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Fue hace exactamente diez años. Una década completa. Recorrer los archivos periodísticos obliga a ver un retrato de la ciudad en el espejo que es, de alguna manera, la imagen del desencanto. Las tapas de EL POPULAR aquella entera semana de mayo de 2003 desnudan la lucha denodada de muchos olavarrienses por un puesto en la Unidad Penal de Sierra Chica. Pintura desesperanzada de una ciudad que décadas atrás supo ostentar otros títulos con los que arrasaron las políticas del neoliberalismo y que no se supieron / quisieron reconstruir. De esa vieja Olavarría, ciudad del trabajo pasó a ser ésa otra con la meta de un trabajo en el Servicio Penitenciario Bonaerense.
Era notoria la desesperación por un puesto de trabajo. Gritos de angustia después del terrible y demoledor huracán que había atravesado la Argentina de 2001-2002. Todo se entremezclaba, además, con la antiquísima discusión por la famosa firma de algún político o funcionario necesaria para alcanzar el gran objetivo. Y, en el fondo, la discusión sistémica nunca saldada: cómo la política clientelar mete sus uñas en el entero entramado institucional. Cómo se arman cotos de pertenencia, especie de territorios marcados y alambrados, que siempre será conveniente tener a la hora justa de presionar o pulsear.
Las políticas neoliberales pergeñadas por José Alfredo Martínez de Hoz y luego perfeccionadas en las últimas décadas de democracia, con particular énfasis en los 90, transformaron una sociedad. Y dejaron hilachas de aquello que fue. De la orgullosa ciudad de la piedra y el cemento se pasó a una ciudad de servicios, con fábricas tercerizadas y con puestos seguros en las instituciones del Estado.
Una clara lectura la ofreció allá por 1995 el plebiscito que impulsó en General Alvear el entonces intendente Aldo Sivero. Las zonas rurales tecnificadas, las industrias del calzado y del rubro textil cerradas llevaron a Sivero a dejar una frase para la historia: «La cárcel es una fábrica que no cierra». Alvear en aquel momento pensó lo mismo que su intendente porque el 75 por ciento de los habitantes votó por la instalación de lo que cinco años más tarde sería la Unidad Penal 30. Que en poco tiempo mutó de ser una de las cárceles con mayor seguridad, prolijidad y tecnología a ser hoy una de las más terribles en materia de denuncias por presuntas torturas y malos tratos.
Olavarría vislumbró -sin plebiscito pero sí con fuerte impulso político- un destino similar. Hoy por hoy en lugar de las fábricas con cientos y cientos de obreros hay un entero complejo carcelario que fue creciendo como alternativa laboral para los jóvenes con el correr de los años. Ya la alternativa no era el sueño de ingresar a Loma Negra o a Cerro Negro sino al Servicio Penitenciario, a la policía o al ejército.
El costo en vidas, en crisis psiquiátricas, en pérdidas humanas de ese tipo de opción fue demasiado alto para mucha gente. Y si bien hoy muchas de esas realidades cambiaron y reabrieron expectativas laborales diferentes, lo que se perdió en esos años tuvo un precio infinitamente alto.
En aquellos años los planes de inversión y enormes sumas de los presupuestos de provincias como Buenos Aires, Santa Fe o Mendoza fueron a parar a lo largo de las últimas dos décadas a la construcción de más cárceles.
Y esto no es casual: más del 30 por ciento de los detenidos en cárceles argentinas son analfabetos y esa cifra se multiplica hasta llegar al 70 por ciento en el norte del país. Pero el otro gran detalle es que el 70 por ciento de los detenidos entre 18 y 35 años llegó a la prisión sin haber tenido un oficio previamente.
Es una pintura de país de enorme complejidad. En la que ciertas ciudades muestran en una especie vanguardia el destino atroz que comportan ese tipo de elecciones de modelo político-económico de décadas y décadas. Una de las pruebas contundentes y lacerantes la ofrecen ciudades como Rosario. Otrora conglomerado que concentraba fuerza obrera allí hoy se debaten guerras narco que se llevan las vidas de niños, jóvenes y jóvenes-adultos que militan en el bando de los victimarios y de las víctimas.
No es gratuita la imagen de cientos de personas pujando por ingresar al Servicio Penitenciario Bonaerense. Peleando a brazo partido por ingresar a ese espacio al que probablemente jamás hubieran buscado entrar por propia elección pero que terminó constituyendo el único salvavidas al que aferrarse y que, en muchos casos terminó transformándose en un salvavidas de plomo.