El inicio del Año Judicial 2013 es una buena oportunidad para reflexionar sobre la institucionalidad de los poderes judiciales en el tiempo actual. Al respecto, nada más apropiado que recordar las palabras esclarecidas de Luigi Ferrajoli. Dice el eximio maestro que la función judicial es una garantía de todos los ciudadanos, incluso frente al mismo gobierno representativo. Porque el Poder Judicial, al contrario que el Poder Ejecutivo o el Legislativo, debe juzgar en nombre del pueblo, pero no de la mayoría, para la tutela de la libertad y de los derechos; y por eso los poderes judiciales se configuran como un contra﷓poder; en un doble sentido: tiene encomendado el contralor de legalidad, de la validez de los actos legislativos, como también los actos administrativos y la tutela de los derechos ciudadanos.

Para poder hacer un balance sobre los poderes institucionales debemos dejar en claro que el orden social y la institucionalidad resultan particularmente problemáticos en las democracias. Porque si no se comprende el nudo problemático de la democracia no podrán entenderse aspectos trascendentes que tienen que ver con la judicatura.

La democracia, que alteró la sucesión monárquica del poder, es un régimen complejo desde su mismo origen. En ella el ordenamiento social ya no es el resultado de una identificación unánime con valores trascendentes que descienden de una figura soberana. Por el contrario, esa invención extraordinaria dice que el poder nos pertenece a todos los ciudadanos y nadie puede pretender apropiarlo para sí. Y ocurre que este poder difuso –si ha de ser de todos– solo puede viabilizarse a través del imperio de la ley como único modo de contener la arbitrariedad.

El imperio de la ley constituye así, desde entonces, el problema central del ordenamiento democrático.

En ese sentido, no puede ignorarse el descreimiento ciudadano en la efectividad de los poderes institucionales. Es que cuando el cúmulo de expectativas que el sistema democrático alienta no puede ser contenido por los poderes institucionales hay una insatisfacción que corroe y deslegitima el sentido mismo de la legalidad que los poderes institucionales encarnan. Y si nos atrevemos a mirar lo que ha sido del imperio de la ley y de las seguridades ciudadanas en nuestras democracias, hay ciertos datos que con contundencia nos muestran las contradicciones. En las democracias latinoamericanas los sectores más favorecidos vivimos en promedio un 50 por ciento más que los sectores marginados. Es decir, los ciudadanos convivimos con una flagrante exclusión social, que nada tendría que ver con la «libertad, igualdad y dignidad» proclamada en las normas fundamentales.

Pero en estas democracias delegativas nada pareciera inmutarnos o conmovernos lo suficiente para que todos intentemos cambiar este estado de cosas, y nos tranquilizamos mediante el mecanismo de adjudicar únicamente a las instituciones formales de la política la responsabilidad. Y así la generalizada crítica sobre los poderes institucionales es algo normal entre la ciudadanía.

De allí que tengamos una visión ambivalente acerca del orden social. Porque si nos preguntamos: ¿Creemos que es injusta la situación de marginación y exclusión social? Casi un 80 por ciento dice que sí, que esto está mal. Pero cuando, a renglón seguido, se confronta esta respuesta con algo que tenga que ver con «nuestro propio lugar» y preguntamos: ¿Creemos que los méritos y recompensas sociales están bien asignados? En igual porcentaje también contestamos que sí. Y esta es la paradoja: no reconocer que los males que nos aquejan pueden originarse en aquello mismo que aceptamos.

Así, en una natural deslegitimación de las instituciones políticas, por sus fallas, la democracia del consenso es la democracia del descontento que los medios de comunicación amplifican.

En este ambiente de exclusión, de inseguridad y descreimiento muchas personas relajan sus inhibiciones de transgredir la ley, y quienes no están contenidos de ningún modo en el orden social irrumpen en conductas delictivas y violentas. Esta legalidad vaciada de contenidos y de efectividad es justamente el nudo y dilema de la tensión contra﷓fáctica con la cual se encuentran los magistrados, que como último resorte deben receptar las múltiples frustraciones ciudadanas.

Y en esta distancia entre normas y realidades, cuando los jueces asumen lo que ocurre, también asumen el dilema de una tensión fundamental. Dilema de estar conminados a realizar los valores de la justicia constitucionalmente establecidos, que hace a la esencia de su rol, y compelidos a la misma vez a cumplir con el mandato de la tradición jurídica que espera de ellos el apego estricto a una ley (que se presenta aséptica y neutral).

