“La política se ridiculiza a sí misma cuando se pone a moralizar en lugar de apoyarse en el derecho coercitivo del legislador democrático. Ella, y no el capitalismo, es la responsable de que las cosas se orienten hacia el bien común.”
Jürgen Habermas
En el debate político actual escuchamos hablar reiteradamente de aquello que no podrían o no deberían hacer las “mayorías eventuales” en el interior de las instituciones democráticas. Como ocurre siempre, ciertas marcas que se deslizan por el lenguaje que usamos contienen cosas que no habíamos pensado, cosas en las que no nos reconocemos y cosas que hacemos que preferiríamos no pensar. El nombre “mayorías eventuales”, que sirve para descalificar el poder político de las mayorías democráticas, contiene esas marcas profundas y trágicas del lenguaje sobre las que una reflexión crítica de la política debe abrir una interrogación. Sólo para comenzar: ¿qué se quiere decir cuando se afirma con ligereza que la democracia no permite la soberanía de las mayorías eventuales? ¿Qué sería lo otro de esas mayorías que sí garantizaría la institucionalidad republicana y la vida social democrática? ¿Cuál es el problema o la resistencia frente a lo eventual en política? ¿Dónde y cómo se harán aparecer frente a nosotros –luminosas, originarias y absolutamente últimas en su veredicto– las “mayorías eternas”? Estamos parados en el terreno resbaladizo y abismal que capturó a la filosofía política y a las ciencias sociales del siglo XX, pero sabemos que las fantasías de las mayorías eternas constituyen el punto ciego de la modernidad, ese que debemos siempre repensar, porque no lo debemos repetir.
Al calor de la discusión sobre el proyecto de reforma judicial, han reaparecido las voces que hablan, en nombre de las mayorías eternas, el lenguaje que dictamina raudamente aquello que “todo el mundo sabe, nadie lo puede negar”. Entre muchos otros, un notable filósofo de la política y del derecho constitucional nos ha sorprendido con un veredicto lapidario que dice no sólo que las reformas “más polémicas” son inconstitucionales, sino, y éste es el punto, que dicha inconstitucionalidad puede ser demostrada según los criterios de “todas” las formas posibles de realizar la interpretación de constitucionalidad de una norma. Esto le permite diagnosticar, como si se tratara del descubrimiento de la penicilina y no de una aguda e interesante diferencia política, que estamos frente a una serie de normas “insalvablemente inconstitucionales”. Lo que está en juego es, evidentemente, el concepto de interpretación, en esa zona difícil en la que se entrecruzan la política, el derecho y la justicia.
Según la opinión de Roberto Gargarella –a quien tomamos de ejemplo en esta interrogación–, las normas en cuestión pueden ser sistemáticamente rechazadas, porque pueden ser rechazadas desde todos los puntos de vista: los “originalistas”, los “textualistas”, los “deliberativistas” y los “procedimentalistas” (con Habermas en su cabeza). Si les pusiéramos nombres políticos a estas corrientes del derecho, diríamos que estas normas serían inconstitucionales tanto para la interpretación conservadorarepublicana (la única verdad del sentido de la Constitución se proyecta desde el origen mítico de la “fundación de la libertad” y la leen exclusivamente los “guardianes del origen” del derecho) y la liberalconservadora (los problemas del sentido de la Constitución los resuelve la lógica, que suponemos y reconocemos a priori como la misma en “todos los individuos”), como para la republicanademocrática (no hay constitución política sin deliberación democrática de los sujetos de derecho, por lo tanto, la revisión de constitucionalidad se activa cuando están en riesgo los derechos políticos y las instituciones de la deliberación ciudadana) y la liberaldemocrática (los únicos límites que debe tratar la revisión constitucional son aquellos que resguarden los espacios y los procedimientos de la creatividad política democrática de los ciudadanos, que les permiten enfrentar a los otros poderes “nopolíticos” de las sociedades complejas contemporáneas: el poder económico, el poder corporativocomunicacional, el poder tecnológicoburocrático). Según Gargarella, bajo ninguna de estas interpretaciones las leyes en cuestión podrían ser declaradas constitucionales. ¿Es esto así? Sabemos que tanto para la tradición republicanademocrática como para la liberaldemocrática la cuestión de la revisión de constitucionalidad de una norma dictada por los poderes democráticos es una “cuestión delicadísima”, que no podría ser tratada a espaldas de los ciudadanos y de la voluntad expresa de los legisladores democráticos, si lo que se quiere es impedir que la revisión de constitucionalidad genere un Estado dentro de otro Estado o, para decirlo mejor, “una Corte que asuma el rol de un regente” que garantiza la subsistencia de un Estado aristocrático dentro de otro democrático.
