A 15 kilómetros de distancia unas de los otros, muros y rejas mediante, pero del mismo lado del reparto, desde fuera, las chicas del comedor comunitario Los Leones Agrandados en la parte más inundable de la Villa 20 de Lugano –que es decir muy inundable– y un grupo de pibes del penal de Devoto –que es decir encerrados–, del Centro Universitario de Devoto, están conectados por la solidaridad que atraviesa muros y acorta distancias. La experiencia consistió –contra la marea de opiniones y miradas que estigmatizan y empujan a la marginación– en que un grupo de internos tuvo la idea de organizar una especie de ONG para recolectar plásticos y cartones que se producen en la cárcel a montones, vender el producto al exterior de los muros, y ese dinero aportarlo a espacios que lo necesitaran imperiosamente. La conexión entre los de Devoto y las de Los Leones, se produjo merced a integrantes del Observatorio de Cárceles del Centro de Estudios de Ejecución Penal (Facultad de Derecho de la UBA). Este cronista entrevistó a ambos extremos unidos, después de que lo recaudado ya estaba desplegado como sillitas, mesas, manteles y utensilios en el comedor. Claro, como se trata de la cárcel, sólo tuvieron oportunidad para uno solo de estos gestos.

Es miércoles, un miércoles muy frío. El viento sopla y corre por las calles de la villa 20, frente al Parque Indoamericano, y cala hondo. Llovió hace unas horas. Y el rastro de la lluvia no es como en el resto de la ciudad, que deja marcas y se va. En la villa 20 como en todas las villas, dentro de la misma ciudad, la lluvia deja marcas pero se queda. Podría decirse que remarla casi no se presenta como metáfora. Durante días el agua se filtra en las callejuelas entre bolsas de basura que arrastra y acumula en rincones como minibasurales, en las casas, en las paredes y en los techos.

Fuera de estas marcas, el espacio de Los Leones Agrandados se reconoce por un cartel con el nombre y la identificación M.23 C.73, que en términos de identificación domiciliaria y catastral marca las diferencias como para cualquier villa, no sólo la diferencia del agua, sino también en las propias fórmulas de la burocracia: no es el número de una calle, sino dos siglas y cuatro números que vienen a indicar que ésa, la puertita de Los Leones Agrandados, es reconocible para la autoridad municipal como Manzana 23, Casa 73.

Nada más. Precisamente la asistencia solidaria del grupo de internos encabezados por Alejandro Maniero, a quien entrevisté junto a otros coequipers de proyectos y rejas para esta nota, apareció para cubrir algunas de las tantas necesidades. Más adelante vendrá ese relato. Mientras, alcanza para decir que 4 mesas de plástico, 32 banquetas del mismo material, los respectivos manteles, jarras y algunos utensilios para cocina, están flamantes y fueron compradas inmediatamente que Mónica Yolanda, la líder del grupo horizontal de chicas (una forma de decir el empeño juvenil que tienen en sus años de experiencias) de Los Leones Agrandados recibió los 2500 pesos de manos de los integrantes del Observatorio de Cárceles, quienes hicieron de polea de transmisión con los muchachos encabezados por Alejandro. ¿Quién dijo que un camión de caudales es el único modo?

Vamos, el monto recibido no fue poco para haber sido generado en Devoto en contra de todo el pensamiento penitenciario que amolda, porque mete en un molde todo lo que sea raro, por decir distinto al orden impuesto; ni poco para recibirlo en el pequeño espacio de tres por tres metros, alquilado al dueño de casa (es cierto, un poco huraño) que vive detrás y cuyo ingreso a su casa es atravesando la entrada donde, claro, se despliega la cocina y comedor de tres por tres de Los Leones Agrandados. Ahí, cinco o seis mujeres, las chicas, preparan en cuatro hornallas y un horno grandes, industriales, que a duras penas siguen funcionando, sí, a gas de garrafa (la falta de red domiciliaria de gas es otra marca, como es el agua que inunda y la red cloacal que falta, y la fórmula catastral, y se van sumando las marcas diferenciales para abajo). “Lo tenemos que cambiar pero no tenemos cómo”, explica Mónica con la esperanza no expresa de que por medio de la nota un(as) alma(s) solidaria(s) ayude(n) para el cambio.

