No es ninguna novedad que los sistemas penitenciarios son una de las más grandes deudas institucionales de los países latinoamericanos, incluso –o sobre todo– aquellos que se jactan de tener gobiernos progresistas. En Brasil, no obstante está a la vista de cualquier observador atento, la polémica por las condiciones de supervivencia de los presos se desató cuando la confesión salió de boca del propio ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo: el 13 de noviembre pasado, frente a un foro que reunía empresarios, el funcionario aseguró que “preferiría morir” a tener que pasar “muchos años” en las prisiones brasileñas. “Tenemos un sistema penitenciario medieval, que no sólo viola los derechos humanos, sino que tampoco permite la reinserción”, se despachó al auditorio, sin pelos en la lengua, el ministro que tiene bajo su órbita al sistema penitenciario del país.
Brasil posee la cuarta mayor población carcelaria del mundo, y su sistema carcelario alberga, según cifras oficiales, unos 514 mil presos. Esa cantidad de presos supera en casi un veinte por ciento su capacidad y significa un déficit de 180 a 200 mil puestos de trabajo. Bajo la ley brasileña, cada individuo tiene el derecho a ocupar seis metros cuadrados por celda. “Sin embargo, los legisladores que asistieron a la Comisión Parlamentaria de Investigación (CPI) del Sistema Penitenciario Brasileño, constataron que los internos ocupan sólo 70 centímetros dentro de la celda. Esta situación no ha cambiado”, afirma a Miradas al Sur Tania Regina Fernandes Cordeiro, investigadora de la Universidad de Bahía y miembro del Foro Comunitario de Combate a la Violencia. “Las celdas no tienen higiene, los sanitarios están sucios, y la población carcelaria no está durmiendo y comiendo lo aconsejable para su salud”, agrega la docente graduada en Brasilia. Fernando Salla, un investigador del Centro para el Estudio de la Violencia de la Universidad de São Paulo (NEV-USP), explica que el fenómeno no es uniforme. “Por ejemplo, hay centros de detención en San Pablo que tienen capacidad para 700 reclusos, pero hoy están con 2000 e incluso 2300 presos. ¡Cuarenta reclusos por celda donde deben estar sólo doce!”, se indigna el sociólogo a la distancia, ante la consulta de Miradas al Sur.
La superpoblación, agrega, es uno de los problemas más graves que enfrenta el sistema carcelario brasileño de hoy. “Provoca el deterioro de las condiciones carcelarias, violaciones de los derechos más elementales de la vida en estos lugares”.
Tania Fernándes Cordeiro afirma que el problema del hacinamiento estaría mucho más aliviado si la Justicia actuara más rápido. “Para dar un ejemplo, sólo en Salvador, más de 10.000 casos de muertes violentas están en la lista de espera de la Justicia”. Se calcula que del total de la población carcelaria, un 40% se encuentra con prisión preventiva y a la espera de una sentencia definitiva.
Al igual que en Argentina, las presidios del gigante del sur han sido blanco de fuertes críticas de organismos internacionales, como la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que en más de un informe ha exigido que las autoridades tomen el toro por las astas para “humanizar” las penitenciarías. Otras organizaciones humanitarias, como Amnistía Internacional, han denunciado el “grave hacinamiento” y la persistencia de “torturas” en los penales.
Los problemas principales son, en su mayoría, los mismos que en las cárceles argentinas. “Crónicamente hay una violencia por parte de los guardias sobre los internos”, apunta Fernando Salla, que advierte además de “la persistencia de la tortura y los malos tratos” en las cárceles brasileñas. “Un fenómeno interesante que ha surgido en las prisiones de San Pablo y parte de Río de Janeiro, es que los presos se organizaron y amenazaron a los guardias con matar a quienes se dedican a prácticas violentas contra los presos”, concluye Salla.
