Nunca antes la Justicia (o, dicho en términos terrenales, el Poder Judicial) había sido tema de debate político y cultural en la Argentina y pocas veces lo fue en otros lugares. Que un asunto del que siempre se encargaron pocos especialistas aparezca como eje de la discusión pública es un hecho único, uno más de los que se han ido eslabonando en la última década, donde todas las verdades inmutables son interpeladas, con irreverencia y pasión, con disputas de vecinos y con propuestas de alto vuelo, si se reformatea el par binario que presentó Ricardo Lorenzetti. El martes en la inauguración del año judicial, el miércoles y el jueves entre los autoconvocados de “Justicia legítima”, el viernes durante el discurso presidencial en el Congreso alentaba un clima fundacional, o constituyente, si no hubiera temor a la confusión. Así lo constató con asombro el juez de la Audiencia de Portugal y de la asociación de Magistrados Europeos por las Libertades, Antonio Cluny, quien dijo a sus colegas argentinos que nunca en el mundo había visto algo similar.
Orden de mérito
Esto es en parte mérito del gobierno, que en 2003 impulsó el saneamiento de los tribunales con la remoción constitucional de la mayoría automática de amigos, socios, parientes y encubridores que había sembrado el menemismo. También adoptó procedimientos transparentes y participativos para la designación de sus reemplazantes y del resto de los jueces federales, que Néstor Kirchner tomó del documento “Una Corte para la Democracia”, elaborado en lo peor de la crisis por siete organizaciones de la sociedad (que, pese a todos esos cambios, la Justicia siga siendo opaca y corporativa también le da la razón a la lógica central de aquel documento: el problema no es el mero reemplazo del personal; lo que no funciona es el sistema). Pero ningún liderazgo político hubiera acometido esa tarea de no haber existido una previa demanda social atronadora, relación de causa/efecto que vale para casi todas las políticas de la década. En 2002 sólo faltaron trece votos para destituir en juicio político a su presidente, Julio Nazareno, y cada semana ese tribunal abocado a tapar chanchullos y a reducir derechos y garantías recibía la visita de centenares de personas que incluían a sus miembros en la exigencia de que se vayan todos. Kirchner sembró en terreno bien abonado, como intenta hacer ahora Cristina. En el orden de méritos, no debe excluirse a la propia Corte Suprema, cuya nueva conformación es uno de los logros más valiosos de la crisis de fin de siglo. Bajo las sucesivas presidencias de Enrique Petracchi y de Lorenzetti, impulsó cambios positivos como fueron las políticas de transparencia (publicidad de la circulación de los expedientes; obligación del presidente de fijar fecha del acuerdo en que el Tribunal tratará los asuntos trascendentes; publicación de todas las sentencias y acuerdos en Internet e inclusión en las sentencias de los datos de las partes, de sus abogados y de los tribunales que intervinieron antes; creación de una base de datos con los abogados que actúan ante la Corte; audiencias con los jueces sólo con la presencia de la contraparte para evitar los alegatos informales; creación de un centro de información pública). La Corte también reglamentó el procedimiento para presentar amicus curiae y la publicación de un listado con los casos trascendentes donde la ciudadanía se pueda presentar y retomó el activismo judicial (que había ejercido entre 1983 y 1989) sobre algunas temáticas en las que sus fallos derivaron en leyes o decisiones políticas, como la actualización automática de las jubilaciones, que el Poder Ejecutivo envió al Congreso a raíz de un fallo del tribunal, la situación de las personas privadas de su libertad en la provincia de Buenos Aires o la limpieza del Riachuelo. Además identificó problemas que afectaban garantías en materia penal (casos Di Nuncio, Casal, Gramajo, Llerena), otorgó un mayor reconocimiento de la legitimación colectiva para la presentación de acciones judiciales, mostró formas atípicas de construcción conjunta de soluciones, entre actores estatales y no estatales, y defendió derechos de los trabajadores y de sus representantes sindicales. Del mismo modo, la realización de audiencias públicas en casos de gran importancia institucional se ha convertido en una práctica habitual y de apertura de la Justicia a la sociedad. En estos años emitió fallos clarificadores sobre el derecho a la interrupción del embarazo en casos no punibles y la tenencia de estupefacientes para consumo personal y profundizó la aplicación obligatoria del derecho internacional de los derechos humanos. Pero también es cierto que en casos de gran trascendencia la Corte quedó apresada en una maraña de intereses corporativos que la paralizó.
