El de mayor seguridad es un reclamo sostenido de la sociedad. Una preocupación que ha dejado de lado en los últimos años al temor a perder el puesto de trabajo o a los vaivenes de la economía.

Tres puntos son claves al momento de analizar las circunstancias que llevan a una repetición de hechos delictivos de distinta gravedad.
Uno es el de la marginalidad. Los altos niveles de marginación social –unos pasos más allá de la pobreza–, creados en el país durante la década del ’90 generaron que miles de argentinos quedaran fuera de toda contención, arrojados de la balsa sin posibilidad alguna de volver a subirse. Una situación en que la propia vida carece de importancia, por lo que poco pueden interesarse en la vida ajena. De allí también lo errado de sostener que el solo aumento y endurecimineto de penas puede definir la lucha por la seguridad.
El segundo punto es el del narcotráfico. El comercio de la droga genera dinero rápido y fácil en grandes cantidades. Tan grande como el nivel de violencia que el mercado de los estupefacientes trae de la mano.
Y, en tercer lugar, la propia policía. La complicidad, la corrupción, el gatillo fácil, el atropello de integrantes de las propias fuerzas de seguridad es quizá el problema más complejo y difícil de resolver para vivir con niveles de seguridad aceptables.
Habitualmente, el ojo está puesto sobre la Bonaerense. Aquella que pasó de ser «la mejor policía del mundo», según Carlos Ruckauf, a definirse como «la maldita policía». La Noche de los Lápices, el atentado terrorista contra la sede de la AMIA, el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas, todos hechos sangrientos que marcaron a los argentinos en las últimas décadas y en todos ellos aparecen involucrados policías de la provincia de Buenos Aires.
Estos hechos mencionados son sólo tres ejemplos de los muchos que sufren diariamente los habitantes de la provincia más habitada del país. De los desarmaderos de automóviles al robo de ganado, del gatillo fácil a casos de secuestros, la Bonaerense tiene un historial que asusta. Los intentos desde el poder político para ponerle un freno han fracasado, sólo se consiguieron unos pocos avances. En muchas ocasiones, se sigue comportando como «la maldita».
Pero no es la única «maldita». Las policías de las provincias de Córdoba y Santa Fe se están ganando a los empujones un lugar en el podio. Los gobernadores de ambas provincias, José Manuel de la Sota y Antonio Bonfatti, fluctúan entre la complicidad en algunos casos a la impericia a la hora de combatir los focos de corrupción y violencia en ambas fuerzas de seguridad. Protegen a sus cúpulas hasta que les resultan imposibles de sostener, optan por hablar de campañas y de una agresión por parte del gobierno nacional antes de comprometerse de lleno  en la lucha contra esas frutas podridas que ya están afectando a todo el cajón.
Sí, por más que sus gobiernos pretendan evitar el conflicto, la Cordobesa y la Santafesina forman parte de «las malditas».
En el caso de Rosario es evidente cómo funcionan relacionados estos tres puntos que comentamos en los primeros párrafos de esta nota. Una ciudad que en los últimos años tuvo un crecimiento histórico de la mano del amplio margen de rentabilidad sojero, pero que creció forjando dos caras que no tardaron en chocar. El centro donde el dinero proveniente del sector rural hizo florecer comercios, hoteles y un consumo a niveles de los más altos del país y los márgenes de la ciudad, donde la pobreza se hace cada vez más profunda. Es en esta marginalidad donde las bandas de narcotraficantes han encontrado, tanto consumidores como mano de obra para sus crímenes. Un cuadro enmarcado en la complicidad policial que se llevó puesto hasta el propio jefe de policía provincial y a un reciente cambio de cúpula forzado por la presión de intendentes y legisladores de la oposición que le hicieron ver a la administración socialista que la violencia llegó a un grado alarmante.
El gobernador Bonfatti y el aún presidenciable líder del FAP, Hermes Binner, debieron reconocer que no pueden seguir evitando el tema pasándole la culpa al kirchnerismo. La bomba les ha estallado en la cara.
La otra «maldita» es la Cordobesa. Allí, otro dirigente que opera para ser presidenciable en 2015, De la Sota, todavía resiste ante el reguero de sangre que deja en su accionar la policía provincial. También resiste un cambio urgente escudándose en una campaña del gobierno nacional en su contra. Sostiene en sus cargos al jefe de la fuerza, comisario Ramón Ángel Frías, y al ministro de Seguridad provincial, Daniel Alejo Paredes, pese a las constantes denuncias en su contra y a los hechos de violencia y persecución que aumentan día tras día. Homicidios, aprietes, detención indiscriminada de jóvenes, amenazas, desapariciones y persecución ideológica forman parte del menú policial cordobés. Pero De la Sota no se mete con esta «maldita».
De eso no quieren hablar en la provincia. Ni dejan que otros lo hagan. Este último domingo, en los puestos de diarios cordobeses casi desaparecieron las ediciones de la revista Veintitrés y del diario Tiempo Argentino. Ambos medios publicaron artículos que dejaban en evidencia el accionar de la Cordobesa. La revista salió en tapa con el prontuario de los jefes policiales de De la Sota, mientras que el diario ofrecía un extenso artículo sobre una desaparición en la que la justicia debió apartar a la policía de la investigación. En un comunicado, el Movimiento Evita apuntó al gobierno provincial por la sospechosa ausencia de ambos medios.
Cuando las propias fuerzas de seguridad se convierten en un problema para combatir el delito más que en una ayuda, la situación es grave, muy grave. Bonfatti, Binner y De la Sota, enfrascados como están en las presidenciales de 2015, ven en esta situación un talón de Aquiles, donde sus opositores pueden apuntar, antes que un problema a resolver para hacerles más fácil la vida a sus gobernados.
Pero cada día el problema se acrecienta. Y 2015 está muy, pero muy lejos. Hoy, en 2013, la Cordobesa y la Santafesina forman parte del vergonzoso club de «las malditas».