La presidenta de la Nación ha anunciado el próximo envío de un proyecto de ley, con la alegada pretensión de «democratizar la justicia». Frente a esta iniciativa se alzan importantes voces, alertando sobre el peligro de llegar a politizar a la «Justicia», como ha ocurrido recientemente con una Comisión de la Conferencia Episcopal de la Iglesia Católica. El propósito de estas breves reflexiones es contribuir a un debate que hasta el momento solamente se daba en algunas aulas académicas, pero rara vez se lo instalaba en los ámbitos políticos, como felizmente ahora ocurre. La utilización de frases hechas y grandilocuentes, no contribuye a la eficacia del intercambio de ideas. En realidad, cuando se hace referencia a «democratizar la justicia», se trata de dotar de mayor legitimidad política a una de las funciones en que se divide el poder de quienes se supone que deben representar a la soberanía popular. En el debate tiene que aparecer necesariamente un paradigma de juez, que sirva de ejemplo y guíe las futuras elecciones de magistrados. Se pone en discusión quiénes eligen a los jueces y quiénes deberían ser elegidos.

La aristocracia judicial. Si la democracia es simplemente el gobierno de todo el pueblo, o mejor de lo que decidan las mayorías, es hora de reconocer, que en el ámbito del poder judicial, ello no se verifica. Históricamente la «casta de los jueces» se componía de los primos «pobres», de aquella oligarquía que se dispuso a gobernar el país para beneficio de unos pocos, en la década de los ochenta del siglo XIX. Fueron esos jueces los que convalidaron los golpes de Estado militares, cuando se interrumpían los períodos democráticos, desde 1930 hasta 1976. Conformaron aquel poder judicial que en lugar de controlar si se aplicaba la Constitución, rechazaban sistemáticamente todo intento de que se declaren inconstitucionales aquellas leyes que no se inspiraban en su ideología republicana. Por supuesto que renegaban de la actividad política, que la consideraban ajena a sus funciones asépticamente jurisdiccionales. Ese poder judicial sigue manteniendo sus estructuras jerárquicamente verticalizadas, que le resulta útil a la hora de disciplinar a todos los jueces inferiores. La ideología de los «apolíticos». En lo que hace al funcionamiento de los procesos penales, para dar un ejemplo muy concreto y que en nuestra provincia adquiere dramáticos ribetes por su atraso, los jueces, salvo honrosas excepciones, han contemplado pasivamente, cómo se instalaba un sistema inquisitivo que repugna a los principios constitucionales, y que hoy todavía sigue vigente. Pero esa actitud de tolerar las inconstitucionalidades y negarlas cuando se las denuncia, no es porque no tengan ideologías, sino todo lo contrario. Tienen una ideología contraria a la que refleja y fundamenta nuestra Constitución. En todas las épocas, los jueces tuvieron su compromiso ideológico, más o menos racionalizado, más o menos transparente. El juez «apolítico» es uno de los mitos que pretende instalar la ideología que quiere un Estado manejado por pocos en beneficio de otros pocos. Lo que ha venido sucediendo es que la gran mayoría de jueces y funcionarios, estuvieron siempre de acuerdo con las políticas económicamente liberales de los diferentes gobiernos, incluidos los de facto, de allí su pasividad y falta de iniciativa en exigir el cumplimiento de los postulados constitucionales, sobre todo aquellos que se inscriben en los derechos humanos y se consagran definitivamente con la reforma de 1994. El problema permite ver el trasfondo ideológico. Mientras los planes de los otros poderes partían de esa visión conservadora, el poder judicial silenciosamente acompañaba, pero cuando no fue así comenzó la tensión y aparecieron los problemas que permiten desnudar la cuestión ideológica de fondo. Los jueces se muestran faltos de legitimidad política, porque no la tenían ni la supieron adquirir en el ejercicio de sus funciones. Ello es precisamente lo que se quiere corregir. No se trata de que el poder judicial se someta a los designios de los otros poderes, ni que los jueces pasen a afiliarse a los partidos políticos, sino que acompañen los planes de gobierno progresistas y reformadores, convalidando las leyes que se dicten para que puedan tener vigencia, como lo pretende la Constitución. Si cualquier juez puede declarar la inconstitucionalidad de una ley, aunque la última palabra la tenga la Corte, resulta fundamental que la misma legitimidad política que se tuvo para su dictado se la tenga a la hora de analizarla en un tribunal. Cuando existe una misma mirada sobre los conceptos que utiliza la norma, la vigencia no va a sufrir inconvenientes. Si al generarse la ley y luego promulgarse, los miembros del poder legislativo y ejecutivo, la consideraron constitucional, es esperable que lo mismo ocurra en el ámbito judicial. Además y como consecuencia directa de ello se avanzará hacia el ideal de respetar la voluntad soberana del pueblo, que en realidad es el recipiendario del poder político y que se expresa en las elecciones. No olvidemos a fiscales y a jurados. Párrafo aparte merece la legitimación del origen en la elección de fiscales, lo que perfectamente podría ocurrir mediante la elección popular directa, ya que son los representantes de la sociedad, que ejercen el poder penal llevando a cabo las políticas criminales que se diseñan en otros ámbitos. Ese es uno de los temas todavía no debatido suficientemente, tal como ocurre con la necesidad de implementar definitivamente el funcionamiento de los jurados populares. Precisamente el jurado, que reclama la Constitución desde sus orígenes, permite la participación del pueblo en la función judicial, tarea que de lo contrario queda exclusivamente limitada a los abogados. Si de democratizar se trata, cumplamos con la Constitución y pongamos a funcionar a los jurados, por lo menos en los juicios criminales importantes por su gravedad.

