Los criminólogos de comienzos del siglo XX tenían como eje de sus preocupaciones la búsqueda de las raíces del delito, preocupaciones que, válido es recordarlo, con el auxilio de la ciencia médica, los llevaron a trepanar cráneos para auscultar los vericuetos cerebrales e individualizar ciertos rasgos físicos (orejas apantalladas, narices ganchudas, mentones prominentes, mirada esquiva, etcétera) que, de acuerdo a sus pareceres, exteriorizaban una mayor propensión a las conductas antisociales.

La pertinaz búsqueda de estos criminólogos, influenciados por una concepción perfeccionista del  hombre, y de la vida misma (que promediando el siglo pasado abriría paso a ciertas tragedias humanitarias que desembocarían en verdaderos genocidios), también los llevó a bucear en la “mala vida”, entendiendo por tal a la forma de relacionarse con el mundo de los desplazados de la sociedad: desocupados y subocupados, prostitutas, mendigos, vagabundos, fulleros, pungas, adictos, disidentes y una variada gama de categorías que, aún hoy en día, siguen preocupando a algunos “especialistas” en el estudio de la conducta humana.

Hasta tal punto esta prédica calaría hondo en la conciencia social que la temática fue musa inspiradora de la letra de varios tangos (“Alma de loca”, “Callejera”,  “Atorrante”, “Muñeca brava”, y otros) y cintas cinematográficas (principalmente “La malavida”, con Hugo Del Carril y Soledad Silveira -1973-).

Nuestros especialistas vernáculos (también los de otras latitudes), entendían que la mala vida, identificada con la peligrosidad delincuencial, debía ser enderezada con una vara moral (moralista) que persuadiese (impusiese) a los desviados, no sin cierto rigor, una forma de vida acorde con sus expectativas y modelos  de comportamiento, en línea con la civilización occidental.

Hoy, estudios más serios, menos intuitivos, en los cuales son coincidentes numerosos organismos internacionales, que han estudiado la realidad social de modo empírico, señalan que la mala vida no es una opción personal, a la que se llega como consecuencia de una libre elección. Muy por el contrario, la mala vida es una consecuencia. La  consecuencia de una inequitativa distribución de la riqueza, que condena a buena parte de la humanidad a subsistir con escasos recursos, por debajo de la línea de la pobreza. Desequilibrio que, lejos de ser natural, es provocado por un desenfrenado capitalismo, inmune a cualquier tipo de sensibilidad.

También se coincide que la mala vida (traducida más específicamente como exclusión y marginalidad) es una de las fuentes de producción de ciertos delitos o, al menos, de los delitos favoritos de una prensa mediática que lucra generando pánico y alarma en ciertos sectores de la población, algunas veces con fundadas razones (aclaremos que otra buena parte de los delitos que atraviesan a la sociedad son producidos por personas que tienen una muy buena vida, pero estos son hechos que, lejos de generar pánico y alarma, suelen generan deseos de emulación).

Si bien no podemos incurrir en el simplismo de pensar que la inclusión hará cesar mágicamente la comisión de delitos (de ciertos delitos), ya que la conflictividad social es multicausal, lo cierto es que la promoción de los ciudadanos que viven fuera de los beneficios de la vida en sociedad, la igualdad de oportunidades, el acceso a los derechos económicos, sociales y culturales, contribuye, en forma decidida, a disminuir riesgos potenciales y reales de conflictividad.

El programa “Progresar”, recientemente lanzado por el gobierno nacional, objetivamente visto, es una acción positiva, de efectos mediatos e inmediatos, que se orienta en la correcta dirección de la inclusión y la promoción de los ciudadanos más vulnerables, proclives a tener conflictos con la ley penal o, mejor dicho, con quienes la ley penal suele tener conflictos, según suele reflexionar Rodrigo Morabito, juez de menores de Catamarca.

No de otra manera puede ser vista la convocatoria para que aproximadamente 1.400.000 jóvenes de entre 18 y 24 años de edad, con dificultades de inserción, comiencen o retomen sus estudios, a cambio de una suma mensual de dinero.

Es probable que existan otras iniciativas o programas mejores, más integrales, acerca de los cuales los argentinos venimos discutiendo y filosofando desde hace décadas. Esperamos que los gobiernos futuros, que indefectiblemente sobrevendrán, como consecuencia de la natural dinámica de la política y la democracia, los implementen y desarrollen, pasando de los dichos a los hechos, aspecto que también nos resulta bastante dificultoso realizar a los argentinos. Pero lo cierto es que hoy y aquí es necesario intervenir, de modo urgente, en realidades francamente desfavorables, que si no reciben la atención oficial, indefectiblemente desembocarán en conflictos de diversa índole.

No me encuentro en condiciones de hacer futurología, de predecir cuál será el impacto de esta medida en la conflictiva social. Es probable que algunos de los beneficiarios no aprovechen la oportunidad y destinen el esfuerzo colectivo a otros fines, menos edificantes. Pero seguramente habrá miles de jóvenes a los que esta iniciativa abrirá una puerta al futuro, les permitirá avizorar otras posibilidades de vida, forjar nuevos proyectos vitales. Si ocurre de esa manera, como estoy seguro que sucederá, ya que no podemos darnos el lujo de la desesperanza y la desazón, bien valdrá la pena el esfuerzo de la inversión.

La Argentina no tendrá futuro con excluidos y marginados.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: por el Dr. Mario Juliano

 

http://www.24baires.com/opinion/39102-progresar-para-evitar-la-mala-vida/