El protagonismo que los temas de género adquieren lentamente en la agenda pública es indiscutible. Se habla de ellos en los medios, en el Congreso, en la calle. Sin embargo, muchos de los avances recientes en esa materia, consideradas victorias del movimiento de mujeres, estuvieron vinculadas a un fortalecimiento del sistema penal o a una lógica sancionatoria. La creación del femicidio como nueva tipificación; el registro de violadores; el aumento a las penas en el delito de trata; la prohibición de avisos clasificados con oferta sexual son algunos ejemplos actuales. Así se fue gestando una paradoja que tiene raíces más allá de las fronteras nacionales, y que especialistas del Derecho y otras disciplinas resumen en la siguiente pregunta: ¿Existe un sistema penal positivo? ¿Es legítimo proteger a una población relegada con mayor control represivo, con la pata más violenta del Estado? ¿Sirve?
Como resume Daniela Zaikoski, abogada e investigadora de la Universidad Nacional de La Pampa, hoy existen dos posiciones en torno a este dilema. Por un lado se encuentran quienes sostienen, apoyados en una interpretación del feminismo, que el sistema penal desatendió durante años a las mujeres y que ahora puede servir para resolver conflictos, ya sea porque efectivamente lo logre, o por el efecto simbólico en la sociedad. Esta postura obtuvo eco en los partidos políticos, especialmente entre los legisladores nacionales. Siempre que tengan apoyo en la sociedad o que sean demandas generalizadas, los pedidos para aumentar las penas de los delitos vinculados a la violencia de género logran atravesar las diferencias entre bloques y ser aprobadas muy rápidamente, muchas veces por unanimidad.
Uno de los ejemplos más claros fue la sanción de la reforma a la ley de trata unos días después del escandaloso fallo por el juicio de Marita Verón. Meses más tarde, el Senado de la Nación votó un proyecto para penalizar al cliente de trata de personas, que prevé condenas de entre 4 y 15 años de prisión. La propuesta obtuvo 41 votos a favor y una abstención, aunque no existe claridad sobre su aplicación futura o sobre cómo se distinguirán a los clientes de trata y los de prostitución, porque proxenetas y tratantes suelen convivir en el mismo espacio.
Desde esta postura se suele argumentar también que el Código Penal habilita un cambio cultural y que es necesario que el derecho amplíe sus márgenes para registrar la histórica desigualdad entre hombres y mujeres. Una representante clave de esta posición es Marcela Lagarde, feminista y antropóloga mexicana. Lagarde fue una de las primeras en acuñar el concepto «feminicidio» para hablar de los crímenes en Ciudad Juárez y en redactar un proyecto de ley en sintonía con esa definición, que se aprobó durante su mandato como diputada del Partido de la Revolución Democrática.
«Traduje como feminicidios y no femicidios porque no son crímenes en femenino. Es la sociedad la que genera estos crímenes, que señala con el dedo, que tolera y produce la violencia contra mujeres y niñas. Y también el Estado los reproduce por sus medios, sus instituciones, su inacción, o su acción unilateral contra las mujeres. En mi definición, que es la que está en la ley mexicana, todo eso es feminicidio. Hemos querido que se identificara lo específico para prevenirlo, enfrentarlo. No es sólo para hacer florituras semánticas, sino para hablar de la problemática de un modo integral», señaló Lagarde a Tiempo Argentino.
Quienes se encuentran del otro lado, sean o no abolicionistas, asumen una posición crítica del poder penal y descreen de su capacidad para resolver conflictos. Es decir, reconocen el histórico perjuicio de las mujeres en el sistema penal y avalan el reconocimiento de sus derechos, pero denuncian que hoy existe un creciente «feminismo punitivo».
«La pena no disuade. El proceso de inflación penal que vivió la Argentina es notorio y sin embargo, cada vez hay más reclamos por seguridad. Hay una fe excesiva en el Derecho Penal, como si fuera una herramienta idónea para resolver conflictos sociales profundos. La experiencia nos indica lo contrario: el Derecho Penal multiplica los conflictos. No quiero decir que no haya situaciones que no requieran pena, pero el 85% puede tener otras soluciones más satisfactorias para el imputado y para la víctima. Hay una tendencia legislativa que en buena medida es bastante demagógica y se monta sobre coyunturas para multiplicar artificialmente las conductas. A eso, nosotros lo llamamos panpenalismo», indicó a este diario, el juez Mario Juliano, director de Pensamiento Penal.
