Desde hace tiempo las marchas que se realizan frente a los tribunales de todo el país muestran con claridad que existe un profundo malestar en la Justicia. Este reclamo popular tan consistente como variopinto se unifica en la crítica contra los/as encargados/as de administrar Justicia. En cierta medida, se exhiben como intentos de constituir un nuevo orden, un nuevo derecho o más precisamente un nuevo concepto de justicia.
En ese camino, más allá de las críticas opositoras avanzó la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Aunque, es cierto, es difícil prever si en lo concreto el paquete de medidas servirá o no para conformar una nueva legitimidad judicial. No obstante, hay puntos que merecen resaltarse. Por un lado, la apertura pública de la discusión sobre la reforma judicial. Por otro lado, el abordaje impulsado se aparta del sugerido desde hace tiempo atrás para la Argentina y toda la región, por el think tank específico para la materia del Consenso de Washington, el Centro de Estudios Judiciales para las Américas. Los ejemplos más representativos de esta opción reformista de la Justicia se encuentran en Chile y en algunas provincias argentinas como Santa Fe.
El mismo punto de vista fue plasmado sin casualidad en Argentina sobre finales de la década del ‘90 por el entonces ministro de Justicia, Raúl Granillo Ocampo, en el “Plan Nacional de Reforma Judicial. Nueva Justicia Siglo XXI. Propuestas para la Reforma del Sistema de Justicia”. Este Plan, como puede leerse en el libro publicado por el Ministerio de Justicia de la Nación, se originó en el “Programa Modelo de Reforma de las Administraciones de Justicia Provinciales” financiado por el Banco Interamericano de De-sarrollo y fue dirigido por el entonces director de Fores, German Garavano, actual procurador general de la Ciudad de Buenos Aires.
Afortunadamente, la reforma que hoy se ha abierto a la discusión colectiva parte rompiendo con aquella la visión noventista. Hoy no se discuten lemas tayloristas vacíos de contenido, como modernización, rapidez, flexibilidad, eficiencia y efectividad o eficacia. Por el contrario, el punto de partida es “democratizar la Justicia”; “Justicia para todas y todos”; “la sociedad le habla e inquiere a la Justicia”; “Justicia Legítima”. Así, el Ejecutivo nacional toma a su cargo poner en discusión el creciente sentimiento popular de tedio hacia el Derecho, la Justicia y sus administradores. Este malestar, sin dudas, es consecuencia tanto de causas estructurales –cambios globales en el modelo económico de producción capitalista– como coyunturales –ejemplo: casos Marita Verón, Miguel Bru, Mariano Witis, Candela Rodríguez, etcétera–, que de una forma u otra reflejan la fractura del orden burgués que el derecho y/o el sistema judicial pretendían sostener hace ya más de doscientos años como mecanismo de gestión de conflictos y mediatización de la violencia. Por ese motivo, no se puede seguir dando por sentado que existe un sistema de reglas que da plena satisfacción a los objetivos que declama.
Con cierta nitidez puede afirmarse que el malestar también se vincula con la incapacidad de las decisiones judiciales para mantener aquellas viejas promesas decimonónicas de otorgar a todos/as iguales derechos, igual dignidad, igual libertad. Para ser más claro y simple, como lo que está ocurriendo es que la Sociedad le habla a la Justicia o la necesidad de una Justicia Legítima, el debate más particular y fino implicaría dar respuesta a: ¿qué valores sustanciales reclama el pueblo que realice el sistema judicial para que sus procedimientos sean aceptados como válidos?
En la búsqueda de respuesta a la cotidianidad e intensidad de ese reclamo social debemos indagar específicamente sobre las causas subyacentes del fenómeno que determinan la realización de investigaciones genealógicas tan precisas como sea posible para determinar los procesos más o menos codificados que los actores judiciales utilizan para cumplir su actividad. Como dice Derrida, para ser justo con la Justicia, la primera justicia que debe ser hecha es la de escuchar e intentar comprender de dónde viene, qué es lo que quiere de nosotros, sabiendo que la Justicia se dirige siempre a singularidades, a la singularidad de otro, a pesar, o precisamente a causa, de su pretensión de universalidad.
* Profesor de Criminología y Política Criminal de la Universidad Nacional de Rosario. Defensor provincial de Santa Fe.
