El caso es paradigmático no sólo porque mostró la ferocidad de la Policía Policial en los primeros noventa, sino porque desnuda los mecanismos de protección de algunos integrantes del Consejo de la Magistratura hacia la “familia judicial”.
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La causa por la muerte de Walter Bulacio durmió nueve años en el despacho de una jueza y tuvo 17 pedidos de traslado. Walter fue detenido por policías de la comisaría 45 de Capital Federal el 19 de abril de 1991. Una semana después murió como consecuencia de los golpes que recibió en el calabozo. En 1996 la causa cayó en manos de la jueza Alicia Iermini. En 2005, la inacción de la justicia derivó en la prescripción de la causa: el tiempo transcurrido impedía juzgar a los responsables del delito.
Mal desempeño, inacción y falta de compromiso caracterizaron el accionar de la jueza Iermini. En 2003 la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado Argentino por las graves violaciones a los derechos humanos que sufrió la familia de Bulacio por este mal desempeño de Iermini y solicitó que se investigara el accionar de los funcionarios judiciales que participaron de ella, entre ellos la magistrada.
Un año después la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ya renovada por el gobierno de Néstor Kirchner, ordenó reabrir la causa e indicó al Consejo de la Magistratura que analizara la situación de los jueces que declararon prescripta la causa. En 2008 el Poder Ejecutivo por medio de su entonces Ministro de Justicia, Aníbal Fernández, denunció ante el Consejo a la jueza.
Trece integrantes divididos en estamentos, jueces, académicos, abogados y representantes del Poder Ejecutivo y Legislativo debían lograr los dos tercios de los votos para iniciar el proceso y juzgar a Iermini por mal desempeño en sus funciones.
Recién en 2012, el expediente iniciado contra la jueza llegó al Plenario del Consejo de la Magistratura. Estuve ese día en el plenario. No hubo, como casi nunca los hay, medios de comunicación que se interesan por la reunión de los consejeros. Estaban sí representantes del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Tranquilos, sin demasiado apuro, uno a uno los consejeros ocuparon sus trece lugares.
Seis votos logró el dictamen impulsado por los consejeros Manuel Urriza, entonces presidente del organismo, Hernán Ordiales, representante del Poder Ejecutivo, y los legisladores Marcelo Fuentes, Stella Córdoba, Carlos Moreno y Ada Iturrez, quienes votaron por iniciar el proceso de remoción de la jueza. Como no se lograron los dos tercios
el expediente se archivó, volvió al cajón, volvió a un despacho. “Es necesario que molestemos a las viejitas para que vengan con el pañuelo para que estos hagan algo”, le escuché a decir uno de los asistentes.
El de la jueza Alicia Iermini no es un caso aislado sino un ejemplo entre tantos de los problemas estructurales de la justicia argentina y de la administración de justicia, más específicamente del funcionamiento del Consejo de la Magistratura.
“El Consejo un órgano meramente técnico”, es uno argumentos más repetidos en estos días por jueces y fiscales, para alertar sobre cualquier cambio que las leyes que se votan en el Congreso pudieran realizar sobre el cuerpo. Durante un intento de reforma al Consejo en 2010, algunos legisladores quisieron introducir en lo cambios la posibilidad de que profesionales no abogados integraran el organismo. La corporación jueces y abogados se opuso en forma terminante. Siete votos truncaron la reforma, que también impulsaba reincorporar a la Corte a la presidencia del organismo.
Aquel intento reforma sólo maquillaba la actual composición, no realizaba cambios estructurales, pero sobre todo no tocaba al Consejo, a la familia judicial. Walter Bulacio murió por las vejaciones de la razzia de la Policía Federal. Sus familiares sufrieron las vejaciones de la inacción de la justicia, que derivó en la prescripción de una causa que terminó archivada por el corporativismo de los consejeros que eligieron proteger a la jueza del enjuiciamiento.