Desde la masacre del 11 de abril de 2005, la cárcel de Coronda quedó divida en dos: en el ala norte están los presos del Gran Santa Fe, y en la sur, los del Gran Rosario. Por temor a una revancha de aquel día en que 14 internos rosarinos fueron acribillados de manera selectiva, con omisión cómplice del Servicio Penitenciario (SP), nunca habían vuelto a cruzarse unos con otros dentro del presidio. Hasta este año, cuando el pastor evangelista Nicky Cruz, ex líder de una pandilla de Nueva York, llegó desde Estados Unidos para dar «la Palabra». Unos 300 detenidos de ambos sectores de la «Unidad Modelo» coparon el patio el 26 de marzo pasado. Cantaron, oraron y volvieron a sus celdas sin ningún incidente. Esa paz contrastó con un arranque de año violento en ese mismo penal: dos asesinatos, tres suicidios e incontables peleas que alarmaron a las autoridades penitenciarias.
La violencia que el régimen carcelario del Estado no pudo solucionar por décadas parece disiparse en los pabellones donde impera «el culto», tal como se denomina intramuros a la fe religiosa. No hay datos oficiales, pero los pastores estiman que la mitad de los presos -unas tres mil personas: 2.100 internos del Servicio Penitenciario (SP) más quienes están en comisarías y alcaidías- ya se convirtieron. El gobierno reconoce beneficios pero analiza con cautela ese avance.
En Coronda, desde aquel trágico inicio de 2008 a este mes, «los hermanitos» -así denominan los presos a los evangelistas- pasaron de controlar un sólo pabellón de los seis que tiene el ala sur, a manejar cuatro y tener presencia en los otros dos. En los sectores que quedaron en manos de esa iglesia, la disciplina es estricta: a las 6 hay que estar arriba para orar, acto que se repite a las 9, 11, 15 y 17. De 20 a 23 hay tres horas de culto, donde los «siervos» o «pastores» -líderes de cada pabellón-, profesan la Palabra. No se puede fumar -menos drogarse-, ni escuchar cumbia, ni usar gorritas con visera, ni mirar pornografía o programas violentos en la televisión. Ni siquiera tener en la celda la clásica mujer de almanaque, musa infaltable en las paredes tumberas.
A cambio de tanta restricción «terrenal», se consigue una celda limpia, con inodoro (un bien preciado), y la seguridad de que ante un problema no habrá un facazo de por medio, sino una intervención del líder para orar y acercarse más al Señor.
Claro que para algunos, esa tranquilidad no justifica aceptar el régimen estricto que determinan los evangelistas y cuya violación implica la expulsión del lugar (del pabellón religioso, no de la cárcel). El problema, explican los que no profesan ese credo, es que cada vez quedan menos espacios adonde ser trasladados. Ellos afirman que la elección entre someterse a una espiritualidad forzada o caer en un pabellón donde tienen cuentas pendientes con otros reclusos, es optar entre dos infiernos. Un dilema intramuros que surge de la cogestión Estado-Iglesia.
Dos códigos. «La Constitución obliga al Estado a garantizar un lugar de detención limpio y con libertad de culto, pero acá les dejaron la cárcel a los hermanitos y son ellos quienes mandan», protestó Jorge Crespillo, uno de los integrantes de Ciudad Interna, el taller de Coronda que edita su propia revista. Crespillo realizó su reclamo ante el director del establecimiento penitenciario, Gabriel Zelante, quien en el día que Crítica de Santa Fe visitó ese penal ubicado 45 kilómetros al sur de la ciudad capital se reunió con los internos de ese grupo.
«Ellos -continuó Crespillo- están echando a los pibes porque vienen a Ciudad Interna a pensar y escribir. Acá tenemos dos casos -dijo y señaló a dos jóvenes sentados a su lado-, y ellos no tienen adónde ir ahora. ¿A vos te parece, Gabriel? Encima los que mandan ahí son un tipo que mató a un chiquito para vender los órganos y otro que violó y asesinó a una maestra. ¿Un violador echando gente de un pabellón? Vos sabés que nosotros tenemos otras normas de convivencia. Eso da bronca, Gabriel», reprochó el convicto.
El resto de los presentes, seis jóvenes de entre 20 y 30 años, asintió con la cabeza: el violador en el código tumbero es considerado la peor clase de delincuente y es denigrado.
El director del penal salió al cruce: «Nosotros tratamos de no hacer diferencias entre delitos, no las hagan ustedes tampoco. Igual vamos a hablar con ellos para solucionar este problema».
«El error de ustedes -retrucó Crespillo- fue dejar el control de los pabellones en manos de los evangelistas». «Mirá -se apuró en replicar Zelante-, nosotros teníamos un gran problema en el pabellón 8. Es un lugar para 40 personas, pero había 11 vivos que se creían los dueños. Al que metíamos salía desnudo. Ahora, después de que entraron los evangelistas, hay 70 en ese lugar sin problema. Objetivamente, se vive mejor».
En el ala sur de los presos rosarinos, los pabellones 4, 8, 10 y 12 son evangelistas, pero las exigencias son progresivas. El 8 es, en realidad, la puerta de entrada al reino del Señor: sólo hay oración a las 9, a las 12 y a las 17. «No hay problema con el que fuma, no lo echamos, pero se le habla, se le aconseja», contó Godoy, el hermanito a cargo de ese espacio. Si la persona se adapta a las reglas y muestra buena predisposición, entonces podrá pasar al 4; el más ortodoxo. Por afuera de esa estructura quedan los pabellones 6, que es de ingreso, y el 2, de mala conducta (donde la Iglesia Evangélica intenta ganar presencia). En el ala norte de los santafesinos la situación es similar: este fin de semana tomaban el control de un cuarto pabellón, sobre los siete totales.
Miradas opuestas. Para el director del penal, el avance de los evangelistas tiene una lógica clara: es un crecimiento que se dio de hecho por el trabajo de los pastores y garantiza la seguridad. «Los internos muestran una mayor paz interior, están más tranquilos, y eso se nota», valoró. «Yo soy católico, no evangelista, pero estoy convencido de que a mayor espiritualidad, menor violencia», interpretó Zelante en diálogo con Crítica de Santa Fe.
Desde Ciudad Interna, la mirada es completamente distinta: dicen que en Coronda existe una «privatización encubierta» en donde «los hermanitos» cobran un diezmo a los fieles (el 10 por ciento del peculio de 150 pesos, más los pagos extras del interno que realiza trabajos en algunos de los talleres de oficios) y también acusan que exigen «aportes» a las visitas que reciben sus presos fieles. El «negocio evangelista», aseguran desde ese grupo, se complementa con la «mafia del Servicio Penitenciario» que, tal como ocurrió en la masacre del 11 de abril, genera conflictos como paso previo al desembarco de los pastores, garantes de una paz que es, en realidad, una olla a presión.
«Dios te ama». La doble celda de seguridad del pabellón 4 se abre. Sale un joven y es esposado por los guardias. Debajo de su camiseta de River asoman sus brazos tatuados. Alza las muñecas, una atada a otra por las cadenas, y a modo de ofrenda saluda: «Dios te bendiga, hermano. Dios te ama». Cruzando esa misma reja se ingresa al pabellón-iglesia. Los pocos internos que caminan por el largo salón -una especie de caja de zapatos de dos pisos, prolijo pero algo despintado y con goteras- comienzan a meterse en sus habitaciones individuales. Son las 12.30, hora en que terminan los talleres y los presos vuelven a sus celdas. Deben encerrarse y esperar el conteo. En el resto de los pabellones ese proceso implica peleas y provocaciones a los guardiacárceles, pero aquí no se escucha ni una voz.
«Todos saben lo que tienen que hacer y nadie genera violencia. Acá se estudia y se practica el amor, el amor de Dios que te da otra visión de la vida», asegura Gustavo Colazo, de 45 años. Ingresó a Coronda hace cuatro años, para cumplir una pena por homicidio, y cuando se fue el «siervo» anterior, él quedó al frente del pabellón junto con Juan Pablo Carrascal, quien está desde hace dos años preso por haber violado y asesinado en 2003 a la maestra Daniela Spárvoli, de Carcarañá. «Conocí a Dios acá dentro y para mí es muy importante», cuenta Carrascal. Para personas como él, la Iglesia es más que un resguardo espiritual. «Aprendés la Palabra y mientras que los problemas en la cárcel se resuelven con puñaladas, acá lo hacemos hablando», asegura.
Los dos hombres caminan por el pasillo central, donde habitualmente se realiza la oración. Afuera, Víctor recoge sus cosas. «Aplauden y gritan como locos, es insoportable», asegura el muchacho que acaba de ser expulsado del pabellón 4 y busca una nueva celda. «Aguanté dos semanas orando todos los días. Decía unas palabras al principio, pero después se me acababan y entonces movía las manos -cuenta como burlándose de sí mismo-, pero como anoche no estuve en el culto me echaron. La verdad es que la mayoría no es evangelista, se aguanta porque ahí tienen baño y están tranquilos, pero a mí me volaron la cabeza».
