Arquitecto Tucci no es territorio nuevo para María Fernanda Berti y Javier Auyero. Junto a varios otros jóvenes, y hace más de 20 años, recorrieron sus calles como militantes. Berti regresó en 2007, como docente de una de las escuelas públicas de nivel primario de la zona. Auyero como sociólogo, de la mano de Berti. “Me impactó la cantidad de nenes que me contaban sobre su papá, su mamá, sus tíos o hermanos presos, la persistencia en una situación que se repetía una y otra vez desde diferentes bocas pequeñas”, destacó en la búsqueda del comienzo de la investigación que dio origen a La violencia en los márgenes. El otro elemento que la empujó a buscar a su compañero de militancia fue la toma del “Campito Tongui”, como era conocido un extenso espacio de tierra vacía que desde el 17 de noviembre se convirtió en la toma más grande del país en las últimas décadas. “Lo busqué a Javier y le dije: tenés que estar.”
–La violencia en los márgenes apunta a describir el ejercicio de violencia interpersonal, desde la microestructura de un barrio popular como lo es el de Arquitecto Tucci, en el conurbano bonaerense. ¿A qué se debió este enfoque?
Javier Auyero: –Es un recorte analítico que hicimos. Consideramos necesario contar los vínculos de violencia entre las personas como un paso previo a la explicación de que aquellos están causados por el orden social, por la presencia intermitente, selectiva y contradictoria del Estado en esos territorios. Creemos que si no aislábamos esas relaciones de la macroestructura, si a todo llamábamos violencia sin más, después no podíamos entender finalmente cuáles son los alcances profundos de la desigualdad.
María Fernanda Berti: –Tuvo que ver con la necesidad de la gente de contar lo que les pasa todos los días. Primero los nenes, que contaban esto todos los días; después salimos de la escuela y nos encontramos con lo mismo. La necesidad de las personas de hablar de lo que están pasando.
–Ustedes vieron una necesidad en la gente. ¿Cuál fue la de ustedes para hacer este libro?
M. F. B.: –Son muchas las situaciones de violencia que suceden a diario. La cadena no se corta nunca.
J. A.: –Desde mi lado, desde la sociología, creo que parte de la tarea de las ciencias sociales es la de develar y descubrir cosas sobre las que no se habla. Entonces me pareció que este sufrimiento que genera la violencia constante y casi avasallante tiene que ser contado. Hay que hacer el sufrimiento visible. Se habla mucho sobre seguridad, inseguridad y violencia en Argentina, pero nunca de estas clases de violencia. La gente de barrios populares, de barrios pobres en nuestro país, siempre son victimarias. Sus integrantes siempre son mencionados como generadores de violencia, de inseguridad. Nunca como víctimas.
–Hablan de peleas barriales, de la tenencia de armas, del consumo de drogas, de prostitución, de la violencia sexual y de género como algunos de los tantos ejemplos de violencia interpersonal protagonizada por los habitantes de barrios vulnerables que conforman una cadena que invade el campo social. ¿Cómo traspasan del campo de la privacidad al público?
J. A.: –Normalmente, en un cuerpo social empobrecido se puede entender a la violencia como retribución. El me insultó y como respuesta vos me defendés y le pegás. El ojo por ojo. Ese tipo de violencia está en Arquitecto Tucci (por pedido de los autores, el nombre real del barrio fue modificado), pero no siempre la interconexión es lineal. ¿Qué pasa cuando vos no me pagaste los tres porros, entonces voy y te pego adentro de tu casa, y después te pega tu mamá por no haber pagado y el segundo marido de tu mamá le pega a ella porque vos, para tomar droga, le vendiste el televisor? Se generan una serie de acciones que se conectan unas con otras. La idea de cadena es producto de un análisis feminista, si se quiere: no estamos valorizando una violencia sobre la otra. Cuando le queman el rancho a un tipo en respuesta a un intento de violación no estamos diciendo que la violencia colectiva es a la que hay que prestarle atención y a la otra no. No creo que estemos diciendo nada demasiado novedoso, pero sí estudiándolo de una manera que no se hizo antes. Se habla muchas veces de la copresencia de muchas violencias en los barrios relegados: hay violencia estatal, de drogas, sexual. Pero nunca se las planteó de manera encadenada. Todas esas violencias se conectan unas con otras y llegan hacia el final del libro a conectarse con lo que hace el Estado. Tenemos que dejar de pensarlas por separado. Se trata de armar un rompecabezas.
