La propuesta de reforma judicial ha hecho aflorar una serie de términos políticos cuyo significado y origen histórico difieren bastante del uso común. Lo que se alega es democrático, como la división de los poderes, resulta no serlo en su origen. Además hay tradiciones constitucionales como la británica, que han democratizado mucho más el papel del Poder Judicial al no permitirle declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Y no ha sobrevenido ni una tiranía, ni ha fenecido el Estado de Derecho.

En el debate de la reforma es frecuente oír entre sus críticos que atenta contra la independencia del Poder Judicial. Por el lado de los que proponen la reforma se legitiman los proyectos, sosteniendo que están dirigidos a democratizar. Tanto los críticos de la reforma judicial como los que abogan por ella dan por sentado que todo juez o toda Corte Suprema puede declarar la inconstitucionalidad de una ley sancionada por un Congreso electo, a propuesta de un Ejecutivo también electo por amplia mayoría, ambos para gobernar en cumplimiento de un programa electoral, o, si se quiere, de un relato clara y legítimamente aprobado por el electorado.

Pero resulta que la separación de los poderes, la independencia del Poder Judicial y el recurso de la inconstitucionalidad tienen orígenes históricos distintos, y hay un manifiesto deseo de impedir que gobierne la mayoría. Es posible sostener que son instituciones concebidas por razones no democráticas. Es preciso hacer un poco de historia y un poco de política comparada para entenderlo.

Historia: la Constitución de los EE.UU.

Es interesante analizar cómo se desarrolla la historia de la separación de los poderes en la Constitución de los EE.UU., sancionada en 1787 por el Congreso de Filadelfia, que eligió unánimemente a George Washington para que lo presidiera. Montesquieu es el primero en acuñar el término “separación de los poderes”, al conceptualizar erróneamente la Constitución británica, donde sólo hay separación entre el Ejecutivo y el Judicial. No hay separación entre el Ejecutivo y el Legislativo, que es sólo uno, unido, o “abrochado” –como dice el autor de La Constitución inglesa, Walter Bagehot– por el gabinete de ministros que tiene mayoría en el Parlamento.

La guerra de independencia de los EE.UU. había radicalizado a la población de los estados y George Washington, terrateniente esclavista, estaba inquieto como los demás congresistas por las rebeliones, especialmente en Virginia. Washington propone, y logran acordarlo por unanimidad también, que el Congreso de Filadelfia delibere en secreto.

¿Por qué? Según argumenta Frederick Munro Watkins, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Yale en los años ’40, ’50 y ’60, el Congreso de Filadelfia deseaba contrarrestar “la capacidad de las mayorías populares de controlar el gobierno central”, y fue por ello que “el gobierno de las mayorías fue limitado por el principio de la separación de los poderes”.

Debido al secreto de las deliberaciones del Congreso de Filadelfia, no hay actas. Sólo se conoce lo discutido por infidencias parciales, pero mayormente por El Federalista, publicado en forma serializada en 1787 y 1788, escrito por James Madison, Alexander Hamilton y John Jay. Los dos primeros son vistos como los redactores de la Constitución que aprobó el Congreso de Filadelfia. De El Federalista emana patente el temor de los congresistas, predominantemente terratenientes aristocráticos y sus abogados, a un poder central demasiado poderoso surgido de la mayoría a la que se refieren reiteradamente en términos peyorativos (la ven como the majority faction). A fin de evitar la influencia de “la mayoría facciosa”, complejizan la división de los poderes, distribuyendo las funciones de un gobierno entre un Ejecutivo y el Legislativo. Además le otorgan al Poder Judicial la capacidad de declarar la inconstitucionalidad de cualquier ley aprobada por el Ejecutivo y el Legislativo. El edificio institucional dirigido a impedir el control de la mayoría culmina con la rigidez que dificulta la reforma constitucional, sostienen Watkins y sus seguidores en la literatura sobre la Constitución de los EE.UU.

Puede concluirse entonces que la división de los poderes no es en su origen una institución democrática. Fue creada para evitar que la mayoría controle las distintas funciones de cualquier gobierno. Al copiar mansamente Alberdi la Constitución de los EE.UU., ha hecho a nuestro país usuario de un concepto constitucional antidemocrático en su origen histórico.

