Un revuelo repentino quebró la calma en la Cámara de Casación Penal la semana pasada. “En cuanto Bergoglio le dé la orden a Cristina, ¡esto se termina!”, gritaba por los pasillos un hombre entrado en años. Era Ricardo Lona, un ex juez federal de Salta, quien podía vislumbrar que el alto tribunal penal estaba a punto de correr el manto de impunidad que lo amparó durante años. En efecto, los camaristas de la Sala II de Casación se aprestaban a revocar su sobreseimiento en dos investigaciones donde se lo acusa de haber cooperado con el aparato represivo de la última dictadura, archivando en forma sistemática las denuncias sobre secuestros, torturas y desapariciones que recibía. Pero Lona venía acostumbrado a salir ileso de todos los procesos en su contra, como en el juicio político que tuvo en 2004 y las sucesivas causas penales sobre su función en el terrorismo de Estado, donde lo sostuvo hasta ahora una sólida red de ayuda de la corporación judicial. Con distinto elenco pero igual espíritu, esa red aún ampara a muchos otros jueces cuestionados por razones similares.
El avance de los juicios contra represores permitió apreciar un mapa cada vez más completo de cómo funcionó el régimen dictatorial. La llamada “complicidad civil” ganó visibilidad. Hoy existen decenas de acusaciones contra jueces, secretarios, defensores y fiscales por variadas formas de participación en el terrorismo de Estado, que incluyen desde haber cerrado automáticamente toda denuncia sobre secuestros, tormentos y asesinatos, o haber presenciado sesiones de tortura y hasta están los que fueron agentes de inteligencia. Junto con todas esas revelaciones también han quedado en evidencia los mecanismos del Poder Judicial para protegerse a sí mismo ante imputaciones que implican delitos tan graves, que no prescriben. Los jueces que van a juicio por ahora son la excepción. Más aún: están los que siguen ocupando juzgados. Basta repasar las noticias recientes para corroborarlo.
Lona quizá lanzó amenazas en tribunales como manotazo de ahogado (“¡Esto se termina!”), pero pareciera que algo aún lo hace confiar en la protección no sólo judicial sino eclesiástica.
En el encuentro del movimiento Justicia Legítima a fines de febrero, jueces, fiscales, defensores y académicos hablaron mucho de quitar los resabios que dejó la última dictadura en la Justicia. El debate aludió a los jueces nombrados en los años de plomo, pero también a la maquinaria judicial que protege a los que van quedando acusados. Y que lo hace con artilugios para dilatar el enjuiciamiento, pero también perpetuando esquemas de razonamiento disfrazados de teorías sofisticadas que ignoran el derecho internacional que resguarda los derechos humanos.
Ese día, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, conmovió al contar cómo al buscar a su nieto el entonces juez de menores Gustavo Mitchell le mandó a decir que no insistiera porque “podría terminar en una zanja”. Mitchell fue camarista hasta fines de 2011. Desde mucho antes, el juez Norberto Oyarbide da vueltas en la causa que lo vincula con la entrega de hijos de desaparecidos.
Surfear con amigos
Lona es un ejemplo de quien sorteó con bastante comodidad los problemas judiciales fruto de su actuación antes y en dictadura. Era camarista cuando le abrieron el juicio político, en 2004. Se lo enjuició por haber consentido y jamás investigado la Masacre de Las Palomitas, el fusilamiento de once presos políticos a un costado de la ruta 34, trasladados desde el penal de Villa Las Rosas en julio de 1976. Lona había recibido reclamos de los familiares de los detenidos, incluso previos a la masacre, que ignoró. Gracias a los jueces que integraban el jury –entre ellos el ex supremo Augusto Belluscio– se salvó. Se puso de abogado al ex camarista del Juicio a las Juntas Andrés D’Alessio. Logró que declarara en su defensa el juez de la Corte Enrique Petracchi, y que un amigo suyo, Enrique Paixao, ex secretario de Justicia de Raúl Alfonsín, asumiera la defensa tras el fallecimiento de D’Alessio. El Gobierno le aceptó la renuncia tras la absolución.
Lona fue imputado después en causas penales por los asesinatos de Las Palomitas, por el secuestro y la desaparición del ex gobernador de Salta Miguel Ragone, y por otros once casos de desapariciones y homicidios que cerró sin investigar. Pero en su provincia llegaron a excusarse por amistad o afinidad con él 67 funcionarios judiciales, entre jueces, abogados y secretarios que iban siendo designados sucesivamente como subrogantes.
Al final, los que aceptaron juzgarlo, lo acusaron de encubrimiento y prevaricato (fallar intencionalmente contra derecho) como si fueran delitos comunes ajenos al contexto de violaciones a los derechos humanos del régimen dictatorial, que prescribían. El fiscal de Casación Javier De Luca advirtió que fue un “verdadero escándalo jurídico”. La sala II revocó esta semana su sobreseimiento en una causa, y ya lo había hecho en la de Ragone, mientras la Corte mandó juzgarlo por Las Palomitas. Como jugada final, su abogado Paixao renunció para seguir dilatando, pero ante la maniobra, Casación le prohibió dejar la defensa y a Lona salir del país.