–En un segmento del libro reconocen el peligro de que las historias que cuentan sirvan para sumar a la estigmatización de los habitantes de los barrios populares. ¿Por qué decidieron correr el riesgo?
J. A.: –Contamos historias fuertes, y dejamos muchas otras afuera porque nos parecía demasiado. Decidimos contar estas cuestiones con el compromiso de contarlas bien, justamente para evitar que sean mal utilizadas tras ser leídas. Para nosotros, ese “contarlas bien” significó contextualizar a fondo. Contar que una mamá le rompió dos dedos a su hijo, pero no dejarlo en el aire, sino contextualizar la historia lo más que se pueda. ¿Por qué lo hizo? Y en el porqué está el cómo: ¿cómo suceden esas cosas? Gracias a las notas y las entrevistas que hicieron Fernanda y Agustín (Burbaro de Lara) logramos sumar contexto más contexto más contexto a las situaciones. El gran contexto estructural es el de la miseria, la desigualdad, la violencia estatal. Pero luego hay microcontextos: cómo fue, qué pasó, qué vino después. No vamos a evitar que la gente lo lea mal –eso está en cada lector–, pero sí proveerle las herramientas para que entienda que esa violencia viene de algún lado.
–¿Confían en que el libro ayude a deconstruir el discurso de inseguridad impartido tan fuertemente por los medios de comunicación masivos en el que los pobres son sólo victimarios de la violencia que sufren las clases medias y altas?
M. F. B.: –Debatimos mucho el cómo contar todo esto. Javier siempre me pedía, mientras hacíamos el libro, que le contara alguna vez una linda historia. Pero nunca lo logré. Pedía que apareciera algún caso que negativizara aquello que estábamos contando, alguien a quien no le pase nada. No pudimos encontrarlo. Quisimos remarcar con el libro que en las familias de esos barrios como el de Arquitecto Tucci la muerte se sufre tanto como en cualquier otro lado; que los chicos les tienen miedo a los tiros, a los robos, a que sus padres estén lejos, en una celda; que las personas piden lo mismo que la clase media –aquellos apropiadores del discurso de la inseguridad– y, sobre todo, que la vida se festeja. La discusión del cómo, para ellos, se obtiene más seguridad es una discusión que llega después. Muchos nenes plantean: queremos más armas. Bueno, hay que entender que casi todos en esas familias tienen armas. Cuando me dicen eso, siempre les pregunto por qué sus papás tienen armas. “Para defendernos”, me responden. El libro está escrito para que pueda entenderse de esta manera.
J. A.: –Hace diez años escribí un libro sobre clientelismo que se sigue leyendo mal. A veces, como escritor es un poco limitado lo que uno puede hacer.
–El hecho de que el ejercicio de violencia en los vínculos interpersonales rompa el cerco de la privacidad e invada el campo social ¿provoca que el uso de la violencia sea natural, que se convierta en sentido común?
M. F. B.: –Sí y no. Los nenes un día me contaban que estaban jugando en la vereda y que los transas se empezaron a tirotear. Yo les pregunté qué hicieron y me contestaron que estaban acostumbrados. Estar acostumbrados no implica que no se sufra. Los pibes se familiarizan con todo esto mucho más que nuestros hijos, que nunca vieron una bala. Forma parte de su universo simbólico, y tienen vocabulario no sólo tumbero sino hasta judicial: que el allanamiento, la fianza… Pero el pedido de seguridad está todo el tiempo. El sufrimiento de la muerte y el encarcelamiento está todo el tiempo.