Dentro del horno están preparando la carne que toca para el día. Son 100 porciones, aportadas porque el comedor está inscripto en el Registro de Comedores Comunitarios del gobierno porteño y todos los días de semana un camión distribuidor descarga las raciones, 100, no 101, porque supuestamente se va del presunto presupuesto municipal. En realidad son 120 los beneficiarios de las raciones, 100 chicos, algunos tan chiquititos, y 20 ancianos, que encuentran sus raciones en un recorte tan solidario como mágico que hacen Mónica, María, Ana, Mabel y Lucía (las chicas), para sacar un poquito de aquí y un poquito de allá y estirar la quinta parte del total en el plus. La entrega del Registro llega hasta los 100 y no habrá manera de modificar esa cifra aunque las cabezas alimentadas sean visibles y estén alojadas en la villa. Quizás el problema sea ése, ¿burocracia catastral estigmatizante?, porque esas 20 cabezas sobrantes viven en sus respectivos M.C. en lugar de vivir en hogares con calle, número y hasta piso, como el orden manda. Traducido, para vivir del modo que el orden manda hay que ser diferente.

Para subir de 80 a 100 los cupos esas mujeres, las chicas del comedor, organizaron alguna vez una cortada en Entre Ríos y Pavón, cuando las oficinas del Registro estaban allí, un vulgar piquete de los que hasta el 2001 eran reconocidos como “luchadores sociales” y hoy están devaluados a “molestos, vagos y poco solidarios”. Al mediodía el reclamo por la comida se cortaba porque la burocracia salía a comer.

En la M.23 C.73 de la V.20 (qué curioso, en la cárcel los pibes también son identificados como números), el miércoles frío de esta crónica, el agua en una olla enorme hierve sobre una pequeña hornalla a garrafa, desde que dos de las cuatro hornallas de la cocina, como se dijo, tienen pérdidas y es mejor no usarlas como hornallas, sino apenas como extensión de una mesada inexistente. Dentro de la olla, unos 60 kilos de papas lavadas, peladas y cortadas previamente, hierven para acompañar las 120 porciones estiradas en una prometedora ración de carne al horno con papas.

Esta es la crónica de la reinauguración del comedor desde que las mesas que tenían se arruinaron, se desmoronaron o pudrieron, por el uso de una decena de años sin cambio (“un poco más”, dice Mónica Yolanda, porque la movida la empezó en 2001, cuando el país era lo que era y entonces daba para ser solidario con los piqueteros porque cualquiera se parecía más a ellos en el sentir despojo).

Decía que la crónica es la de la reinauguración del comedor porque desde hace casi un año no podían hacer sentar a los chicos por falta de mesas y sillas y sólo cocinaban para entregar raciones. Venían los chicos y hacían fila, lloviera o hiciera frío, y también los viejitos, y llevaban su ración en una ollita, un jarro, un plato, lo que fuera. Merienda y cena, merienda y cena, merienda y cena. Ahora, con el aporte de los pibes de Devoto, los chiquitos se sientan y tienen su plato y comen tranquilos, bah, con la tranquilidad con que pueden comer ocho chicos por mesa de edades de primaria, en cuatro mesas. Los viejitos, al parecer, se la llevan. Ya pasaron ese alboroto hace tiempo. Para la merienda, la preparación será más uniforme, tres kilos de leche en polvo, un kilo de azúcar, un kilo de chocolate en polvo, y avanti con las 120 raciones, acompañadas de un alfajorcito y un paquetito de galletitas. No está para perdérselo.

