lgo tienen en común los delincuentes que mataron a policías y los policías que hicieron lo propio con delincuentes. Más que la mirada es el modo de mirar; y la mueca que no llega a ser sonrisa que se les dibuja en la cara a un  integrante de cada bando cuando rememora el hecho.

Es una conclusión a la que puede arribar cualquier cronista que haya tenido la posibilidad de revivir la muerte de alguien a partir del relato del matador, sea del bando que fuere.
El caso de Roberto Araujo, un ex efectivo de la división de la policía ciclística que vivió esa experiencia en dos ocasiones, no escapa a la regla.

Porque así como a los bandidos, el hecho de “cargarse a un yuta” les suma puntos en el reconocimiento de sus colegas; para los policías, “matar a un rata”, provoca algo parecido entre sus pares.

CASO I

En la tarde otoñal del 19 de abril del año 2000, tres bicipolicías recorrían la Peatonal Sarmiento. En un momento, por la frecuencia el oficial Sáenz, el cabo Páez y el cabo primero Roberto Araujo oyeron la alerta por la frecuencia: “…alfa once en Rioja y Corrientes, muy q.a.p., posible toma de rehenes…”. En clave policial, eso quiere decir: “asalto con armas y atento con la posible toma de rehenes”.

Los bicipolicías llegaron con rapidez; las bicicletas les permitían transitar en contramano, saltar las acequias, ir por las veredas. Cuando llegaron al comercio -un depósito de ropa- se encontraron con que el local presentaba dos líneas de puertas de vidrios oscuros; de esos desde donde se ve de adentro hacia afuera pero no a la inversa. En ese ínterin, ya había llegado un móvil de la Seccional 1 conducido por un chofer policía y un cabo de apellido Vargas.

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La mayoría de mi trabajo lo hice en el microcentro, en la bicicleta. Llegué a ser muy popular entre los comerciantes y de muchos de ellos soy amigo al día de hoy. Me decían de varias maneras “Rambito”, “TNT”, “Escopetita”.

Es increíble la cantidad de gente armada que camina por la calle en el Centro y en horas pico. La gente no tiene idea de que quien va caminando delante de uno puede llevar una pistola en la mochila.

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En interior del local se movían cinco ladrones y un número parecido de rehenes. Cuando los policías se acercaron a la primera línea de los vidrios blíndex sintieron los estruendos de los balazos que provenían desde el interior. La primera puerta se hizo añicos y en la segunda -de adentro hacia afuera- se podían apreciar los agujeritos de los proyectiles.

El policía Páez respondió con un tiro desde la vereda: el tiro que derribó una de las puertas de blíndex que quedaban en pie. El telón se había corrido y ya se podían ver las caras ambos bandos: los delincuentes con sus rehenes desde adentro y los policías desde afuera. Para entonces, los cuatro efectivos se habían resguardado en distintos puntos de la calle. El golpe de los sujetos había salido mal. Y eso es algo que pone muy nerviosos a los ladrones.

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Siempre me preguntan si me siento mal por haber matado a gente; por más que esa gente fuera mala. Y la verdad es que no: yo no incurrí en lo que se llama ‘gatillo fácil’ y además en mis dos casos, se trató de personas con muchos antecedentes que podían hacer mucho daño y que además ya lo habían hecho. No me arrepiento de haber matado a delincuentes.

Me jubilé con 43 años, muy joven. No me convenía seguir con el nuevo régimen. Hay muchos policías de mi edad que prefirieron hacer eso; en el último año se fueron muchos policías de calle pero eso no se dice. Se fueron como 900 y han ingresado menos de la mitad.

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En cuestión de segundos, los ladrones rodeados comenzaron a salir del local para ensayar su fuga desesperada; dos de ellos lo hacían con un rehén. El primero apareció por la vereda a la calle con uno de los propietarios del negocio, a quien llevaba delante de él abrazado a la altura del cuello. “Mirá que lo mato, puto”, les gritó a los efectivos mientras cubría su cuerpo con el de la víctima.

Pero algo insólito y no esperado por el asaltante sucedió: el rehén, a causa del pésimo rato que pasaba, fue víctima de un soponcio y se desmayó mientras el ladrón no sabía si retenerlo o mantener su brazo derecho recto con el que empuñaba su pistola y apuntaba. Ese segundo le resultó fatal: cuando el rehén estaba con los ojos cerrados y prácticamente de rodillas, el asaltante ensayó un disparo contra los efectivos.

