Creo que ni el propio Mao Tsé-tung, en sus mejores momentos, llegó a imaginar que alguna vez la sigla PCC –que podría referirse al Partido Comunista de China– lograría sacudir a las acomodadas clases económicas y políticas de Brasil y muy especialmente de San Pablo, la mayor capital política y financiera de Sudamérica, y una de las tres o cuatro mayores aglomeraciones urbanas del mundo. Jamás pensaron, los chinos de antaño, que la sigla representaría a una agrupación criminal perfectamente organizada, capaz de pacificar bandos de narcotraficantes en otra provincia, jactarse de haber disminuido el índice de asesinatos en San Pablo, extenderse a por lo menos otros dos países y obtener ingresos suficientes para situarse entre las mil mayores empresas del segmento de ventas de la principal economía latinoamericana. La banda se llama Primer Comando de la Capital. Como mínimo, ingresa a sus arcas alrededor de 80 millones de dólares al año, exentos de impuestos y sin considerar los lucros paralelos. Su principal producto de ventas son las drogas, que van de marihuana a heroína, con énfasis en la cocaína. Y también vende algo intangible pero esencial en su ramo de actividad: protección.
Una detallada y minuciosa investigación llevada a cabo por el Ministerio Público de San Pablo a lo largo de poco más de dos años traza una radiografía precisa del PCC. Acorde a esa investigación, considerada la más profunda jamás hecha sobre el crimen organizado en Brasil, el PCC cuenta hoy con exactos 11.387 integrantes. Y ahí empiezan las peculiaridades: de ese total, 2632 están en libertad, y los otros 8755 en cárceles de todo el país, empezando por sus líderes máximos.
Con una estructura envidiable hasta para las grandes empresas brasileñas, el organigrama del PCC establece vasos comunicantes que aseguran a la cúpula rapidez y eficacia en las determinaciones que imparte. La osadía y la eficacia sin límites son otras de sus características. Hace cosa de dos años, al ver que los recursos interpuestos en los tribunales buscando facilitar la vida de sus integrantes en las cárceles no resultaban, el comando máximo del PCC trató nada menos que de infiltrar a uno de los suyos en el despacho de uno de los miembros de la corte máxima del país, el Supremo Tribunal Federal. Se trataba del hermano de una de las abogadas del grupo. Advertido a tiempo por los fiscales que monitoreaban las llamadas telefónicas del PCC, el ministro Ricardo Lewandowski logró impedir la contratación del infiltrado. En otro momento, y luego de jactarse de que gracias a sus órdenes para dejar de matar a adversarios y sospechosos de traición, y principalmente para “pacificar” las disputas por puntos de venta de drogas, el índice de asesinatos había bajado en San Pablo, el líder máximo del PCC, Marcos Herbas Camanho, el “Marcola”, dice que el mérito le fue robado por el gobernador. “Antes –dice Marcola–, cualquiera mataba a cualquiera. Ahora existe una burocracia, hay que analizar cada caso. Gracias a eso bajó el número de asesinatos, y la prensa dice que gloria es del gobierno.”
Al quejarse de la violencia de la policía de San Pablo a raíz de la política determinada por el gobernador Geraldo Alckmin, otro de los líderes comenta con Marcola que “hay que decretarlo”, es decir, matarlo. No fueron divulgados indicios o pruebas de la orden de asesinar al conservador gobernador de la mayor y más importante provincia brasileña. Por las dudas, tan pronto se difundieron esas informaciones el ultracatólico Alckmin trató de encomendarse a Dios y redoblar su escolta.
Se reveló, en el informe del Ministerio Público, que en más de una ocasión emisarios del PCC, cumpliendo órdenes explícitas de su comando central, fueron a Río de Janeiro para imponer negociaciones entre las tres principales facciones criminales de la provincia, el Tercer Comando, el Comando Rojo y el ADA (amigo de los amigos, que trata de mantener relaciones cordiales con los dos otros bandos enemigos).
La consigna ha sido muy clara: de seguir, la sangrienta disputa entre los tres significaría pérdidas sustantivas para el PCC, y eso tendría un precio. Era urgente terminar con las disputas sangrientas que, además, perjudicaban mucho el negocio de la venta de drogas.
De una o de otra manera, los combates entre Tercer Comando y Comando Rojo disminuyeron sensiblemente. El gobierno de Río argumenta que eso se dio a raíz de su política de seguridad pública. Ahora aparecen indicios de que la verdadera razón no ha sido exactamente ésa.
En una de las llamadas pinchadas se oye claramente la voz de uno de los lugartenientes de Marcola diciendo al jefe máximo de la favela de Rocinha, la mayor de Río: “Más vale que me oigas. Si tienes dudas de quién soy, mejor que vayas al Google”.
Dentro de las cárceles de las provincias brasileñas que abrigan presos considerados extremadamente peligrosos, el orden es impuesto por el PCC. Se determinó la prohibición absoluta del ingreso de crack, la droga más mortal de todas, y se impuso, en cada uno de esos presidios, una rígida jerarquía que, desde atrás de los muros, controla la vida que está afuera. Es de los presidios de seguridad máxima de donde salen órdenes para matar a policías o adversarios de la banda, determinaciones sobre negocios, que van de aplicaciones de dinero en el mercado financiero a nuevos canales de distribución de drogas. Desde las cárceles se renuevan el sistema de pago de pensiones a las familias de los presos, la atención médica, la búsqueda de empleos legales, bien como instrucciones sobre la conducta a ser seguida a sangre y fuego por los compañeros que están en libertad.
Para imponer disciplina a los grupos que no tienen ningún vínculo con el PCC, fluye en el aire una amenaza: todos corren el riesgo de ser presos alguna vez. Y, una vez presos, irán a alguna cárcel. Y entonces caerán en manos del grupo.
Así de simple, así de fácil: más vale no enemistarse con el PCC mientras uno está libre, porque si cae preso no escapará de la red que posiblemente sea la más poderosa, consolidada y bien estructurada organización criminal de la historia reciente del país. Está presente en 22 de las 27 provincias brasileñas. En San Pablo, su cuna, controla 90 por ciento de todos los presidios y penitenciarías. Tiene socios proveedores en Paraguay y Bolivia, y controla, desde las celdas, parte importante de la cocaína que ingresa a Brasil.
Los investigadores del Ministerio Público trazaron un perfil detallado del grupo. El informe de 890 páginas pide, al final, la prisión inmediata de 175 personas y la transferencia de 32 presos hacia cárceles de máxima seguridad.
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