La Argentina ha violado los derechos a una sentencia justa, al debido proceso, a la vida y la integridad física de más de una decena de adolescentes, desde que en 1999 se aplicaron las primeras condenas a prisión perpetua a jóvenes que habían cometido delitos graves antes de los 18 años de edad, es decir, cuando conforme la Convención de los Derechos del Niño con jerarquía constitucional, eran niños. Que algunos de esos casos hayan llegado a ser denunciados ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 2002, luego de que les respondieran que no era posible, por haberse agotado un plazo que los jóvenes presos no conocían, fue producto de compromisos personales e institucionales que lograron sortear los obstáculos de burócratas de todo tipo: burócratas judiciales, que aplicaron estas condenas y que las confirmaron -incluido Pedro David, actual y prominente miembro dela Cámara Federal de Casación Penal, que fue el primer voto en el fallo confirmatorio dela Sala II de esa misma Cámara, en 2001-, y Raúl Madueño, también miembro actual dela CFCP; burócratas de los poderes ejecutivos de sucesivos períodos constitucionales; burócratas diputados y senadores que durante todos estos años, desde 2001 hasta 2013, arguyeron que nada se podía hacer, que eran casos muy graves, que si se conmutaban las penas, o se sancionaba una ley de topes que limitara el número de años que se aplicara a un adolescente por sus delitos, «se nos van a venir los familiares de las víctimas encima», «nos van a matar en los medios», «tenés que entender, no hay condiciones políticas».
Pero el problema más grave no es ese. El problema más grave, y del que esta sociedad tendrá que hacerse cargo, es que mientras esas frases eran pronunciadas, uno de los adolescentes condenados a prisión perpetua, Ricardo David Videla Fernández, al que los medios le decían «Perro», porque así se lo consideraba, un perro salvaje, apareció colgado en una celda de castigo de la Penitenciaría de Mendoza, el 21 de junio de 2005. Otro de los jóvenes, Lucas Matías Mendoza, casi ciego y preso en su casa después de estar 15 años encerrado en cárceles de máxima seguridad, sin contención y sin acompañamiento real, volvió a caer, y no se enteró de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, porque está internado desde el mismo 4 de julio en el Hospital de la Cárcel de Devoto con dos puntazos en el cuello. Y Claudio David Núñez, en libertad desde agosto del 2012 por un fallo tardío de la Cámara Nacional de Casación Penal, se entera quizá de la decisión de la CIDH, pero desde un pabellón de Devoto, donde volvió también porque ninguna de las áreas del Estado lo estaba esperando para ayudarlo a construirse con algún proyecto de vida, después de pasar más de la mitad de su vida preso, primero en hogares, luego en institutos, finalmente en las peores cárceles de este país que todavía tiene tanto que hacer para garantizar los derechos de todos sus integrantes.
Lo venimos diciendo desde el año 2002, cuando conocimos los casos: las condenas a prisión perpetua por delitos cometidos antes de los 18 años son inconstitucionales. Lamentablemente, la Corte Suprema de Justicia de la Nación perdió una oportunidad para decirlo también, y en su fallo «Maldonado», de diciembre de 2005, resolvió algo parecido a un «Ni»: no las declaró insconstitucionales, pero mandó a dictar nueva sentencia. Desde entonces, han aparecido otros casos en Mendoza y Chaco, y varios fiscales han solicitado la imposición de este tipo de penas para adolescentes, a los que se les terminan imponiendo 15 o 20 o 25 años de prisión, como si la perspectiva de pasar más del doble de su tiempo de vida presos, fuera una pena acorde con los postulados del derecho penal juvenil.
El Estado argentino tiene que reparar a las víctimas de esta brutalidad judicial que ningún área del Estado se atrevió a resolver durante todos estos años. Estos jóvenes cometieron delitos graves, eso está fuera de discusión. Lo que no se podía hacer con ellos, que tenían 16 o 17 años, era aplicarles una pena brutal, desmedida e igual a la que les hubiera correspondido si hubieran sido adultos. Aún con el Régimen Penal dela Minoridad, decreto ley 22.278, un engendro de la dictadura, aún con ese instrumento creado por burócratas al servicio del genocidio, las penas de prisión perpetua no debían ni podían ser aplicadas, una vez que nuestro país había ratificado la Convención sobre los Derechos del Niño, y le había otorgado jerarquía constitucional en 1994, como hemos explicado largamente a lo largo de estos años.
El Estado argentino, además, tiene que sancionar un nuevo régimen penal juvenil, pero sin baja de edad de punibilidad, es decir, manteniendo la edad mínima de responsabilidad penal en los 16 años, y estableciendo un tope de pena que excluya las perpetuas y las condenas de larga duración que son inhumanas en sí mismas, y mucho más, cuando se ejecutan sobre jóvenes y adolescentes.
Sólo así, esta larga espera de justicia habrá tenido algún sentido y las víctimas de esta violación de derechos humanos, hoy hombres sobrevivientes, y la familia de Ricardo David Videla Fernández, podrán intentar reparar algo del sufrimiento que el Estado les provocó.
* Autora de «La vida como castigo. El caso de los adolescentes condenados a prisión perpetua en la Argentina», de Editorial Norma, 2010. Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC)