Delincuencia, vandalismo, transgresión: términos corrientes en Argentina. El último informe anual del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (Sneep) -realizado en diciembre de 2011- arrojó cifras alarmantes, que siguen creciendo día a día. En el país, hace casi dos años, eran 60.789 las personas encarceladas.
Las fallas y carencias del sistema educativo, la desigualdad social, la falta de incentivo a la cultura del trabajo y la creciente pobreza son factores fundamentales para explicar por qué la cifra de detenidos aumenta año tras año. Pero el encierro no parece ser la solución adecuada si se considera que más de la mitad de los presos, una vez liberados, vuelve a delinquir. ¿Cuál es entonces el problema? Y lo que es aun más fundamental: ¿cuál el remedio?
Pueden tomarse como eje clave de la cuestión las graves falencias que presenta el Servicio Penitenciario argentino. La actual estructura de la política penitenciaria -basada en el castigo y la hostilidad, en lugar de contribuir a la recuperación y a la futura reinserción del convicto en la sociedad- fomenta la violencia, el resentimiento y la reproducción de conductas delictivas dentro y fuera de la cárcel.
Sin embargo, no sólo el individuo privado de su libertad se ve condicionado por estos factores. La familia sufre desde afuera las consecuencias de actos que no realizó. Más allá de los debates y las propuestas que puedan generarse en torno a la integridad del convicto y al problema del delito, la familia del condenado parece quedar relegada, como si no fuera un eslabón fundamental de la cadena.
¿Por qué es importante que la familia de todo convicto sea considerada y tenida en cuenta? La respuesta es tan simple como ignorada. El entorno familiar es un elemento clave en el proceso de reinserción del preso en la sociedad, es el sostén que le permitirá encarar su vida una vez recuperada la libertad, el núcleo que lo guiará y contendrá para evitar que reincida. El problema es que generalmente se encuentra en iguales o peores condiciones que el detenido, dado que no existe un marco de contención legal por parte del Estado que la ampare y guíe.
El Dr. Hugo López Carribero, abogado penalista, explica que “la ley penal se ocupa del preso, no de la familia, porque el negocio de la legislación penal está centrado en torno al detenido”. La Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad (ley 24.660) establece en su artículo 158 que “el interno tiene derecho a comunicarse periódicamente, en forma oral o escrita, con su familia, amigos, allegados, curadores y abogados, así como con representantes de organismos oficiales e instituciones privadas con personería jurídica que se interesen por su reinserción social”. Asimismo, garantiza el régimen de visita de cónyuges e hijos, y las obligaciones de los mismos al ingresar al penal. Pero López Carribero aclara que el régimen de visita está planteado como un derecho del detenido, no de sus familiares.
El artículo 169 de la ley hace referencia a la contención, aunque deriva el asunto a un ámbito externo al Estado y la Justicia: “Al interno se le prestará asistencia moral y material y, en la medida de lo posible, amparo a su familia. Esta asistencia estará a cargo de órganos o personal especializado, cuya actuación podrá ser concurrente con la que realicen otros organismos estatales y personas o entidades privadas con personería jurídica«.
Es interesante destacar la frase «en la medida de lo posible” presente en el artículo. Remitidos a los hechos, resulta evidente que no ha sido posible para el Estado argentino brindar amparo a las familias de los convictos. Esto se pone de manifiesto con la mencionada inexistencia de legislación al respecto, así como también con el surgimiento de dos organizaciones creadas para hacer frente a este vacío. Una de ellas es la Asociación Familiares de Detenidos en Cárceles Federales; la otra es la Fundación Esperanza Viva, una organización no gubernamental (ONG) ubicada frente al penal de Villa Devoto.
La primera es un espacio de contención creado por las propias familias. La presentación incluida en su página web describe los objetivos de su reunión: «Somos familiares de personas privadas de libertad en cárceles federales organizados para orientarnos, escucharnos y acompañarnos mientras transitamos por este camino. Nos parece que sabiendo cuáles son nuestros derechos y sintiéndonos acompañadas, vamos a poder manejarnos mejor. Si estás en la misma situación, sumate«.