De allí las disputas que suscitan y los interrogantes inevitables acerca de la objetividad de la jurisdicción. En este sentido, dice Boaventura de Souza Santos que la independencia de los jueces solo se constituyó en un problema cuando los jueces decidieron hacerse cargo de la promoción de los derechos consagrados en las Constituciones para garantizar una protección equitativa. Porque el dilema de juzgar implica hacerse cargo de la politicidad que emana de la Constitución, y que deposita en los juzgadores la pesada carga de asegurar la efectividad de su vigencia.

Para asegurar esa efectividad constitucional y el equilibrio de los poderes, en resguardo de la ciudadanía, no es extraño que en ciertos casos las decisiones judiciales anulen los actos de los otros poderes del Estado, llegando incluso a declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Mas debe quedar claro que una cosa es que la magistratura tenga poder de control sobre la política y sobre los restantes cuerpos políticos, y otra que se pretenda la juridificación de las decisiones políticas.

Eugenio Zaffaroni, en su estudio de las estructuras judiciales, prevenía a los jueces de ser utilizados como válvulas de escape de cuestiones de las que el sistema político no puede hacerse cargo.

También en nuestras democracias hemos visto aparecer nuevas formas de violencia sobre cuyas verdaderas causas raramente se indaga o reflexionamos, pero de las cuales se responsabiliza únicamente a los poderes del Estado, y particularmente al Poder Judicial.

Por eso también es bueno referirnos a la democracia y a la violencia. En nuestras sociedades, los fenómenos de despersonalización, de pérdida de identidad y anomia hacen explicables nuevas formas de violencias destructivas y autodestructivas (homicidios, suicidios, adicciones con su zaga delictiva y autodestructiva, violaciones, destrucción de escuelas, riñas barriales y de grupos en colegios, graves accidentes) que, multiplicadas por los medios de comunicación, se constituyen en el lugar privilegiado para una escenificación interminable de la violencia. Y, la más de las veces, presentada en el marco de un banal entretenimiento que la «normaliza».

Es que en nuestra civilización de las imágenes excita tanto la pulsión de ver como la pasión de aparecer, no pudiendo negarse el rebote inocultable que hay entre una realidad violenta que necesita mediatizarse y una mediatización que provoca y estimula esa misma realidad.

Recordaba el conocido experto en comunicación Alberto Quevedo que, en una entrevista de investigación de la UBA, un pibe en conflicto con la ley explicó que «la televisión nos enseña todo: cuando viene la tanda publicitaria nos dice lo que debemos tener y cuando viene la serie policial sabemos cómo conseguirlo».

Y a todo este problema estructural y cultural, cuyas raíces no se asumen, se pretende enfrentar solo con el sistema punitivo penal y con exigencias exacerbadas que recalan en los poderes judiciales.

Por eso el Poder Judicial tiene que dar respuesta e intentar reconstruir y reparar las tragedias e historias que están por detrás de los casos penales, aun de los que parezcan más perversos, y dar satisfacción a las víctimas. Para ello necesitamos jueces y magistrados alejados de una cultura inútilmente leguleya y artificiosa, que tengan capacidad crítica para la reflexión y para interiorizarse de la realidad. De la realidad en que vivimos y de la que está detrás de cada caso. Porque si no se comprende y conoce la realidad, ¿cómo puede decirse que se conoce el derecho?

Necesitamos magistrados formados y ciertamente necesitamos que «los tengamos», que «se designen» y que las vacantes se cubran en el más breve plazo. En este sentido, aguardamos la concreción inmediata de todo el nuevo sistema procesal penal, rescatando el esfuerzo que todos hemos puesto en este Poder Judicial y el grado de acuerdo alcanzado con los restantes poderes.

Ante todas estas complejas vicisitudes del orden social y legal, es particularmente necesario que la magistratura pueda seguir aquilatando los símbolos de autoridad e imparcialidad de sus decisiones. Solo así podrá contribuir a la consolidación de una cultura constitucional que pueda proteger con eficacia a los mas débiles y garantizar las seguridades que todos reclamamos.

*Presidenta de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe.

 

 

fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/22-38151-2013-03-22.html