MARTÍN LOZADA (*)

Ha quedado afortunadamente instalada la inquietud acerca del rol de los Poderes Judiciales en las sociedades democráticas contemporáneas, ya sea en torno a los modos de elección, sanción y remoción de los jueces, su adecuación republicana, así como de la necesidad de introducir reformas en la cultura judicial.

Sin embargo, podría ocurrir que el llamado a «democratizar» fuese efectuado ateniéndose a necesidades políticas formuladas por grupos hegemónicos en razón de intereses coyunturales y episódicos. Ello sucede cuando ciertos actores llaman a la «democratización» del Poder Judicial en ocasión de tener frente a sí una o varias sentencias judiciales que no resultan conformes a sus intereses o expectativas.

Ante un supuesto tal es posible advertir que la intención latente no es democratizar ninguna dinámica institucional en particular sino tan sólo ejercer presión para que los jueces fallen en un sentido determinado. Entonces el camino no conduce sino a un puerto impreciso, marcado por la ambigüedad y la falta de coherencia entre el mensaje emitido y aquella finalidad a la que en realidad se apuntó al efectuarlo.

Distinto es el caso de enfoques menos oportunistas, podríamos decir, más estructurales y sistémicos, preocupados por los desajustes de los Poderes Judiciales frente a las expectativas ciudadanas. Perspectivas que parten de la base de que el campo judicial ha venido siendo colonizado a fuerza de un conservadurismo crónico, merced a mecanismos de reclutamiento de funcionarios con un marcado acento de clase y a una cínica pretensión de neutralidad ideológica.

Ahora bien. Partiendo de la base de que la discusión y el debate en torno a la llamada «democratización» de los Poderes Judiciales merecen espacio y profundización, cabe preguntarnos a qué nos referimos cuando hablamos de democratización en el ámbito judicial.

Y ello por cuanto se trata de uno de los poderes del Estado cuyos miembros no son elegidos por el voto popular. Si esto es así, y si los ciudadanos no ejercen controles directos sobre lo que ocurre en dicho campo, es necesario plantearnos cómo y de qué modo un poder tal, ajeno a la dinámica democrática tradicional, puede adquirir legitimidad en el ámbito del Estado democrático de derecho.

Está claro, entonces, que en principio «democratización» no se refiere a la designación de los jueces conforme el sufragio popular, con los controles periódicos que esa expresión trae consigo. ¿Cómo pueden entonces las ciudadanas y los ciudadanos, así como los grupos sociales, incidir en la conformación de los modelos judiciales, en la determinación de sus prioridades y orientación, en la selección y control de sus funcionarios?

Una de las fórmulas posibles para lograr la adecuación democrática de tales poderes quizá consista en revelar los estrechos vínculos existentes entre el derecho aplicable y el poder, dejando entrever su no neutralidad y su intrínseca dimensión política. Reconocer que la ley no es en realidad igual para todos y que su aplicación dista de resultar imparcial. Que en muchos casos los jueces suelen ser obedientes custodios del orden establecido, aun cuando aquél contradiga de plano los mandatos constitucionales.

En ese sentido, cabría también visibilizar la existencia social de grupos históricamente vulnerables y postergados. Entre ellos, muchas minorías étnicas y sexuales, discapacitados, inmigrantes y en muchos casos también las mujeres, los ancianos y los menores de edad. Tal como lo plantea Roberto Gargarella, dichos grupos no solamente se ven frecuentemente exceptuados del debido trato que se merecen sino que, más grave aún, suelen ser objeto de riesgos y amenazas particulares capaces de menoscabar su ya debilitada integridad como sujetos de pleno derecho.

De modo que no resulta ingenuo preguntarnos en relación a cuáles son los cambios jurídicos necesarios para asegurarles un trato justo. Y, de modo más general, cómo hacer para que los sistemas judiciales resulten sensibles a las múltiples voces presentes en la sociedad de nuestros días.

Un pluralismo que se haga eco de dichas asimetrías fácticas en el ejercicio de los derechos y del poder lleva a postular el diseño de Consejos de la Magistratura que resulten suficientemente representativos de las particularidades de las sociedades actuales: heterogéneas, complejas, dilemáticas e integradas por individuos y grupos que, en ocasiones, poseen marcados disensos e intereses entre sí.

Un Consejo tal ya no debería ser el foro capaz de integrar a representantes de las mayorías, tal como sucede con los legisladores, y a mandatarios de los Colegios de Abogados, con sus muy puntuales intereses sectoriales, sino, en cambio, a un colectivo que también incluya a otros sujetos sociales.

Así podría suceder con representantes de los trabajadores judiciales y sus sindicatos, con docentes de las universidades nacionales con desempeño en la región de que se trate, con los miembros rotativos de ONG e, incluso, con la representación de ciertas minorías legislativas y de sectores sociales tradicional e históricamente postergados, como podrían resultan los miembros de pueblos originarios.

Una integración que resulte coherente con la defensa de un pluralismo asimétrico y la protección de los derechos de los grupos más vulnerables de la sociedad, capaz de conceder voz y voto a quienes por motivos históricos y razones socio-económicas han venido careciendo de ellos.

En todo caso, la cuestión radica en verificar si, cuando de democratización en la arena judicial se trata, es posible ir más allá de la retórica y los buenos deseos. Si acaso las inercias que suelen adormecer a la burocracia del sector y la frecuente ausencia de un pensamiento crítico no complotan contra la necesidad de renovar nuestra cultura jurídica e institucional.

 

(*) Juez Penal. Bariloche

 

 

fuente http://www.rionegro.com.ar/diario/democracia-y-poder-judicial-1104032-9539-nota.aspx