Estridente sonó
Sobra decir que la divisoria de aguas fue la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que el Grupo Clarín consiguió empantanar en los tribunales durante demasiado tiempo. Hace ya cinco años que la confrontación con ese holding que guía al conjunto del poder económico y de la oposición política ha sido el gran ordenador de todas las relaciones. En ese proceso, el gobierno ha recuperado cuotas importantes de poder político y electoral y ha definido con mayor precisión su rumbo y sus objetivos. Lorenzetti se pronunció varias veces contra la judicialización de conflictos que debería resolver la política, pero parece forzado considerar este pleito dentro de tal definición. Promulgada la ley en septiembre de 2009, la Corte dilató la definición todo lo que pudo. Pero la victoria de Cristina en 2011 acotó los márgenes para la actitud ambigua del tribunal, definición que Lorenzetti no acepta y propone reemplazar por posición de equilibrio. La decisión del gobierno de sincerar el conflicto, desnudando intereses de los camaristas en lo Civil y Comercial que se negaron a excusarse más allá de lo razonable y fallaron en propia causa, puso a la Corte en una encrucijada de la que salió por el peor camino: el respaldo ciego a los camaristas y la atribución al gobierno de todos los males. Lorenzetti habla de pluralismo y debates, pero actúa como si la Justicia fuera un cuerpo homogéneo y unido. No somos una corporación sino un poder del Estado, dijo en la cena de los magistrados, dando por hecho lo que debería ser pero no es. Por seguir esta ficción, terminó alinéandose con el sector tradicional que defiende privilegios estamentales y cuestionando como presión indebida recursos procesales y políticos que no son extravagantes en el procedimiento judicial. El gobierno tenía motivos bien fundados para recusar a varios de los camaristas y promover el juicio político de otros y ni aún así pudo impedir un fallo cantado en contra del interés general. Este abroquelamiento en defensa de la infalibilidad magisterial provocó la reacción inevitable en sectores judiciales muy significativos que no se reconocen en esa concepción monárquica y que trabajan en los tribunales sin perder conciencia de que hay un país allí afuera, del que provienen y al cual deben servir, por más que ellos mismos también formen parte de un sector privilegiado. Así nacieron las dos solicitadas de “Justicia Legítima” y la convocatoria que se concretó en dos inéditas jornadas en la Biblioteca Nacional esta semana. La descalificación de los asistentes como Jueces K es un reduccionismo burdo, que la oposición repite sin advertir que esas anteojeras hacen más escabroso su tránsito por la realidad. En primer lugar, porque un número llamativo de quienes orientan este movimiento tienen mayor afinidad con el radicalismo o con la izquierda, como Julio Maier, José Massoni, Alicia Ruiz, Beinusz Szmukler, Alberto Binder, Mario Magariños, Gustavo Bruzzone, Daniel Morín, Matilde Bruera o Luis Niño. De hecho, intentaron una movida similar en los primeros años del alfonsinismo, que no prosperó porque aquel gobierno eludió las batallas de fondo, y debieron llamarse a silencio ante el tsunami de la década siguiente, cuando el populismo de derecha se alió con los conservadores más reaccionarios para imponer una hegemonía nefasta. Si la propuesta presidencial de democratización reforzó la capacidad de convocatoria de este sector, la visibilidad de los defensores de una Justicia legítima brinda un sitio de arraigo a los proyectos de ley que Cristina anunció en el Congreso. Lorenzetti no parece haber comprendido el significado de esta convocatoria y sólo atinó a adelantarse 24 horas, celebrando en febrero el sesquicentenario que la Corte recién cumplirá en octubre. Más allá de los modos episcopales de su discurso, con un párrafo para cada audiencia, subestimó a Cristina, al dejarle la última palabra. Sentado en el Congreso nada menos que al lado de Daniel Scioli, escuchó los proyectos presidenciales sobre la Justicia con la mirada perdida de incredulidad, como George W. Bush una mañana de septiembre de 2001 en una escuela primaria de Florida. En cambio, su colega Raúl Zaffaroni escuchaba con aire de satisfacción. Sólo Facundo Moyano parecía más ensimismado que Lorenzetti: debe costarle entender cómo llegó a quedar en la vereda de enfrente de un proyecto político con el que no tiene diferencias conceptuales de fondo. El hermetismo del juez no permite saber con certeza si sus razones son tan distintas. En todo caso, su retorno a posiciones más razonables no debería resultarle tan difícil como al hijo del camionero.