Los enfrentamientos entre los presos también están a la orden del día: muchas veces desembocan en la muerte de un interno, que solo en contadas ocasiones es investigada por la Justicia. “La mayoría de las muertes se producen luego de un enfrentamiento entre los propios prisioneros, con la complicidad de la omisión o autoridades responsables del mantenimiento del orden. Esas muertes nunca son debidamente investigadas”, contesta Salla en el correo electrónico. Sin embargo, existe una diferencia sustancial que aleja a las cárceles del país de los países sudamericanos y las acerca a un esquema centroamericano: la policía y el gobierno sospechan que muchas de las oleadas delictivas están impulsadas por los cabecillas de algunos grupos de crimen organizado que están presos. Un ejemplo: al menos 92 agentes policiales fueron asesinados en 2012, aparentemente por acción del grupo Primer Comando de la Capital, cuyos líderes están detenidos en las prisiones paulistas. El PCC creció como grupo criminal dentro de los presidios, donde se lo conoce como el sindicato de los presos. Emergió luego de la masacre de Carandirú , un motín en una cárcel paulista donde la policía irrumpió asesinando a 111 internos.
También hubo otras voces institucionales que protestaron por las cárceles brasileras. El juez Gilmar Mendes, que ocupó el máximo tribunal en la época de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), reclamó la construcción de prisiones. “Tenemos un infierno en los presidios. Setenta mil presos en comisarías sin sentencia. Detenidos ilegales. Hubo presos en Pará (Amazonia) pasando hambre”, dijo el juez, quien acusó al gobierno federal de no haber dado prioridad a la construcción de cárceles. “Por eso tenemos ese caos”, remató.
En rigor, el gobierno federal tiene una jurisdicción limitada sobre los sistemas de prisiones que son responsabilidad de los Estados. “Las disfunciones importantes del sistema se deben a que los gobiernos estaduales no invierten o mantienen los recursos mínimos para funcionar correctamente”, dice el sociólogo Fernando Salla. De hecho, Dilma Rousseff lanzó en 2011 un plan de 500 millones de dólares y la creación de 62 mil lugares en las prisiones hasta 2014. Según Cardozo, el proyecto no avanzó por problemas administrativos y de los gobiernos estaduales.
Encierro y horror
El último círculo del averno se llama Carandirú
Carandirú es uno de los mayores presidios de América latina y el mayor de Brasil, al norte de San Pablo. Desde el 2 de octubre 1992 es también el santo y seña del horror. Ese día, luego de que una discusión entre dos internos –Coelho y Barba– desatara un motín, 111 presos fueron acribillados por los 515 disparos que salieron de los fusiles, ametralladoras y pistolas automáticas de los soldados del Grupo de Acciones Tácticas Especiales.
El 80% de los fusilados –en su mayoría, jóvenes entre 25 y 35 años– ni siquiera estaban condenados: esperaban que se les comunicara la sentencia de sus juicios, casi todos por robos. Como suele suceder en la masacres, la impunidad reina: se alteraron pruebas en la escena del crimen, los 103 soldados sospechados de ser sus autores materiales siguen libres, y no se investigaron responsabilidades intelectuales ni políticas. La única condena tuvo ribetes escandalosos: el coronel de la reserva Ubiratan Guimarães, que comandaba a los soldados en aquella verdadera cacería humana, fue sentenciado en junio de 2001 a 632 años de prisión por 102 de las 111 muertes (seis años por cada homicidio y veinte por cinco tentativas de homicidio).
Al año siguiente fue electo diputado por el Estado de San Pablo: apeló el fallo, y el Tribunal de Justicia de ese Estado lo absolvió de todos los cargos. Fue asesinado el 9 de septiembre de 2006 en su departamento paulista, en un crimen aún no resuelto.
El horror quedó registrado en un libro publicado por el médico del penal, Drauzio Varela. En 2003, Héctor Babenco dirigió la versión cinematográfica de aquella matanza, en la película que lleva ese nombre: Carandirú.