Días atrás, en ocasión de la 43ª reunión de cancilleres de la Organización de Estados Americanos (OEA), se reconoció el fracaso de la llamada «guerra contra las drogas». Simultáneamente, organizadas por el Inadi y el Consejo Asesor de Prevención de las Adicciones, se llevaron a cabo en Bariloche unas jornadas sobre consumos problemáticos. Entre ellos, el de las drogas prohibidas.

Entonces se recordó que acaso deberíamos poner más atención cuando se proclama cualquier clase de guerra, sea contra la subversión, la delincuencia y, también, por supuesto, contra las drogas. Y ello, por cuanto la demonización de las personas y de los objetos nos coloca frente a un escenario que tiende a conflictuar, aún más, lo que ya de por sí traiga consigo de complejidad.

Para librar una guerra hacen falta ejércitos, policías y enemigos. Y también inversiones públicas que omiten ir hacia áreas sociales como la vivienda, la salud y la educación, para sostener, en cambio, las batallas y las persecuciones. Uno podría preguntarse, cuando del uso problemático de drogas se trata, qué beneficio acarrea esa guerra y quiénes resultan ser sus principales beneficiarios: ¿tal vez el extraordinario mercado del narcotráfico y sus inversores tanto locales como globales?

Cabe formular tales preguntas en un campo social, como el argentino, en el cual se inician 12.000 causas penales por año, de las cuales, alrededor de 8.000 se orientan a la persecución de meros usuarios. Es decir, que gravitan sobre la persecución penal de conductas que carecen de una víctima propiamente dicha y de un daño infligido a otra persona.

Si ello es así, nos encontramos frente a lo que la criminología denomina «delitos sin víctimas». Y si no las hay, puesto que tan sólo se trata de un daño potencial a la salud, que es un riesgo autoasumido por el sujeto consumidor, entonces, sencillamente, no debiera haber puesta en funcionamiento del sistema penal.

Se ha dicho con razón que los países latinoamericanos sufren una fuerte y compulsiva adicción punitiva, a la que le subyace la creencia de que todos los comportamientos conflictivos que asumen sus ciudadanos pueden ser administrados por medio de las herramientas provenientes de los sistemas penales. De modo que no es extraño que también suceda cuando de consumos problemáticos se trata.

En ese sentido, un reciente trabajo elaborado por investigadores colombianos bajo el título «La adicción punitiva», demuestra cómo en nuestro ámbito regional es castigado más severamente el contrabando de cocaína, a fin de ser vendida a alguien que quiera consumirla, que violar a una mujer o matar voluntariamente al vecino. En dicho sentido, los casos de Bolivia y Colombia resultan ser sumamente elocuentes.

Si lo que en verdad preocupa es la salud de la población y de las personas que la integran, deberíamos recordar que la guerra contra las drogas y sus batallas cotidianas por parte de las agencias de control penal –policías, juzgados y sistemas penitenciarios– poco favor les hacen a quienes sufren los lamentables efectos de las adicciones y los daños corporales y psicológicos que les acarrean.

Pareciera que aquéllos necesitan más ayuda que persecución, es decir, programas de inclusión social y de rehabilitación que estigmatizaciones compulsivas que los sumerjan, aún más, en los márgenes sociales. Pues ello es lo que trae aparejado la puesta en funcionamiento del sistema penal cuando de castigar a un consumidor se trata.

Tal vez debiéramos recordar cuáles resultan ser los principios, tanto constitucionales como provenientes de la teoría penal, que sirven para poner límites al poder punitivo del Estado. A punto tal de servir de diques de contención a la fuerza que aquél habitualmente lleva consigo.

Uno de ellos resulta ser el principio de última ratio, que postula que la puesta en ejercicio del sistema penal debe ser el recurso final disponible, tan sólo habilitado en caso de que los controles formales e informales hubieran fracaso o resultado insuficientes. Y ello, por cuanto la gravedad de la reacción penal aconseja que aquélla sólo sea considerada como un recurso excepcionalísimo frente al conflicto social.

Otro de esos principios, de naturaleza constitucional, es el de la proporcionalidad de las penas. Cuestión que viene estando presente desde la Ilustración hasta nuestros días como aspecto sustancial del proceso de humanización de las respuestas penales y que, en la actualidad, es considerada una conquista del Estado de derecho. De allí se desprende que es cruel e inhumano imponer una pena que no guarde una razonable proporción con la gravedad de la conducta.

Por último, otro de los recursos legales que sirven para racionalizar la intervención punitiva es la letra del artículo 19 de la Constitución Nacional y el espíritu que la anima. Se trata de una disposición que protege a la intimidad y la privacidad que rodean a los actos privados de las personas, respecto de los cuales se encuentra vedada la interferencia estatal en la medida en que aquéllos no ofendan a la moral, al orden público o perjudiquen a un tercero.

Cada uno de estos tres dispositivos sirve para contener el punitivismo reinante. Y, aun en los casos en que fuera habilitada la puesta en ejercicio del sistema penal, pues entonces no deberíamos olvidar los lamentables efectos causados por el prohibicionismo. Aquél reduce al ámbito policial un problema que, en todo caso, debiera activar a instancias no beligerantes de la vida social.

Cabe postular, en cambio, políticas públicas sobre la base de lo que se denomina programas de «reducción de riesgo». Se trata de estrategias destinadas a abordar los daños potenciales relacionados con el uso de ciertas drogas y a disminuir los efectos negativos que aquél pueda traer aparejados. Las campañas en materia de educación, información, uso responsable y cuidados recíprocos forman parte de esta estrategia que opta por la inclusión y la luz del día, en contraposición a la oscuridad de las mazmorras y las celdas de castigo.

Por último, no deberíamos perder de vista que al Estado y al gobierno de sus funcionarios les está vedado, a través de la acción de gobierno, el imponer una moral determinada a la población. Y que si la libertad ejercida de modo responsable es el capital social y espiritual indispensable de la democracia participativa, pues entonces su defensa deviene indispensable.

 

 

*) Juez Penal. Catedrático Unesco

 

http://www.rionegro.com.ar/diario/consumos-problematicos-1190125-9539-nota.aspx