Existen muchos estudios que demuestran que la represión es insuficiente, o nula, si no va acompañada de programas sociales. Acerca de la pena de muerte, el siquiatra español Luis Rojas, profesor de Psiquiatría en la New York University, publicó un exitoso libro, “Las semillas de la violencia”, riguroso estudio sobre la delincuencia y la solución que muchos gobiernos pretenden instalar con la pena de muerte a la cabeza, el más fácil de los recursos para combatir la violencia.
Dice Rojas que los defensores de la pena de muerte “ven en este castigo un componente indispensable del contrato social y de la seguridad pública. Opinan que el sufrimiento que causa a los condenados satisface la demanda de expiación por parte de la víctima y de la comunidad en general. Más preocupados por el derecho de justicia de los perjudicados que por la vida de los criminales, razonan que, ante un asesinato, cualquier condena que no sea la muerte devalúa el significado de la vida, por lo que ven en la sentencia capital una solución altamente justa y equitativa”. Rojas considera la pena de muerte como “acto rudimentario de revanchismo”. Cita varios estudios que demuestran que la aplicación de la sentencia de muerte “está infectada de arbitrariedad, discriminación y racismo”.
Incluye esta escalofriante cifra: Desde 1970 (el libro se publicó en 1995) cuarenta y ocho condenados a morir consiguieron ser exculpados tras demostrar posteriormente su inocencia.
El autor cree que “el supuesto valor preventivo de los ajusticiamientos es una ficción. Por lo general, los asesinos no reflexionan sobre las consecuencias legales de su comportamiento o son sencillamente indiferentes”.
Este párrafo me recuerda la consagrada novela-reportaje de Norman Mailer, “La canción del verdugo”, que cuenta la historia de Gary Gilmore, que se hizo famoso al aparecer en la prensa norteamericana con motivo de su ajusticiamiento, que no había tratado de impedir. Prefirió la muerte a la tormentosa espera en el pasillo de los condenados a la pena capital.
Gilmore era un asesino que, como expresa Rojas, no reflexionó sobre las consecuencias legales de sus actos. Se volvió criminal sin pensar que le esperaban los verdugos para “vengar a la sociedad” con la silla eléctrica.
Antes y después de Gary Gilmore, los Estados que asesinan a los asesinos continúan padeciendo la violencia.
Se entiende el dolor inmenso de quienes pierden a sus seres queridos en el acto absurdo de un robo, una violación, secuestro, etc. El primer pensamiento de los familiares seguramente se dirige hacia la pena de muerte contra el autor o los autores de la irreparable desgracia. Pero la desgracia es que la sentencia de muerte, si bien podría satisfacer –al decir del Dr. Rojas- una demanda de expiación, no sirve para evitar otras muertes en manos de la violencia, que es irracional. Pero lo preocupante, también, es que en ese acto “de justicia” podría cometerse una tremenda injusticia al quitar la vida a un inocente, como tantas veces se ha demostrado. Pero la demostración para nada sirve más que para aumentar las estadísticas de los errores judiciales.
Es posible que el Partido Unace pueda pensar en algo más imaginativo, y a la vez práctico, para luchar contra la violencia que desde hace rato nos quita el sueño. Lo peor de la pena de muerte es la posibilidad de ajusticiar a una persona que nada tuvo que ver con el hecho que se le imputa.
En estos días, la cristiandad recordó la mayor de las injusticias con la pena de muerte a un Inocente.
En fin, felices pascuas.
fuente http://www.abc.com.py/edicion-impresa/opinion/la-pena-de-muerte-555102.html