Sócrates fue condenado a beber cicuta por un jurado popular y también fue un jurado el que absolvió a Francisco Camps del delito de cohecho en el llamado caso de los trajes. Ejemplos como estos llevan a muchos a rechazar esta institución. Entre ellos está Alberto Ruiz Gallardón, que pretende limitar drásticamente el ámbito de actuación del tribunal del jurado[i]. ¿Tiene razón el ministro de Justicia?
El debate sobre el jurado popular suele reavivarse a raíz de juicios muy mediáticos, como el del ex presidente de la Comunidad Valenciana. En ese caso, el veredicto de “no culpable” fue interpretado por gran parte de la opinión pública como una prueba de que el jurado no funciona. Sin embargo, caben dos explicaciones de este veredicto. Uno: que efectivamente no haya podido demostrarse que cometiese el delito de cohecho pasivo. Y dos, que haya cometido el delito y tanto el jurado como el Tribunal Supremo, que revisó el caso, se hayan equivocado. Para saber cuál de las explicaciones es la cierta, habría que analizar detenidamente el proceso, y no es ese el objetivo de este artículo. Pero en todo caso, de la misma manera que no cuestionamos la existencia del Tribunal Supremo porque en algunas ocasiones sus miembros se equivoquen, es injusto reclamar la eliminación del tribunal del jurado porque a veces haga mal su trabajo.
El tribunal del jurado está previsto en la Constitución como una forma de participación de los ciudadanos en la administración de justicia. La ley[ii] que lo regula, de 1995, establece para qué delitos interviene el jurado. En principio se trata de delitos de fácil comprensión para personas sin formación jurídica, por lo que está incluido el homicidio consumado, pero no la tentativa de homicidio, por ejemplo (sin embargo, hay delitos bien sencillos que el legislador ha querido excluir[iii]). El tribunal del jurado está formado por nueve ciudadanos elegidos al azar y por un juez. En el modelo español, el juez presenta a los jurados –que así se llaman- una serie de hechos averiguados por la investigación, y estos deciden por votación si son ciertos o falsos. Luego el juez aplica la ley a los hechos demostrados. Por lo tanto, lo que hacen los jurados es valorar las pruebas, una tarea lógica que no exige conocimientos jurídicos.
Como ocurrió en el caso de Camps (y en el de Sócrates) las críticas al tribunal del jurado suelen basarse en el resultado final del juicio, o sea, la condena o la absolución del procesado, sin tener en cuenta el resto del proceso, lo cual resulta como mínimo arriesgado. Pero se pueden oponer algunas objeciones más a los ataques que sufre esta institución. En primer lugar recordemos que además de los nueve jurados hay un magistrado que preside el tribunal, y este también puede cometer errores. De hecho, es el que redacta las preguntas que se plantean a los jurados, y no siempre de forma clara. En segundo lugar, muchas de las críticas al jurado se basan en la idea de que los ciudadanos están fuertemente determinados por sus prejuicios, su posición social, su ideología, sus creencias morales y religiosas… y los jueces no. Lo cierto es que todo el mundo está influido por estos y otros factores sociodemográficos y psicosociales, pero los jueces sufren un “plus de parcialidad”: tienden a alinearse más con las tesis de la acusación que con las de la defensa[iv]. Esto se debe al peculiar estatuto que tienen los fiscales (la parte acusadora) en nuestro sistema, con unas funciones “de defensa de la legalidad” que en la práctica hacen que trabajen de forma muy estrecha con los jueces. Por lo tanto, la idea de que los jueces son más imparciales que el resto de los ciudadanos queda en entredicho.
Existe una cuarta objeción a los ataques que recibe el tribunal del jurado: no hay ningún estudio que demuestre que los jurados populares se equivoquen más en sus decisiones que los jueces. Finalmente, existe el temor de que los ciudadanos sean muy duros en la aplicación del derecho. Estamos acostumbrados a que sólo se hable de derecho penal con motivo de crímenes gravísimos, cuando los telediarios se llenan de víctimas destrozadas que claman venganza. Sin embargo, no podemos suponer que un ciudadano al azar, cuando tiene que decidir sobre la culpabilidad o la inocencia de un acusado con el que no tiene ninguna relación, va a tener la misma actitud que una madre con el violador y asesino de su hija. Jorge O. Bercholc lo explica así: “La percepción de la realidad mediada y construida por los medios masivos a la que acceden los ciudadanos […] guarda escasa relación con la experiencia directa que con los hechos se tiene cuando estos son conocidos sin dicha mediación[v]”.
Por lo tanto, los argumentos contra el tribunal del jurado se revelan bastante débiles. Y sí existen fuertes razones a favor de la institución. De acuerdo con Bercholc, el jurado popular puede suplir déficits democráticos en relación a tres ámbitos: la participación ciudadana en la administración de justicia, la publicidad de esta y la “representación de los intereses diversos de la comunidad[vi]” a través de la selección de un cuerpo de jueces legos que refleje más fielmente la realidad sociológica de lo que lo hacen los jueces profesionales, un colectivo cuyo perfil de género, ideológico y de posición en la escala socio-económica es bien diferente del conjunto de la sociedad[vii].
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