“Tratamos de ir destejiendo la madeja. Hay gente que recién está empezando a contar cosas, como una mujer que declaró que Lona le rompió un hábeas corpus en la cara”, explicó a Página/12 el fiscal Horacio Azzolin. “A Lona lo protege, por acción u omisión, gente que él mismo dejó nombrada en el Poder Judicial. El que era el segundo jefe del regimiento de exploración de caballería, Joaquín Cornejo Alemán, imputado por crímenes de lesa humanidad, declaró en el jury que es su íntimo amigo. Su hijo es oficial de justicia de la Cámara de Salta”, ilustró Azzolin.
Con la toga puesta
En el juicio por los crímenes de La Perla, en Córdoba, una sobreviviente de ese centro clandestino volvió a mencionar el jueves al actual presidente de la Cámara Federal de Córdoba, Luis Rueda. Nidia Teresita Piazza, quien militaba en grupos del cura Enrique Angelelli, relató que ya en democracia, después de anularle los consejos de guerra, le abrieron causas en la Justicia federal. Rueda, como secretario, le tomó declaración en 1984. Ella declaró que Luciano Benjamín Menéndez –ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército– la había ido a ver al Hospital Militar, cuando la llevaron por problemas de su embarazo (producto del cautiverio), y le dijo que “se portara bien” o la devolverían al campo de concentración. Rueda le advirtió que si seguía repitiendo esa mención “eso complica las cosas”.
Rueda ya había sido mencionado. María Patricia Astelarra dijo que tanto él como el ex juez Gustavo Becerra Ferrer amenazaban a las víctimas y actuaban en coordinación con la patota de Menéndez. En 2010, en medio del juicio por la masacre de los presos políticos del Establecimiento Penitenciario 1 (UPI1), uno de los policías acusados, Carlos Alfredo Yanicelli, lo vinculó con el aparato de inteligencia dictatorial. La investigación no avanzó jamás.
Algo más progresó la llamada causa “de los magistrados” de Córdoba, que desde 2007 también contaron con intentos de protección. Los acusados son el ex juez federal Miguel Angel Puga, el entonces secretario penal Carlos Otero Alvarez (luego juez del Tribunal Oral Federal), los ex defensores oficiales Luis Eduardo Molina y Ricardo Haro (ex camarista federal) y el ex procurador fiscal Antonio Sebastián Cornejo. Todos los fiscales sorteados y la mayoría de los jueces se excusaron por amistad con los imputados. Uno que aceptó intervenir, Alejandro Sánchez Freytes, declaró la prescripción, con el argumento de que no se trata de crímenes de lesa humanidad (imprescriptibles). La Cámara anuló todo, y la causa volvió a empezar recién en 2011. Al final, tomaron las riendas los fiscales Carlos Gonella y Carlos Trotta, que acusaron a los “magistrados” de haberse quedado de brazos cruzados ante los 30 fusilamientos de presos políticos de la UPI1 en 1976. El juez Daniel Herrera Piedrabuena ordenó detenerlos y luego los procesó sin prisión preventiva.
La fiscalía los asocia con 120 hechos de tormentos, homicidios, privaciones ilegítimas de la libertad, aborto y abuso sexual. “Es evidente que la cadena de apartamientos muestra la Justicia corporativa y los vínculos de los jueces cómplices de la dictadura con los actuales”, señaló Gonella a Página/12.
El arte de estirar
Denunciado en 2006 por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, el juez federal de Mar del Plata Pedro Hooft sobrevivió en su puesto hasta hace pocos días, cuando fue suspendido. En el plano penal, consiguió eludir la indagatoria: recusó a cuanto juez pudo, otros se excusaron, presentó nulidades y cuando finalmente fue citado como sospechoso por el juez de Azul, Martín Bava, no se presentó.
A Hooft lo señalaron víctimas de la dictadura como un juez que visitaba centros clandestinos de detención y que hacía oídos sordos ante las denuncias de secuestros, torturas y desapariciones. Marta García describió su presencia en la comisaría 4ª de Mar del Plata, donde estaba detenida y fue torturada. Le gritó el nombre de su marido, el abogado Jorge Candeloro, asesinado en un episodio relacionado con la Noche de las Corbatas (el secuestro de un grupo de abogados), pero no se inmutó, testificó García. Tampoco hizo nada al saber que Candeloro había sido “abatido”. Hooft, al parecer, tenía relación con el jefe de la subzona militar 15, coronel Pedro Barda, icono del terrorismo de Estado en Mar del Plata. Se le imputan torturas, muertes, abuso de autoridad y denegación de justicia y supresión de pruebas.
Misceláneas de la corpo
Un balance diría que al día de hoy se cuentan como jueces destituidos por crímenes de la dictadura, por ejemplo, el mendocino Luis Miret y su ex colega Otilio Romano. Sin embargo, Romano se recluyó en Chile y no estará sentado en el juicio contra los jueces de su provincia por secuestros y desapariciones, cerca de empezar. También fue juzgado hace tiempo Víctor Brusa, en Santa Fe. En Santiago del Estero, el juez Eduardo Luis López logró zafar cuando el colega que lo investigaba, Guillermo Molinari, se tomó tres días de licencia: lo subrogó el abogado Eduardo Coroleu y lo sobreseyó. El Consejo de la Magistratura acaba de cerrar por el paso del tiempo el expediente contra un camarista de Bahía Blanca, Néstor Montezanti, quien admitió haber sido personal de inteligencia.
fuente http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-216540-2013-03-25.html