«El hombre no va a dejar de golpear a la mujer porque el Código Penal diga que su conducta merece un castigo de cinco o 100 años de prisión. Pero cuando los diferentes actores políticos no saben qué hacer frente a ciertos conflictos sociales recurren a la cárcel compulsivamente. Hay una falta de ‘imaginación no punitiva'», agregó el abogado Maximilano Postay.
La objeción a esa estrategia no se reduce sólo a la incapacidad disuasoria de la pena, sino a la eficacia de las mismas. Por ejemplo, la tipificación del femicidio en Argentina fue mucho menos severa que la de Guatemala o El Salvador, donde se establecieron penas máximas de 50 años. Sin embargo la norma recibió severas críticas por sus imprecisiones. El juez de la Corte Suprema de Justicia, Raúl Zaffaroni señaló en una entrevista a este Tiempo: «En la Argentina nadie sale a la calle a matar una mujer porque es mujer. Eso es una locura, no existe.»
El juez Juliano y el titular de Derecho Penal de la Universidad Nacional de Comahue, Gustavo Vitale, consideraron además que el agravante «a la persona con la que mantiene o ha mantenido una relación de pareja, mediare o no convivencia», es un «papelón propio de una voracidad irracional».
En esa línea, Lucila Larrandart, miembro del Tribunal Oral Federal Nº 1 de San Martín y prestigiosa profesora de la UBA, advirtió que estas nuevas legislaciones corren el riesgo de volverse un «gueto normativo»: las conocen sólo especialistas y son dificilmente aplicables por jueces que no confían en los elementos extraños al derecho.
«Por un lado, podríamos decir que hay un problema de formación y capacitación de jueces en cuestiones de género que afectan a la aplicación de este tipo de normas. Pero debemos adelantarnos a ese inconveniente y generar normas que puedan ser exitosas. Herramientas penales que se apliquen efectivamente y transmitan la idea de que no son crímenes tolerables en esta sociedad. La interdisciplinariedad es imprescindible para evaluar conductas jurídicas. Pero si el objetivo es político, no hace falta un tipo penal específico. Porque no van a tener un uso concreto en los tribunales y así socavamos el objetivo principal. Además, no hay que ponerle más expectativas al derecho, de las que puede brindar. El sistema penal, con suerte, sanciona lo que ya sucedió, no previene conductas», explicó Natalia Gherardi, abogada y master en Derecho por London School of Economics and Political Science, desde una posición que busca mantener una estrategia no punitiva, sin por eso desconocer que las mujeres mantienen una doble vulnerabilidad y que las visiones abolicionistas deben ser atravesadas por una perspectiva de género.
EL LEGALISMO MÁGICO. El debate jurídico entre abolicionistas y feministas se enmarca en otro tema más amplio, que viene de larga data, pero mantiene una enorme actualidad: ¿Por qué se tiene tanta fe en las reformas legales, las leyes y el litigio cuando el derecho presenta limitaciones como herramienta de cambio? ¿Por qué la sanción de nuevas normas progresistas genera entusiasmo, placer, y existe al mismo tiempo un desinterés casi total por su implementación o su eficacia futura?
Los ejemplos están a la vista. Según un trabajo realizado por el senador Samuel Cabanchik, desde el retorno democrático en 1983, más de cincuenta leyes sancionadas no fueron aplicadas por falta de reglamentación. Ese retraso podría explicarse por una disputa entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo, pero hay más inconvenientes.
Muchas otras normas, festejadas por el progresismo fueron escritas sin que se contemple su viabilidad, y así, aunque superan la promulgación o la reglamentación, deben esperar años para contar con resultados concretos.
Una ley que sufrió este destino fue la de identidad de género, que obliga a los sistemas públicos, privados y de obras sociales a realizar operaciones de reasignación sexual, aunque en la actualidad sólo unos pocos hospitales de Santa Fe y Provincia de Buenos Aires, están preparados para ese tipo de intervenciones. Incluso la misma Ley de Protección Integral contra la Violencia de Género (26.485), modelo a nivel internacional, fue sancionada en 2009 pero hasta ahora tuvo escasos avances y casi nulo presupuesto.