El reencuentro
Con más de mil participantes a lo largo de dos jornadas, la Biblioteca Nacional presenció un reencuentro muy interesante. Había referentes muy fuertes del garantismo (que Cristina desdeñó el viernes en el tramo menos feliz de su prédica judicial), pero sin la ingenuidad que en el pasado caracterizó su relación con la política, y representantes de las nuevas camadas, con menor presencia de las justicias provinciales. Además de la Procuradora General Alejandra Gils Carbó, que abrió las jornadas con el mejor discurso, y de la Defensora General Stella Maris Martínez, que las cerró, estuvieron entre los referentes explícitos los fiscales Jorge Auat, Félix Crous y Javier De Luca, que no por casualidad han actuado en causas por crímenes de lesa humanidad, igual que el juez Mario Portela; la integrante del Superior Tribunal porteño Alicia Ruiz y el juez de Casación Alejandro Slokar. Gils Carbó se posicionó como jefa de los fiscales, con líneas de análisis económico aprendidas de su director de maestría en Flacso, Eduardo Basualdo, orientada en forma muy explícita a la batalla contra las corporaciones, que durante años libró en las condiciones más desventajosas como fiscal ante la Cámara del escándalo. Pero también mencionó la responsabilidad del Estado en la afectación de derechos y las posibilidades del ministerio público en la defensa de esos “intereses generales de la sociedad” como le encomienda el artículo 120 de la Constitución. La ausencia de la Procuradora y de la Defensora General en el acto de Lorenzetti completaba el mensaje. El valor de los paneles fue muy desparejo, pero en todos prevaleció una saludable horizontalidad, estilo democrático y apertura hacia ese país que queda fuera de los tribunales. De ese modo se discutieron cuestiones que no están en la agenda convencional, como los mecanismos de ingreso a la Justicia, los sistemas de promociones y disciplina; la independencia no sólo del poder político y los poderes fácticos, sino también dentro de la estructura judicial; la necesidad de transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana. No sólo se cuestionó el ingreso de los empleados sin exámenes, sino también la precarización laboral, con abuso de interinatos y pasantías. Se criticó la estructura jerárquica, que no distingue por responsabilidades y excluye la horizontalidad que primó en el encuentro. La oralización de todos los procedimientos y la televisación de audiencias fueron señaladas como paso previo al juicio por jurados en todos los fueros. También se planteó el registro estadístico de la gestión, la adopción de un lenguaje llano que torne popular e inclusivo el discurso judicial, suprimiendo el anacrónico trato honorario; la publicidad de la agenda de los jueces para que se conozca con quiénes se reúnen y el conocimiento del destino de lo recaudado con la tasa judicial. Hubo propuestas sobre la contención a las víctimas, que por lo general carecen de información sobre a dónde pueden acudir; la participación de la sociedad en el consejo de la magistratura y la extensión de estos debates a las provincias. Parecía que acabara de producirse el big-bang y el magma aún ardiera, antes de adquirir su nueva forma.