J. A.: –En el libro planteamos que la violencia forma parte de un repertorio en el sentido sociológico, pero también literario: un grupo de teatro tiene un repertorio, pero eso no quiere decir que siempre interprete la misma obra. En Argentina hay un repertorio de acción colectiva, pero eso no quiere decir que la gente en lucha esté todo el día cortando la calle. Utilizar la violencia para resolver problemas y para atar relaciones es parte de un repertorio que a veces se utiliza y otras no. Allí, en los barrios vulnerables, sí se tiene una relación más asidua con la violencia, pero eso no quiere decir que todos los días a los chicos que se portan mal le dan un cascazo en la cabeza. Y que esas personas estén más “acostumbradas” a la violencia no tiene que ver con sus valores, sino con la forma en la que el Estado participa de ese campo social.
–¿Cómo se relaciona el Estado con el origen de la cadena de violencia?
J. A.: –Es difícil ubicar el origen último de la violencia interpersonal. Un amplio sector de la sociedad argentina piensa que los pobres siempre fueron así. Y no, no es así. Hace 25 años, nosotros pisábamos las calles de ese barrio y nos consta que no era así. No es la pobreza la que genera la violencia. Son muchas la causas que se combinan: la informalidad, la desproletarización y la manera en la que el Estado se hace presente. Este primer cordón del conurbano supo ser industrial. Hoy es el cordón de la informalidad. La informalidad en principio puede generar violencia porque no hay mecanismos formales de control. Pero esa informalidad también tiene que ver con la desproletarización. Este barrio estaba poblado de obreros que tenían una relación formal con el trabajo. No los encontramos hoy. Hay muchos programas gubernamentales de asistencia, pero no suplen la proletarización que falta. Nuestro último cálculo resultó que la Asignación Universal por Hijo cubría una semana y media de vida, después arreglate. La ciudadanía es de muy baja intensidad, porque sus derechos siempre fueron truncados. En cuanto al Estado, no es que está ausente por completo. El problema es de qué manera está: patriarcal, intermitente, segmentada. Un día manda la gendarmería, pero otro vienen los de azul con la camisa afuera, mal pagos, mal entrenados, corruptos. Sí actúan para buscar algunos transas, pero frente a la violencia de género no hacen nada y menos frente a la violencia dentro del hogar, porque “no es su competencia”. Si vos ponés un oficial en el que alguien pueda confiar, la violencia se acaba. El ejercicio que proponemos en el libro es el de pensar qué pasaría si en cada una de las cadenas de violencia que se arman estuviera presente, por ejemplo, un policía en el que se confíe: esas cuestiones se cortan. Si una mujer que va a la policía para denunciar que su pareja la golpea fuera bien recibida en lugar de que los efectivos le respondieran con el “venís para sacarte de encima a tu marido…”. Si la mujer recibe esa respuesta ¿por qué va a volver a ir? ¿Por qué va a confiar un adolescente en el policía cuando saben que muchos de ellos pagan en La Salada por que les realicen fellatios. ¿Por qué vas a ir a denunciar que en tu esquina venden droga si sabés que es el policía el que pasa a cobrar el sobre?
–¿Se necesitaría que el Estado monopolice el ejercicio de la violencia, entonces? ¿Y los casos de gatillo fácil?
M. F. B.: –Se trata de que el Estado deje de ser artífice de la inseguridad que se sufre en estos barrios.
J. A.: –El Estado está produciendo violencia. Los chicos le cuentan a Fernanda que ese celular último modelo que tienen en la mano se lo dio su papá, policía, que se lo sacó a un ladrón que detuvo. Hace poco allanaron la comisaría y encontraron droga ahí adentro. Parte del argumento que desarrollamos en el libro es que al Estado no monopolizar el ejercicio de la violencia legítima, se convierte en uno de los motivos que hacen a la generación de las situaciones de violencia interpersonal. El funcionamiento interno de la feria La Salada lo prueba. La feria se ha pacificado porque hay un grupo de empresarios feriantes especializados en violencia que se encarga de mantener su seguridad. Las crónicas de (el periodista) Sebastián Hacher revelan un primer momento fundacional de mucha violencia hacia adentro de la feria hasta el estado actual, cuando nació como una especie de Estado paralelo. La gente que maneja La Salada sabe utilizar la violencia y la monopoliza. La feria se pacificó, pero exportó la violencia a sus márgenes. La presencia de dinero en efectivo, en una zona de altos niveles de desintegración, de desocupación, se convierte en una oportunidad fantástica para lo que (Max) Weber llama “capitalismo de botín”: ¿quién le puede decir a un chico que nació en ese ámbito que está mal robar cuando todo eso es una gran oportunidad?
