La policía argentina en boca del mundo entero. Es notable verla reflejada, por ejemplo, en un artículo a cuatro columnas publicado el 31 de diciembre en el diario Gazeta Wyborcza, el más leído de Polonia. Lo cierto es que –junto con el funeral de Nelson Mandela y la guerra civil siria–, la seguidilla de saqueos desatada en casi todo el país tras el acuartelamiento de las fuerzas provinciales de seguridad fue, en el último mes de 2013, una de las noticias internacionales más exploradas por la prensa de América y Europa.

Su tensa evolución sería cubierta durante días por corresponsales en Buenos Aires de diarios como La Jornada, de México, Libération, de París, y el Washington Post. El del diario español El País eligió para su informe del 14 de diciembre un título que pinta a los agentes autóctonos del orden por entero: «Los amos de la calle». Apenas una muestra de cómo la crisis policial visibilizó a escala planetaria el contrato no escrito entre gobernadores y uniformados (demagogia punitiva a cambio de vista gorda con los negocios sucios), como también el rol gerencial de estos últimos sobre el crimen organizado, sin soslayar su unívoco poder de digitar el termómetro de la violencia urbana. En resumen, un novedoso modelo mafioso de gestión.

En ello se cifra su singularidad. En el resto del globo terráqueo, las grandes organizaciones delictivas –desde las antiquísimas tríadas de China y la Cosa Nostra, hasta la joven Bratva rusa, pasando por los barones latinoamericanos de la cocaína– poseen un denominador común: su autarquía frente al Estado. Tal condición, no evita que en sus sitios de influencia haya policías corruptos. Pero, en ese caso, ocurre que fueron comprados por la mafia. En cambio, las fuerzas policiales argentinas compran criminales. Ese estilo de trabajo impera desde la noche de los tiempos; no obstante, una salada constelación de hechos y circunstancias recientes empañan la eficacia actual de la regulación policial.

Al amparo de semejante sistema, el crecimiento en algunas ciudades de los sindicatos al servicio de la ilegalidad –en especial, los abocados al tráfico de drogas y a la trata de personas– fue, a todas luces, exponencial. Córdoba y Rosario son una prueba de ello. En la ciudad santafecina, por caso, la cifra de asesinatos por «ajustes» entre bandas rivales cosechó 257 asesinatos durante los últimos 12 meses. Su poder de fuego no es un dato menor: los sicarios del narco poseen fusiles automáticos con mira telescópica, ametralladoras FMK3, granadas y chalecos antibala. Y la debilidad de sus jefes por caer en el pecado de la ostentación no es precisamente un secreto; en el último año, uno de ellos –el proveedor del clan Cantero, Delfín David Zacarías– adquirió 24 vehículos de alta gama y 36 lujosas propiedades, sin siquiera estar inscripto en la AFIP.

En términos más amplios, en el enorme crecimiento de las organizaciones del ramo –las cuales diversificaron su negocio con crímenes por encargo, usura y extorsión– no fueron ajenas sus alianzas tácticas y estratégicas con diferentes actores del poder –policías, barrabravas y empresarios–, ni su nueva estructura interna, dividida en grupos de verdugos profesionales, «soldaditos» al cuidado de los bunkers de droga y «contadores» encargados de reingresar el efectivo en la economía formal.

¿Se está «cartelizando» el país? Esa posibilidad desvela a la «parte sana de la población», tal como lo expresan sus más dilectos representantes: políticos de toda laya, opinadores, curas y taxistas. No debe extrañar, entonces, el tenor de los antídotos sugeridos, entre los que resaltan un proyecto de ley para el derribo de aviones sospechosos y, obviamente, la radarización del espacio aéreo. ¿Acaso los radares detectan la corrupción policial? ¿Acaso detectan las complejísimas causas sociopolíticas y económicas del asunto? En este punto, un inolvidable consejo de Eduardo Duhalde: «Convocar a los militares, como en México». El ex bañero de Lomas no pudo hallar ejemplo menos atinado.

Desde fines de 2006, cuando presionado por Washington, el electo presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narcotráfico, la ola de violencia causaría en ese país unas 60 mil muertes. Es la contabilidad de tres guerras simultáneas: la de los cárteles entre sí por el control de territorios; la de los Zetas (organización de ex militares y ex policías), que practican secuestros y robos contra la población; y la de los militares contra sus propios ciudadanos. ¿Es esa situación equiparable a la argentina?

En 1980, la Drugs Enforcement Administration (DEA) inició una cruzada integral contra los carteles latinoamericanos con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario que se desliza a través de sus arcas. El surgimiento –en los ’70– de las organizaciones colombianas, su desmedida facturación y la posterior debacle por enconos armados entre estructuras rivales, no acabó precisamente con el negocio, sino que lo condujo hacia una nueva tierra de promisión: México.

La ofensiva bélica contra los cárteles aztecas no ha podido desarticular a ninguno y, por el contrario, éstos sortearon los embates del Estado con acuerdos coyunturales entre sí –que, a veces, sólo duraban días o el tiempo que lleva cruzar un cargamento–, a pesar de sus violentas disputas por el control de territorios y mercados. En la actualidad hay en México ocho cárteles líderes –el de Juárez, el del Golfo, el del Pacífico, el de Sinaloa, el de Tijuana, el de la Familia, el de Beltrán Leyva y el de Los Zetas–, con ramificaciones en todo México y estrechos vínculos con el conjunto de las agencias policiales de ese país. Tales organizaciones están conducidas por hijos y sobrinos de legendarios capos como Endina Arellano Félix, Amado Carrillo Fuentes e Ismael Zambada. Se trata de una tercera generación de criminales que, por encima de la crueldad de sus operaciones, son diestros en el fino arte de los negocios y la administración de sus empresas.

¿Es posible, entonces, comparar al poderoso jefe del cártel de Sinaloa, Joaquín «Chapo» Guzmán con –por caso– nuestro «Mameluco» Villalba, quien apenas controla los arrabales de San Martín?

El caso argentino es distinto. El desarrollo sostenido de los clanes locales de la droga tuvo simplemente que ver con la formación de un creciente mercado minorista, cuyo abastecimiento –con la ayuda policial– fue puesta en manos de una estructura de menudeo no menos creciente y con un sólido dominio territorial. Pero no más que eso. Ni, desde luego, menos.

 

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