Los proyectos
En el discurso más extenso de su gobierno, Cristina dejó para el final sus propuestas de democratización judicial y anunció el envío de varios proyectos de reforma. Algunos reflejan las propuestas de Justicia Legítima, como el acceso a la carrera por examen, la publicidad en Internet de las declaraciones juradas de todos los jueces y el registro de causas que permita saber al instante dónde y en qué etapa está cada expediente. Esas saludables medidas de transparencia deberían completarse con la siempre postergada ley de acceso a la información pública que obligue a los tres poderes. Ninguno de sus anuncios corporizó los fantasmas de la reforma constitucional, la elección popular de los jueces o la limitación temporal de sus mandatos. En cambio sorprendió con la idea de someter al voto de la sociedad la designación de todos los integrantes del Consejo de la Magistratura, incluyendo a los jueces y los abogados; la creación de tres nuevas Cámaras Federales de Casación en los fueros Civil y Comercial, Contencioso Administrativo y Previsional y Laboral; la reglamentación de las medidas cautelares para que no puedan oponerse al Estado en casos de mero contenido patrimonial; la fijación de plazos para los pronunciamientos de la Corte Suprema y el cambio de la responsabilidad del Estado. Ninguna opinión definitiva puede adelantarse sin conocer la letra de los proyectos, pero todos exhalan un aroma que a algunos les huele a democratización y a otros a politización. Ninguno muestra a priori ostensibles vicios constitucionales y varios tienden a destrabar el funcionamiento judicial. La Constitución no dice que los jueces y los abogados deban ser elegidos sólo por sus pares ni hay motivos institucionales para descalificar la participación ciudadana en ese proceso. Sí hay razones políticas, como se aprecia en los reparos de políticos, periodistas y académicos de la oposición que, como les corresponde, se oponen. Lo mismo vale para la anunciada creación de una tercera instancia de Casación en cada fuero, que puede servir para cortar los nexos espurios entre las Cámaras de Apelaciones y la Corte Suprema y reservar para el máximo tribunal las causas propias de una Corte Constitucional, variable con todas las ventajas de la que proponía Zaffaroni y ninguna de sus contraindicaciones, ya que la Corte seguirá teniendo la última palabra. Pero el proceso de selección de los nuevos jueces de Casación será más lento y complejo de lo que suponen los titulares estridentes de la prensa del sábado, como lo demuestra el caso de la Cámara Nacional de Casación Penal en causas ordinarias, creada hace cinco años y nunca constituida. El proyecto sobre el que menos se sabe es el de responsabilidad del Estado por hechos ilícitos, ya que circulan dos versiones distintas: la de la Comisión Redactora del Anteproyecto de Código Civil, que permite demandar al Estado como a cualquier particular, y la del ministerio de Justicia, que somete esa responsabilidad a las normas y principios del derecho administrativo. Cualquier norma debería contemplar la reparación integral a las violaciones a los derechos humanos, que para la Corte Interamericana no se limita a una indemnización compensatoria, sino que abarca la restitución al estado anterior de la violación, la rehabilitación, y las medidas para que no se repitan. El proyecto ministerial no es la solución más tranquilizadora para los ciudadanos privados de su libertad, que son víctimas habituales de tales abusos. Tanto los planteos de Justicia Legítima como los de CFK tienden a incidir en la relación institucional entre el poder político y el sistema de Justicia, pero poco dicen sobre la respuesta de la Justicia a los diversos conflictos propios de la exclusión social y la violencia, para que la ética del respeto a los vulnerables no se confunda con la doctrina Tenembaum-Lanata sobre el más débil. El mismo Estado endeble frente a los poderes fácticos es todopoderoso ante las víctimas de Once, Cromañón, la violencia institucional. En este punto, Lorenzetti sí tiene algo para decir. Tal vez pocos pasos bien meditados bastarían para salvar lo que hoy parece un abismo.
fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-214965-2013-03-03.html