El cabo primero Araujo fue más rápido y aprovechó que el rehén, de rodillas, había dejado libre el cuerpo del ladrón para dispararle. La bala de Araujo entró por el cuello del asaltante. El proyectil dio en la primera vértebra cervical; pero esa pieza ósea es tan dura que la bala rebotó e hizo un recorrido rapidísimo de 45 grados hacia abajo. Y arrasó con un pulmón y los riñones del sujeto que murió cuatro días después en el hospital Central.

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El 20 por ciento de la policía no sirve.  O no reciben la capacitación necesaria o carecen de vocación. Por ejemplo, en este caso, el efectivo Vargas, que tuvo una gran actuación en aquella toma de rehenes ya que logró engañar a uno de los asaltantes, se volvió ladrón no mucho más tarde.
CASO II

A las 6 de la mañana del 5 de setiembre de 2001, el cabo primero Araujo salía de su casa, en su bicicleta, rumbo a su trabajo vestido de civil. Araujo viajaba desde Godoy Cruz hasta el Parque San Martín donde la UCAR (Unidad Ciclística de Acción Rápida) tenía su base. Si bien la primavera mostraba sus primeras señales, el frío seco reinaba en aquella mañana, por lo que el policía lucía envuelto en abrigos y sus manos cubiertas con guantes.

Araujo montó su bicicleta y emprendió un camino que no duraría demasiado. Cuando iba a pasar por al lado de dos jóvenes que caminaban con rumbo al barrio Nueva Generación, Araujo fue detenido: “Bajate y dame la bicicleta”, le dijo uno de ellos mientras le apoyaba un calibre 32 corto en la cabeza.

A la bicicleta, los ladrones sumaron la mochila de Araujo. Parecía fácil: “Ahora tomate el palo o te mato”, volvió a hablar uno de ellos. Pero quienes se retiraron fueron los ladrones, que no se habían dado cuenta de que acababan de asaltar a un policía. Y que ese policía estaba armado.

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Nunca ascendí como correspondía por más que no tengo manchas en mi legajo. Es mi modo de ser: yo no soy chupamedias de jefes ni tengo padrinos políticos para acceder a esos beneficios. Pero no me quejo, no le debo nada a nadie. Hoy trabajo a la mañana en un taller de caños de escape y los fines de semana soy seguridad de un boliche de Maipú.

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Araujo se quedó parado y solo en medio de un gran descampado que se formaba entre los barrios Nueva Generación y La Gloria, cerca del límite con Maipú. Como era policía esperó a que se alejaran unos metros, sacó el arma -antes se sacó los guantes- y gritó “parate cabrón, que soy policía…”.

Uno de los sujetos empezó a correr con la bici de Araujo pero el que llevaba la mochila se detuvo, miró para atrás y disparó sin puntería para después empezar a correr y, cada tanto, volver a disparar casi de espaldas. Araujo disparó en cuatro ocasiones -según se desprendería después de las pericias a su arma- y uno de los balazos dio en el ladrón que para entonces ya había abandonado la mochila y corría con dificultad hacia el Nueva Generación.

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Hoy ando armado porque me cuido. Además tengo todo en regla: soy un portador de armas con licencia nacional;  incluso con la posibilidad de actuar ante un hecho delictivo amparado por la ley. Pero hace mucho que no me sale el “alto policía”.

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El joven murió ese mismo día. Alguien lo llevó hasta el hospital Central en un Renault 12, lo dejó en la guardia y se fue. Durante la pesquisa del caso, salió a la luz que se había tratado de un enfrentamiento: las palabras de un testigo que vio todo y la necropsia confirmaron que una bala de Araujo había ingresado por entre la manga del buzo y la muñeca del brazo derecho del asesinado (se veía el filamento rojo en la parte inferior del brazo), con lo que el proyectil fue a parar en la axila del joven. Con esta pericia se comprobó que el ladrón, a la hora de morir, tenía su brazo derecho extendido hacia adelante: que estaba disparando.

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¿Qué extraño de la vida de policía? A algunos de mis compañeros, la camaradería -el compañerismo- Y por supuesto, la adrenalina.

 

 

http://www.losandes.com.ar/notas/2013/4/21/confesiones-policia-mato-delincuentes-709623.asp