay excusa para no hacerlo.
* Juez del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 1 de La Plata.
fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-214308-2013-02-21.html