«¿Que si estoy rehabilitado? Pues déjeme pensar… Para serle sincero, no tengo ni idea de lo que eso significa. Para mí solo es una palabra inventada, inventada por políticos para que jóvenes como usted tengan trabajo y lleven corbata». Morgan Freeman, que encarna al preso Red en la película Cadena perpetua, responde así, con acidez y escepticismo, al funcionario que está revisando su caso antes de ver si le concede o le deniega la libertad. Es una escena de ficción, pero que podrían suscribir muchos reclusos de carne y hueso.
El artículo 25 de la Constitución establece que «las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados». Pero lo apuntado por la Constitución no es fácil de hacerse realidad. Básicamente porque para la «reinserción» y la «reeducación» no basta solo con el «tratamiento penitenciario», sino que eso requiere un conjunto de medidas legislativas y prácticas. Entre estas cabría destacar que el penado estuviera el mayor tiempo posible en contacto con el mundo exterior para evitar su aislamiento social, familiar y laboral.
Hay que tener en cuenta que el texto constitucional fue promulgado en 1978, en pleno furor democrático tras la muerte de Franco. Quizás por eso, tanto la Constitución como la Ley General Penitenciaria muestran cierta tendencia a la utopía y al buenismo. A lo largo de los años, se han ido imponiendo sobre la finalidad «reinsertadora» de las penas de prisión otros aspectos tales como la prevención (evitar que el reo pueda delinquir) y la retribución (el supuestamente merecido castigo por sus acciones). Hay repetidas sentencias del Tribunal Supremo que resaltan los aspectos punitivos de la cárcel por encima de su finalidad «reeducadora».
Al margen de disquisiciones legales o metafísicas, es difícil admitir que la mejor forma de educar a una persona para vivir en libertad sea metiéndola entre rejas.
Además, en las prisiones hay una subcultura que obliga al reo a adaptarse a la cultura carcelaria, no pocas veces opuesta a las normas de la calle (la sociedad). Lo explica Morgan Freeman en otra escena de Cadena perpetua: «Brooks no está loco, sino institucionalizado. Ese hombre se ha pasado aquí dentro 50 años, no conoce otra cosa. Dentro es un hombre importante. Fuera de aquí, no es nada».
Han pasado 30 años desde que el Gobierno de entonces indultara al quinqui Eleuterio Sánchez, El Lute, presentándole públicamente como el paradigma del perfecto reinsertado. Desde entonces, ningún Gobierno ha vuelto a vender de forma tan descarada las bondades del sistema. ¿Por qué? Tal vez porque las cosas no son tan sencillas. O porque los éxitos son escasos.
La rehabilitación es casi imposible si no hay una estructura más amplia que la de Instituciones Penitenciarias. Haría falta un entramado social, laboral, sanitario y educativo mucho mayor, que arropase al delincuente al recobrar la libertad. ¿Qué hace un hombre -o una mujer- que se encuentra sin trabajo, con una familia tal vez desestructurada, quizá marcado con el estigma de ser un expresidiario? Está metido en un hoyo del que resulta arduo salir.
El Estado debería contar con algún tipo de organismo capaz de dar apoyo integral a esa persona. Pero, claro, eso supone dinero, dinero y dinero. Y hoy por hoy, en plena crisis económica, los vientos soplan en otra dirección. Hay países, sin embargo, que ya se han dado cuenta de que esa inversión es a la larga más rentable y económica que el perjuicio y los gastos que ocasiona alguien que vuelve a delinquir.
Fuente: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/02/28/actualidad/1330422093_170508.html