Política, idoneidad y poder. La actividad política, para lograr el poder, ejercerlo y mantenerlo, siempre supone una ideología, que va a permitir determinada visión sobre el funcionamiento del Estado, sobre el lugar que debe tener la vida y la dignidad del hombre frente a tantos intereses que afectan su desarrollo integral. Un juez debe tener una importante formación filosófica para poder reflexionar sobre los valores que aparecen en los conflictos que resuelve. Ello no es solamente consecuencia de una sólida formación jurídica, sino antes que ello, un presupuesto fundamental en su capacidad de análisis. Los abogados que pretenden ser jueces y se inscriben en los concursos, deben tener presente que acceden a un puesto político, porque van a ejercer un poder y deberán trabajar a diario para mantenerse en el cargo, sin ceder jamás en sus convicciones. Claro que los jueces deben tener inamovilidad en sus cargos, lo que de ninguna manera les impide pagar el impuesto a las Ganancias. Sería inconcebible que tuvieran un período de duración, porque los procesos judiciales seguramente no coincidirían. Ahora bien, si para ser elegidos a ocupar tan importantes funciones políticas se debe reunir idoneidad como lo reclama la Constitución, además del título de abogado, sería muy bueno que se aumente la intervención del pueblo. Se trata de que los partidos políticos presenten sus candidatos a miembros del Consejo de la Magistratura encargado de la selección y sin perjuicio de respetar la conformación a que alude el artículo 114 de la Constitución. Precisamente esa ley especial del Congreso que debe ser sancionada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada cámara, es la encargada de regular la conformación de los miembros del Consejo de la Magistratura, que no sólo selecciona a los futuros magistrados sino que además tiene a su cargo la administración del Poder Judicial. Ya tendremos oportunidad de analizar en detalle cómo se proyecta la mentada democratización, pero por ahora señalemos como valioso que existan representantes específicos dedicados a estudiar los candidatos a jueces y no como hasta ahora, que son los mismos diputados o senadores los que concurren al Consejo.

Compromiso e imparcialidad. No eludamos la necesidad de opinar sobre el perfil del futuro juez. Contrariamente a lo que proclaman quienes tienen miedo por los anuncios presidenciales, un juez debe ser un hombre sumamente politizado, con un fuerte compromiso ideológico, que asegure su respeto por la voluntad popular que indirectamente ha decidido su designación. Un juez que resuelva según sus convicciones y no como lo indica la tapa de los diarios o los noticieros de televisión. Que defienda los postulados constitucionales, para impedir que nadie sea juzgado sin respetarle su derecho de defensa, que el juicio sea público para que todos puedan conocer de qué se trata y que se limite a ocupar el lugar de tercero imparcial que se les ha asignado, dejando a las partes que se ocupen de probar sus afirmaciones.

Ideologías o patologías. Ese compromiso ideológico, no debe confundirse con los presupuestos éticos que obviamente conforman los presupuestos del obrar humano. Es muy común que en lugar de discutir ideologías, se mezclen cuestiones previas que tienen otra estructura, aunque también partan de falencias en la educación. El debate entonces se transforma en patológico en lugar de ideológico. Si pasamos a hablar de la corrupción, esta puede encontrarse en el obrar de cualquier persona, sea de izquierda, de centro o de derecha, sea diputado, juez o simple ciudadano. Es otro el enfoque y no debemos confundirnos. Un juez que resuelve conforme la presión de alguna de las partes, aunque una de ellas sea nada menos que el Estado, no lo hace por su politización, sino simplemente porque es un corrupto y como tal debe ser separado de su cargo, porque el principal presupuesto de su función, es su ética. A partir de su comportamiento honesto, vale analizar su compromiso ideológico con el Estado de Derecho y los planes de gobierno que pretenden respetar la voluntad popular expresada en las urnas. Tan patológico es considerar que un juez llegará a someterse a los designios del Poder Ejecutivo, como pensar que éste instrumenta un proyecto para conseguir someter a todos los miembros del Poder Judicial para que resuelvan conforme sus deseos particulares. La mayor patología se encuentra en quienes consideran a la actividad política como algo deleznable.

Democratizar, una decisión política. La proclamada independencia del funcionamiento del poder judicial no debería constituir a éste en un lugar donde se produzcan discursos autónomos, ajenos y contradictorios con los postulados de un gobierno que pretende interpretar la voluntad del pueblo que lo ha elegido. Por ello, más allá de las buenas intenciones de aquellos jueces que se reunieron días pasados en la Biblioteca Nacional, y que sacudió fuertemente la estructura corporativa no acostumbrada a los debates y menos a la autocrítica, lo cierto es que la decisión de democratizar el funcionamiento del poder judicial no puede depender de la voluntad de sus integrantes. Muy mal final se puede pronosticar si se tolera que los propios miembros del Poder Judicial decidan su composición, situación que un reconocido jurista calificara como de hermafroditismo institucional.

El cambio reclama importantes modificaciones legislativas, que deben adoptar legítimamente los representantes del pueblo. En ese sentido el camino tomado por la presidenta aparece como el correcto y digno de imitar en Santa Fe, donde también es necesario mejorar la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura, para agregar mayor participación popular. No se puede estar en contra de que existan más elecciones, más democracia, o sea que participen todos y no solamente los abogados, en decidir quiénes serán los miembros del futuro poder judicial. En definitiva, que la elección no sea exclusivamente académica como suele acontecer, y se le brinde mayor atención a la formación ideológica del candidato.

fuente http://www.lacapital.com.ar/opinion/Los-jueces-son-politicos-20130311-0020.html