¿Pero cómo llegaron los 100 chiquitos de Los Leones Agrandados a comer sentados en banquetas compradas con la plata aportada por un grupo de internos de Devoto?. Es la parte del relato prometido. Alejandro Maniero está sentado en una de las aulas del CUD. Está también Gabriel Peyri. Juntos con un par más, no muchos más porque en un penal dos son dos, tres son ranchada y más, una fuente de peligro para el sistema, sobre todo si la cuestión es pensar.

Maniero, lo que pensó cuando estaba alojado en Marcos Paz era “desarrollar una construcción colectiva y solidaria”. Lo que pensaba y piensa Alejandro no coincide con el imaginario referido a los internos en cárceles, vulgarmente etiquetados como delincuentes, irrecuperables, peligrosos y otros tantos adjetivos que pretenden transformarse en sustantivos en esencia. Tampoco, como se dijo, coincide con el pensamiento militarizado de un servicio penitenciario, por lo menos mientras su formación sea militar.

La pretensión fue organizar una ONG con un rótulo tentativo como “proyecto Ambiente Libre”, pero fue imposible. La oportunidad fue única y su práctica demostró que era imposible dentro de una cárcel. “Lo primero que tuvimos que hacer es conseguir una autorización –explica Alejandro–. En nuestro pabellón podemos pedirle a cada uno de los compañeros que junte su plastiquito de la comida y los papeles y que los separen en bolsas de plástico y cartón y bolsas de desechos de comida. Pero cómo hacés con los otros pabellones. Son unas bolsas enormes que tenés que pedir que un par de compas de cada pabellón las vayan arrastrando, bajen los pisos, pasen los corredores y las traigan hasta acá. Imposible. Así que fuimos pidiendo permiso y nos acercaban hasta un sector donde nosotros podíamos acceder y traerlas.”

No fue tan sencillo como lo difícil que lo cuenta. Después tuvieron que separar las bolsas porque no todos las separaron. Y juntar en dos enormes bolsas de plásticos y de cartones para poder cargarlas en el camión. “Las bolsas eran tan grandes que las dejamos afuera porque adentro no nos dejaron. Cerca del lugar donde iba a cargarse en el camión. Estaban a la intemperie, así que hasta que conseguimos el camión se mojó parte del cartón.”

Conseguir el camión, es decir, la gente que comprara el cartón y plástico fuera de los muros, y tuviera un camión para meter en Devoto, no es sencillo. Sobre todo si la gestión es desde dentro. Contactaron con un grupo que terminó yéndose porque coincidir el momento en que un camión ajeno al servicio entre a territorio del servicio es complejo, sobre todo si se trata de un emprendimiento de los sometidos por el servicio. “No es que la hicieron fácil”, describe Maniero. Hasta que finalmente, otro grupo dispuesto, coincidió y lograron cargar el material, las bolsas, y cobrar los 2500 pesos que los integrantes del Observatorio de Cárceles recibieron y entregaron a las chicas del comedor. Antes, Mónica fue invitada por Alejandro y sus compañeros a una entrevista radial en la radio del CUD, porque si hay algo que Maniero tiene claro es que no acepta la tendencia impuesta, conformarse y quedarse quieto. Claro, de hacerlo la pasaría un poco más tranquilo, no mejor, pero cómo hacer para salir a la sociedad después, inútil. “Hacemos porque al final de cuentas, si no, estamos justificando volver.” Pero hacer diferente no es fácil.

Ahora quieren invitarlas de nuevo a todas las chicas de Los Leones Agrandados. Para no quedarse quieto, aunque lo del ambiente libre quedó un poco difícil estando prisionero, ya armaron una Cooperativa de Impresiones y Diseños Esquina Libertad, que ya tuvo su participación en la producción del libro Masacre en el Pabellón Séptimo, que describe la masacre de 65 internos quemados, baleados, asfixiados, en el ’78, en esa misma unidad de Devoto y que el Indio Solari presentó recientemente durante su recital en Mendoza.

En fin, es cierto, los extremos se tocan, aunque en este caso siempre estuvieron del mismo lado.

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