–¿Dejan secuelas en las personas estas prácticas de violencia en las relaciones? ¿Se puede hablar de una cadena interminable?
J. A.: –En el libro decimos que estas violencias no tienen un carácter liberador. En su libro Los condenados de la tierra, (Frantz) Fanon plantea que la violencia del oprimido es redentora y esa manera de entender la cuestión tiñó muchos estudios sobre el tema. Nosotros queríamos verlo de otro modo: esta violencia, la que contamos en el libro, la que pasa en Arquitecto Tucci, no libera. Hay un abordaje populista hacia los sectores populares que los caracteriza de resistentes, que los describe como que siempre están sobreponiéndose y que la violencia estructural y el orden social, la injusticia y la opresión no les deja marcas, que el futuro es de ellos. A nosotros nos cuesta pensar que alguien pueda salir intacto de allí, que esta violencia no deje marcas. Si alguien puede probar, como también últimamente se busca instalar desde cierta corriente, que la enorme cantidad de violencia se concentra en la que ejercerían los pobres contra los ricos, podríamos darle cabida al argumento que plantea que los pibes chorros son los que tienen en sus manos la revolución que cambiará el sistema. Lo que estamos contando nosotros aquí es que la violencia la cometen ellos contra ellos mismos, contra iguales.
M. F. B.: –…y que una de las cosas por las que no interesa es por eso: porque se matan a ellos mismos. Una de las cuestiones que hicimos mientras escribíamos el libro fue chequear en qué medios salían publicadas las muertes que los chicos nos contaban. Poco y nada.
J. A.: –De todas maneras, decir que la violencia deja marcas no quiere decir que todos los que nacen y viven en estos barrios vayan a salir delincuentes, asesinos. Decimos que el ambiente genera una relación de cierta familiaridad con ciertas práctica violentas. Si crecés en un ambiente cargado de plomo, de benceno, de sustancias tóxicas, no vas a vivir la misma cantidad de años que si crecés en uno libre de esos elementos. Ahora, si uno quiere por cuestiones populistas decir “no, son invencibles, no les va a hacer nada, resistirán”, está bien. Pero eso no resiste ningún análisis empírico serio. Lo que el libro trae no son buenas noticias.
–¿Cuáles son los efectos de la violencia interpersonal?
M. F. B.: –Toda esta violencia genera, entre tantas cosas, el encierro. En el Campo Tongui (como es conocido el barrio llamado “17 de Noviembre”, que nació con la toma de ese día en 2009) la gente que originalmente tomó los terrenos se está yendo. Te dicen que no pueden dejar la casa sola nunca. Eso pasa también en los alrededores. Los nenes cuentan que según por dónde vienen los tiros a la noche se tienen que ir moviendo de lugar adentro de sus casas. No están seguros ni en su propia casa.
J. A.: –Los efectos más inmediatos son las prácticas que los vecinos establecen para defenderse de la violencia: encierro en las casas, poner mejores candados, armarse, los días de feria no se sale. Los sectores populares reaccionan muy similarmente, aunque con menos recursos, que la clase media frente a la inseguridad. Por otro lado, desarrollan prácticas que reproducen la violencia: si nadie va a lidiar con el problema de la violencia sexual, lo vamos a solucionar nosotros. Linchamiento. Y también hay organización, hay politización de la cuestión en tanto acción colectiva. En febrero estuvimos en una reunión de vecinos de Tucci que se juntaron para hacer algo con la inseguridad. Pero ellos mismos dicen que el miedo paraliza. Estos lugares son fábricas de violencia.
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