La libertad es un concepto peculiar para Facundo Herrera. ¿Hay diferencia entre estar encerrado en una cárcel, un taller mecánico o un hospital? La libertad es justamente la facultad, la condición, el privilegio de andar, opinar, accionar, pensar como a cada uno le parezca. Y en eso entra la divergencia. Facundo hace todos los días lo mismo. Se levanta a las 7 de la mañana, sorbe unos mates, se sube a la moto, atraviesa la reja del penal de Cipolletti y llega al galpón donde arregla autos hasta que cae la noche. Entonces, desanda la misma ruta existencial: moto, ruta, rejas, penal, presos, en vez de mate una sopa y a la cama. Eso es la libertad para él.

La gran pregunta aquí es si Facundo merece o no ese tipo de libertad, algo que a lo largo de estas párrafos no podremos desentrañar. Sucede que para la justicia fue el que apretó el gatillo dos veces de un revólver calibre 32 que le arrebató la vida al chacarero Domingo Suriani, quien murió un día antes de la Nochebuena del 2004.

Facundo –como ocurre en el 99% de las causas– jura que ni siquiera estuvo en el lugar del hecho, que le armaron la causa y que se perderá 18 años tras las rejas por «comerse el garrón» en un crimen que no cometió. Si existe una única verdad –en realidad, es siempre relativa–, Suriani se la llevó a la tumba.

Facundo está en paz y de eso no hay discusión. Se le nota en la mirada y en la pureza de sus palabras. No hay nada en su léxico que infiera rencor o venganza. Como tantos, se acercó a Dios cuando pasó de ciudadano común a preso. Predica la palabra, reza y es una suerte de misionero del encierro. Dios tiene un buen rebaño en las cárceles argentinas. Herrera es uno de los seis presos de Cipolletti con salidas laborales y de las decenas que existen en la provincia. Son los mismos que fueron estigmatizados cuando Ramón Geldres, quien gozaba del mismo beneficio, acuchilló de muerte a Claudio Araya, después de intentar asaltar a una mujer durante el horario en el que tendría que haber estado trabajando.

Contado así, sin demasiados matices que infieran otra cosa que una suerte de iluminación repentina (una conversión, ni más ni menos), la transformación de Facundo suena a romanticismo puro. No queda otra que pensar que su vuelco se gestó en las profundidades de un intenso desasosiego que lo llevó a querer otra vida. «Yo lo conozco de chico. Su hermano trabajó años conmigo. Por eso le di una mano, porque sé que nunca fue un mal muchacho. Ahora trabaja y vuelve a la cárcel. Se dio cuenta de que es la única forma de cambiar su vida. Pensar en él y en su hijo». Su empleador, Oscar Canale, le cree, lo ayudo y cobija.

«Mascarita» Herrera, como se lo conoció durante los dos juicios por el crimen de Suriani, se resignó a las rejas pero a la vez encontró allí un acto liberador. Hizo huelga de hambre, habló con abogados, presentó recursos. Nada sirvió. Intentó convencer a seis jueces de su inocencia. Aseguró que no conocía a Pablo Torres, el otro condenado, y que ni siquiera había estado en la chacra del crimen. Surgieron evidencias y quedó pegado. De nuevo el encierro y sus peligros. Pero esta vez halló en la lectura y la escritura un combustible espiritual para atemperar la larga espera que tenía por delante. Facundo descubrió otro oficio. Un presidiario le enseñó el sistema Braille y comenzó a transcribir textos. Se levantaba a las 5 de la mañana porque la tarea requiere mucha concentración. Consiguió una troqueladora, seis punzones y cuatro taquillas. Y vio la luz. Y surgieron los beneficios.

Por estos días, cree que le quedan unos cuatro años. «Llevo preso diez años, fui beneficiado por el dos por uno porque la condena quedó firme tres años después de que me juzgaron. En el cómputo son 13 años y ocho meses», calcula.

¿Hay vida afuera de la cárcel para un expresidiario? ¿Logran reinsertarse? El ‘efecto Geldres’ profundizó un pensamiento que se multiplica, aunque muchas veces se calla: «esos tipos se tienen que pudrir en la cárcel, encerrados, pagando». Se escucha en cenas familiares, en asados, en los cafés. El sistema, colapsado, inoperante tantas veces, actúa en consonancia. No instrumenta los elementos para hacer parir las condiciones de un cambio. Tampoco revisa caso por caso. Estimula cuerpos encerrados. Facundo consiguió las salidas laborales antes que Geldres. «Ahora los muchachos están complicados porque controlan todo en Viedma, después de lo que pasó con Ramón Geldres», explica.

El mismo Luis Carilao, que también fue condenado por el caso Suriani, reclamó el beneficio pero un fiscal no avaló la presentación. En las cárceles, las transitorias están restringidas y los defensores no se cansan de reclamarlas. En los Ministerios Públicos de Cipolletti, por ejemplo, hay una lista de siete u ocho presos que «están para salir» pero que no consiguen la autorización.

Lo de Herrera fue una situación casi excepcional. Los jueces evaluaron su buena conducta, su dedicación al sistema de lectoescritura y los informes favorables de los psicólogos. Encontró en las palabras una práctica esencial, un acto catártico. Y en una fosa con olor a grasa y aceite la entrada a una vida diferente, en libertad.

 

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