Un retroceso
Opinión
Por Roberto Gargarella *
Respondo aquí a un artículo publicado por este diario (el 13 de mayo pasado) en que Ezequiel Ipar defendía la reforma judicial criticando mi lectura interpretativa al respecto. En mi texto original sostenía que, repasando las principales teorías interpretativas del derecho (las hay a decenas), no hay manera de salvar la constitucionalidad de la reforma. Ezequiel no es un experto en teoría de interpretación del derecho, y no tiene por qué serlo. El problema es que objete las teorías jurídicas que invoco como si lo fuera, y para ello las transforme en lo que no son, es decir, en teorías políticas, lo que las compromete con significados que les son ajenos. De resultas de ello, Ezequiel critica duramente teorías que, lamentablemente, poco tienen que ver con las que menciono en mi texto.
El tema no era demasiado complejo. En teoría de la interpretación, el “textualismo” es, siempre, el primer paso. Se trata de ver qué es lo que dicen las palabras que aparecen en un texto. Normalmente, si las palabras no son claras, se presta atención a las intenciones (“originalismo”) de quienes lo escribieron. Siendo un crítico del originalismo, considero que es obvio que –hasta cierto punto, y para cualquiera– tales lecturas merecen algún crédito. Por ejemplo, cuando todos criticamos la “re-reelección” de Carlos Menem, lo hicimos señalando, primero, el texto de la Constitución, y luego, por si quedaran dudas, las intenciones explícitas de quienes lo escribieron. Ocurre lo mismo con la reforma judicial: si el texto ofrece dudas, las intenciones de sus autores no dejan huecos: la representación corporativa era unánimemente acordada por todos (incluyendo al juez Zaffaroni) los que lo escribieron.
La defensa constitucional del Consejo se sostiene aún menos si apelamos a teorías “procedimentalistas”. Lamentablemente, el procedimentalismo jurídico es directamente opuesto al que Ezequiel presenta en su texto. En primer lugar, el procedimentalismo no ve con malos ojos los cambios en las reglas de juego destinados a facilitar el acceso político de “los pobres, los negros y las mujeres”. Lamento recordarle que el procedimentalismo jurídico nació, justamente, peleando por ello. El procedimentalismo, por lo demás, defiende el más amplio espacio para la política y la discusión democráticas, a cambio de una condición muy obvia: que se cumplan las reglas de juego que permitan organizar esa política y esa discusión democráticas. Por eso mismo, el paradigma del procedimentalismo jurídico (tanto para John Ely como Jürgen Habermas) lo representa la Corte presidida por Earl Warren en los ’60: la que invalidó la discriminación política de los afroamericanos, la que forzó su integración educativa, la que expandió los derechos de los detenidos y de los presos, y la que –por el contrario– consideró inconstitucionales todos los cambios legales promovidos por el poder para expandir su propia influencia en el control de las reglas de juego (cambio en las reglas electorales, gerrymandering, reforma a las normas sobre partidos políticos, censura a las voces disidentes). Es lo que diferencia una reforma válida, como el decreto 222 promovido por Néstor Kirchner (a través de la cual el ex presidente ataba sus manos, por medio de un proceso más transparente, para la selección de jueces nuevos), de reformas inconstitucionales, hechas de espaldas al pueblo, como esta reforma sobre el Consejo, que permite que el oficialismo gane control sobre las mayorías del Consejo, a la vez que establece requisitos sólo al alcance del partido de gobierno. Como en el caso de la re-reelección de Menem, se trata de un cambio en las reglas de juego, empujado por el jugador dominante, y orientado a dejar en peor posición a todos los jugadores restantes. Como en aquella ocasión, no se trata de objetar el principio de soberanía política (invocado entonces por los defensores de la reelección), sino de tomarse en serio lo que la Constitución dice en su texto.
Ezequiel también se equivoca en su análisis de la reforma en las medidas cautelares. Contra lo que señala, el Estado sigue reservándose hoy el derecho de actuar contra grupos vulnerables: desde los piqueteros a las víctimas y familiares de la tragedia del Once, si es que se manifiestan contra los intereses económicos del Estado. Peor aún, la reforma sigue afectando a los más pobres, al exigirles a los jueces, para dictar una cautelar, condiciones de certeza que no se exigen ni para una sentencia definitiva. Ello, para no mencionar el modo en que la reforma en Casación perjudica a los trabajadores y a los jubilados (que pueden ver en esta reforma la muerte de sus litigios contra sus patrones o contra el Estado). Ezequiel no tiene por qué conocer el detalle de estos tecnicismos, pero no tiene el derecho de invocar a su favor lo que jurídicamente no es cierto.
Finalmente, critico a la reforma por no satisfacer ninguna de las tantas necesidades populares. Una pena, pudo haber servido para lo contrario: con el juicio por jurados, con tutelas, eliminando formalismos inútiles, con acciones colectivas y de clase, con derechos de legitimación hoy cerrados. No se trata de un primer paso, sino de un retroceso.
* Profesor de Derecho Constitucional.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-220918-2013-05-27.html