«La gente que no está preparada se tiene que ir. Contamina al resto si fuma o no cumple con las normas, porque hay gente que está dejando las drogas, empezando de nuevo», explica Colazo, mientras camina por el pasillo, ahora desierto. Desde una celda, surge una melodía: una canción pop. «Esa es la música del Señor, acá cumbia no se escucha», dice. Es peligroso. Hace recordar el pasado.
El rol del Estado provincial
Para el secretario de Asuntos Penitenciarios de la provincia, Leandro Corti, el avance evangelista en las cárceles es un fenómeno que se dio a partir de los ‘90 y que es universal. «Tiene efectos deseados, como bajar el nivel de violencia y generar reglas de convivencia que por ejemplo eliminan el robo y fortalecen otro tipo de vínculos interpersonales. Pero también efectos indeseados, como confundir quién tiene que gobernar la cárcel», admitió.
Ante la existencia de los espacios-iglesia dentro de los penales con sus propias normas (expulsión en caso de fumar o no orar en los horarios establecidos), Corti aseguró: «No avalamos eso y en general no es así. Oficialmente, ningún pabellón es dirigido por un culto». El funcionario reconoció la mayor tranquilidad que se ve en los sectores copados por los religiosos, pero dudó de su efectividad real. «Habría que ver si no son resultados ficticios», dijo y agregó que existe en esos pabellones una lógica propia de la subcultura de la cárcel, donde no imperan los códigos tumberos pero igual hay un líder que domina al resto. «Desde el Estado respetamos la libertad de culto, pero reivindicamos el control y las normas de funcionamiento propias», agregó.
Un avance pabellón a pabellón
El culto evangelista está presente en cárceles y comisarías, pero son múltiples las iglesias que «atienden» esos lugares. El pabellón-iglesia de Coronda -el 4- que es el más estricto en su disciplina, está bajo la tutela de la Iglesia Santuario de Fe de Rosario, que cuenta en su estructura con un Ministerio Carcelario. Su trabajo en penales comenzó hace varios años y hoy tiene predicamento en la Unidad Penal nº 3, de Rosario (dos de los cuatro pabellones son evangelistas, uno de ellos es controlado por Santuario de Fe), en Piñero (sólo 80 fieles de unos 400, pero allí el «trabajo recién empieza», dijo el pastor Osvaldo Nuzo) y en las comisarías de la ciudad. Cinco seccionales rosarinas ya son consideradas como iglesia: la 5ª, la 7ª, la 14ª, la 19ª y la subcomisaría 19ª, del barrio Las Flores.
La acción carcelaria funciona de manera especial: todos evangelizan y dan la Palabra, pero cada uno tiene su receta. En Coronda, por ejemplo, en el ala sur trabajan varias iglesias aunque todas reportan al pastor Eduardo Rivello. En el ala norte trabaja Redil de Cristo, del pastor Oscar Sensini, que cuenta con tres pabellones a su cargo y este fin de semana se preparaba para «organizar» un cuarto.
Sensini hace más de 20 años que realiza su trabajo de cárcel en cárcel y en los últimos seis logró que las autoridades comiencen a cederle pabellones. «Ante la evidencia de los resultados y con el paso del tiempo fueron confiando en nosotros», reflexionó el pastor que el lunes pasado bautizó a 55 internos de un pabellón de 100 de la Alcaidía de Rosario. Y reclamó: «No queremos que el Estado nos dé plata como a los capellanes, lo único que pedimos es más espacio».
Adentro y afuera. El pastor líder de la iglesia Redil de Cristo describió lo que él considera la clave del avance evangelista en los penales: «Las autoridades, para ayudarte, te sacan de tu pabellón con esposas, te sientan en la oficina de un terapeuta, te quedás un rato y volvés, esposado, al pabellón. Nosotros nos metemos adentro y hacemos el cambio desde ahí».
Para Sensini, los organismos de derechos humanos -por la Coordinadora de Trabajo Carcelario (CTC) que hace años realiza labores intramuros en defensa de los internos- lo critican y dicen que lava cerebros porque «con nuestra tarea ellos se quedan sin trabajo, sin personas conflictivas porque ahora estas vienen a nosotros».
«Nosotros asistimos desde el amor. Muchos internos se preguntan para qué cambiar si la sociedad ya los condenó. Yo les digo que cambien para ellos mismos, porque la maldad los pudre en vida, se pudren si no buscan a Dios. Y cuando entienden eso quieren que el pabellón esté limpio, no porque se lo ordenan las autoridades, sino porque ellos mismos se lo merecen», aseguró este hombre de 55 años que de niño visitaba a su padre en la cárcel y que a los 34 descubrió al Señor en medio de un intento de suicidio.