«La violencia es un concepto muy complejo que no se limita a una norma jurídica, ni se resuelve con reformas legales. Suponer que hay una norma que condena la violencia es creer en algo mágico. Y creer que todo se resuelve con leyes es, al mismo tiempo, un grave error. La Ley 26.485 lo que hizo fue ordenar, categorizar, pero nada más. Más que leyes hacen falta políticas públicas, garantizar las condiciones necesarias para convertir un texto en un instrumento eficaz, capaz de dar respuestas eficientes. Los temas no se resuelven con declaraciones solemnes ni llenas de buenas intenciones, se requiere de instrumentos capaces de producir cambios, indicó a este diario Haydée Birgin, socióloga, abogada, feminista, y una referente ineludible en esta discusión.
Birgin fue una de las primeras en introducir en el país el concepto «fetichismo de la ley» para hablar de la falsa creencia en el derecho como herramienta de cambio. Es decir, el problema no sólo puede reducirse a la responsabilidad del poder político sino a la confianza general en un «legalismo mágico» que también funciona en el ámbito de la sociedad civil. En el feminismo esta búsqueda tiene su expresión más clara en su rama institucional, de vocación jurídica, que apuesta a la reforma del Estado y los acuerdos internacionales. El feminismo hecho ley.
Pero esto no es sólo del feminismo o de las organizaciones vinculadas a las cuestiones de género. En la actualidad, muchos movimientos (de Derechos Humanos, sociales, ambientalistas, indigenistas,) apelan al derecho para redefinir o cambiar la realidad: exigen nuevas legislaciones, denuncian viejas leyes, demandan al Estado en los Tribunales, conocen sus rituales y formalismos.
Es parte de un proceso de «judicialización de la política», que no sólo tiene expresión en la realidad argentina. El tema fue parte de lo que se discutió a principios de año, cuando el Poder Ejecutivo envió al Congreso el proyecto de democratizar la justicia. El paquete de seis leyes incluía la limitación de las medidas cautelares, una herramienta procesal que organizaciones utilizan con frecuencia para defender a los ciudadanos de los abusos y arbitrariedades del Estado y las corporaciones.
Julieta Lamaitre, abogada de la Universidad de los Andes, Colombia, reconstruye la historia del concepto, con una visión que, sin dejar de ser crítica, da cuenta de una voluntad de justicia universal, ligada al humanismo y al liberalismo. «El Derecho se para en ese centro vacío y lo llena con su actividad febril, nombra a la gente víctimas, o victimarios (sujetos de Derechos, humanos), y da nombres a las cosas que pasan, repartiendo indemnizaciones, castigos reformas. El derecho insiste que podemos, con la ley, definir y contener los horrores y por eso produce tanto placer y se desea con tanta intensidad cuando uno está cansado de ver sufrir», sostiene la investigadora en un artículo publicado en la Universidad de Yale. «
a favor y en contra del polémico «fallo góngora»
En abril, la Corte Suprema se pronunció en el “fallo Góngora” contra la aplicación de la suspensión del juicio a prueba –conocida como “probation”- en causas vinculadas a violencia de género, al considerar que esa figura es incompatible con las obligaciones internacionales y especialmente con la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, de Belém do Pará.
La ley argentina habilita la “probation” en imputaciones vinculadas a delitos como lesiones -dolosas o culposas-, abuso de armas, amenazas, omisión de auxilio y abusos sexuales simples, bajo la condición de que el imputado respete ciertas prohibiciones, entre ellas no cometer ningún delito en el período a prueba. En los casos de violencia familiar o de género se le puede cargar, además, con la obligación de no ir a ciertos lugares, ni relacionarse con algunas personas, usar estupefacientes o bebidas alcohólicas.
Este es uno de los temas recientes donde se expresó el debate entre feminismo y abolicionismo. Los primeros sostienen que proponer la suspensión de juicio a prueba es minimizar el problema de la violencia de género y señalan que las partes no se encuentran en igualdad de condiciones para consentir un acuerdo, tal como lo indica la Convención. Las críticas más radicales indican que se trata de una pena sin condena, un camino hacia la impunidad. Aquellas que entienden que la sanción penal no puede ser la única solución, sostienen la importancia de evaluar cada caso. Del otro lado, Mario Juliano y Gustavo Vitale señalan que, en situaciones de mayor vulnerabilidad, se requiere una protección mayor a las mujeres, pero que la misma no puede llevarse a cabo a costa de la eliminación de los derechos del imputado. “La propuesta penal deja de lado el compromiso efectivo con el caso”, dicen