Pensemos un caso. Una reforma que propone la elección de los miembros del Consejo de la Magistratura por voto popular parece contradecir más claramente a las interpretaciones conservadoras-republicanas (sólo los guardianes del derecho eligen a los Guardianes del Derecho) y liberales-conservadoras (no todos saben, no todos tienen los conocimientos para elegir a los jueces de los jueces), que a las interpretaciones republicanas-democráticas y liberales-democráticas, que tienden a expandir la participación política a todos los ámbitos institucionales del Estado y a desjerarquizar las condiciones de acceso a la ciudadanía y a los espacios de deliberación y decisión, para que de ese modo los ciudadanos puedan enfrentar en mejores condiciones el plus de poder de los grandes agentes del sistema económico del capitalismo contemporáneo. La clave del procedimentalismo consiste en depositar en los sujetos hablantes un saber, opaco y perspectivista, que puede siempre aprender de los dilemas del mundo de la vida formas más justas de resolver los conflictos y de defender los derechos que aquellas que ofrecen “las reglas del juego instituido”. Por eso, es falaz el argumento que supone que para el procedimentalismo “no se pueden cambiar las reglas del juego en medio del juego”. Forma parte de la esencia del procedimentalismo democrático cambiar siempre las reglas de juego con el objetivo de tornar el juego cada vez más equitativo, horizontal y plural. Fue finalmente una interrupción del juego instituido la que conquistó los derechos políticos de los pobres, los negros y las mujeres, en sociedades que se pensaban a sí mismas como la realización plena de la democracia. Lo mismo se podría argumentar para defender una reglamentación de medidas cautelares que deja expresamente fuera de su “aplicabilidad” a los sectores vulnerables y parece dirigida a confrontar la litigiosidad que esos agentes económicos, radicalmente desmedidos en el capitalismo actual, descargan sobre el sistema jurídico para garantizar sus intereses particulares, aniquilando sin deliberación ni procedimientos razonados los retazos de la idea de justicia social y bien común (y ese es el diagnóstico políticojurídico de Habermas para la ola de neoliberalismo europeo actual). Existe, por lo tanto, una diferencia nítida entre esos modos de interpretación de lo que está en disputa, que la visión totalizadora de Gargarella escamotea y violenta.
Pero no quisiera entrar aquí en los motivos y los argumentos puntuales de esta controversia. Lo que me preocupa es la operación de “totalización del campo de las interpretaciones legítimas” y la exclusión sumaria de las otras, invisibles, opacas, sin voz. Las otras que permanecen dentro del espectro de lo que se suele citar y las que no (¿acaso en la filosofía del derecho no existen, más allá –quiero decir, más a la izquierda– de Habermas, otros modos de interpretar el texto de la constitución política de una sociedad? ¿Dónde queda la tradición de Lassalle o el estilo con el cual Derrida lee la escritura sagrada de nuestras leyes fundamentales?). No es, obviamente, la primera vez que se escribe en el diario La Nación esta totalidad de lo legítimo, y se excluye de allí la voluntad popular de múltiples sujetos y tradiciones políticas. Lo que inquieta en el dilema actual de nuestro país es que, para un tema tan “delicado”, eso se haga en nombre de las posiciones auténticas de un demócrata de izquierda.
Cuando decimos esto, sigue abierta, por cierto, la cautela del pensamiento frente a “las” mayorías. Pero, para cuidar y potenciar el lugar de las minorías en el drama de la política, no hay que repetir en abstracto el temor a la tiranía de las mayorías, sino preguntarse en concreto qué ha hecho esta mayoría eventual con las minorías reales, esas que, estigmatizadas por la cultura dominante, reclaman justicia más allá del principio que hace regir la ley “de la misma manera para todos”. En nuestra propia coyuntura, el sufrimiento de esas “minorías” (estas sí, cuasi eternas y olvidadas) sólo fue interpretado por “mayorías eventuales”, que supieron hacerles justicia a través de procedimientos de politización y reconocimiento jurídico de derechos. La ley de identidad de género que sancionó el Parlamento argentino no es sólo radical y revolucionaria dentro del derecho comparado, también es un acto de justicia que recrea profundamente y con una cierta “pretensión de universalidad” el sentido de las palabras “liberal” y “democrático”. Por eso, cuando se busca justificar los futuros fallos de inconstitucionalidad de las leyes “polémicas” de reforma del Poder Judicial, sería mejor reconocer que en esa muy probable sentencia no habitan –dóciles frente al que juzga– “todas” las interpretaciones sobre la constitucionalidad de éstas. Lo que reaparecerá en esos fallos será, acaso, la matriz conservadora y autoritaria de nuestra cultura (no sólo jurídica) y el pánico que les ha causado históricamente a los liberales (y a todos los que se aferran, con furia, a la propiedad: a la propiedad de los bienes que no se dividen, del juicio moral que se ejerce desde la cumbre, del intelecto que se goza en solitario, de la palabra verdadera que nunca es común) las diferencias y las resistencias del poder democrático. Pero para justificar eso, con todo derecho, con Habermas, mejor no. En la discusión que su vasta obra produjo aprendimos que sin la filosofía de los nofilósofos no habría pensamiento. Descubrimos ahora, una vez más, que sin la justicia de los nojuristas no habrá democracia.
* Doctor en Ciencias Sociales (UBA).
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-219872-2013-05-13.html