Política comparada: la Constitución británica

Hay tres democracias, el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, cuya estructura constitucional proviene de otro origen histórico: en el Reino Unido, el Parlamento luchó con la monarquía para lograr el control político e impositivo. De ahí surge lo que se conoce como la doctrina de la “supremacía del Parlamento”. Una vez derrotada la monarquía en el siglo XVII, los líderes parlamentarios, aun antes de establecerse el sufragio universal entre 1832 y 1886, no vieron razón para perder parte de su poder a manos judiciales.

Según A. V. Dicey, la doctrina de la supremacía parlamentaria es la característica dominante de las instituciones políticas británicas. Un Parlamento puede anular cualquier ley o aprobar cualquier ley, aun las constitucionales, y los tribunales no tienen autoridad para juzgar la constitucionalidad o validez de una ley. Lo que sanciona el soberano con el Parlamento es ley, sin más. Es decir, un juez o un conjunto más enaltecido de los mismos, funcionando como Corte Suprema, no debía pretender cambiar o congelar lo decidido por el Parlamento.

En 1871, en un fallo famoso, Lee v. Bude & Torrington Junction Railway Co, se arguyó: “¿Vamos a actuar como regentes sobre lo hecho por el Parlamento, los Lores y los Comunes con el consentimiento de la reina? Niego que exista tal autoridad. Si una ley es aprobada indebidamente por un Parlamento, sólo el Legislativo puede anularla. Una ley, mientras exista como tal, debe ser obedecida… [las] leyes aprobadas por el Parlamento constituyen la ley. No somos los jueces quienes podemos constituirnos en un tribunal de apelaciones de lo decidido por el Parlamento”.

Durante 600 años, la Corte Suprema británica funcionó como una comisión especial de la Cámara de los Lores. La nueva Corte Suprema, separada de la Cámara de los Lores, funciona independientemente desde 2009, pero, según informa en su sitio de Internet, la Corte Suprema del Reino Unido no puede contradecir lo decidido por el Parlamento. Su papel es de interpretación de la ley, no su formulación.

La disposición constitucional de 1911, “Parliament Act”, que determina la supremacía de los Comunes dentro del Parlamento, relega a los Lores al papel de una Cámara que sólo puede revisar, pero no detener ninguna ley presupuestaria o programática aprobada por los Comunes, acentúa el carácter democrático de la Constitución británica, entendiendo por tal el control del poder por los electos por la mayoría del electorado. Ningún juez u órgano judicial puede anular legislación.

En la tradición constitucional británica no se teme a las mayorías, todo gobierno que elijan puede hacer y deshacer todo, desde una ley anterior hasta las disposiciones constitucionales. Por caso, durante la guerra de 1939-45, las libertades civiles fueron abolidas sin chistar y restauradas al terminar la guerra.

Otra característica del sistema constitucional británico que refuerza el control por la mayoría electa por la ciudadanía es la facilidad de la reforma constitucional. El proceso es el mismo de una ley ordinaria. No se teme al electorado, ni se le ponen trabas.

La Constitución británica, que está escrita, pero no está codificada –en una serie de leyes que datan desde 1215–, al confiar en el electorado y al tener mecanismos que permiten llamar a elecciones rápidamente en caso de crisis política, no pone reparo alguno a la reelección. Si el electorado elige, también sabrá reemplazar.

Según Juan Linz, la estructura parlamentaria permite gobernar más eficientemente. Un primer ministro no puede argumentar, prosigue Linz, como puede hacerse en un sistema presidencialista, que no se pudo lograr que el Legislativo aprobara la legislación que proponía. Según R.M. Punnett, los gobiernos británicos logran aprobar desde 1945 el 84 por ciento de lo que proponen al Parlamento, un porcentaje que pondría verde de envidia a cualquier presidente, como le hizo notar Clinton a Blair al asistir a una reunión de gabinete. Sería aventurado argumentar que en el Reino Unido o en Australia o Nueva Zelanda no hay democracia.

* Profesor de la Universidad de Belgrano, experto en política británica y Malvinas.

 

 

funete http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-219448-2013-05-07.html