La segunda fue fundada por Rubén Calabretta, un jubilado de 74 años vecino de Villa Devoto que,al ver todos los días la larga fila de mujeres y chicos que esperaban a la intemperie durante más de cinco horas su turno para ingresar al penal, decidió hacer algo. Así fue como, luego de varios meses, logró comprar una vieja bicicletería ubicada sobre la calle Bermúdez, justo en frente de la cárcel, e instaló allí -con la ayuda de su esposa, Ana María- la Fundación Esperanza Viva.
Calabretta, su mujer y unos pocos voluntarios reciben todos los días a más de cincuenta mujeres con sus hijos. A partir de las ocho de la mañana y hasta alrededor de las dos de la tarde -momento en que finalmente ingresan al penal-, todas esas persons permanecen a resguardo en la Fundación. Durante esas seis horas Esperanza Viva les da desayuno, almuerzo, y lo más importante: contención. Los familiares de los presos de Devoto encuentran ahí un espacio para poder desahogarse y bajar la guardia, un lugar donde recibir ayuda. Ana María sostiene con convicción que «el objetivo principal de Esperanza Viva es contribuir a la construcción de un núcleo familiar sano y sólido para la crianza y la educación de los hijos o hermanos de los internos, para que no repitan la experiencia delictiva de sus familiares«.
Video Documental – Fundación Esperanza Viva.
A pesar de que, como detalla López Carribero, la actividad de esta ONG no está reglamentada, Calabretta intenta día a día guiar a cientos de mujeres para que logren cambiar la lógica bajo la cual viven. El fundador de Esperanza Viva espera poder así ir generando un cambio real, tanto en la vida de esas mujeres como en el futuro de sus hijos. «Nuestro desafío es hacerles entender que hasta que el marido no salga de la cárcel, la vida de sus chicos y el camino que ellos sigan depende enteramente de ellas. Por eso las ayudamos a conseguir trabajo y las motivamos para que terminen sus estudios y para que marquen este mismo proyecto de vida a sus hijos, de manera que los pequeños no cometan en el futuro los mismos errores que sus progenitores y puedan, en cambio, acceder a un trabajo digno y a una vida lejos del delito«.
La desarticulación familiar es uno de los factores más importantes. La familia es una institución central en la fomentación de valores y ejemplos éticos. Los chicos deben crecer en el seno de un núcleo familiar fuerte que les enseñe la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto y que les marque un estilo de vida que, a futuro, garantice su bienestar integral. Si esto funciona correctamente, la familia se convierte en la principal institución de prevención del delito.
Pero ¿cómo es posible para estas personas encaminarse si sufren una constante estigmatización por parte de la población, además de la violación de sus derechos por parte del Estado? El preso está privado de su libertad por un delito que cometió y por el cual debe ser juzgado. La pena es personal, no debería trascender al penado.
Relevos realizados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) revelaron quelas cárceles de Sudamérica son escenarios de «violación sistemática» de los Derechos Humanos, con problemas crónicos como hacinamiento, falta de servicios básicos y corrupción. Estas problemáticas se trasladan a los grupos familiares de los condenados en cada visita al penal. El maltrato físico, la destrucción de bienes personales, la violación del derecho a la intimidad al momento de las requisas, los horarios acotados de visita y las dificultades económicas de las familias constituyen un problema que incide de manera directa y negativa sobre la construcción de un ámbito que favorezca la futura reinserción del detenido en la sociedad.
Según declaró el ministro de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, Julio Alak, “el sistema penitenciario es la cuarta pata de la seguridad y, por tanto, tiene que dar como resultado que cuando la persona sale de prisión no llame a la banda con la que delinquía y le diga ‘tengo un trabajito para ustedes’. Hay que lograr que la persona que está en cárceles provinciales y federales salga educada, resocializada, vinculada a su familia, con un oficio, con trabajo si es posible, para que nunca más vuelva a delinquir y salga con un proyecto de vida, porque el delito no es producto de la pobreza ni de la desigualdad, es producto de la falta de un proyecto de vida”.
Educación, oficio, trabajo, vínculo familiar. Suena fácil e ideal, pero lejos está el Estado argentino de alcanzar estos objetivos. Mientras la respuesta a la violencia siga siendo más violencia, la solución a la problemática de la pobreza siga siendo la marginación social, y la educación y el trabajo sigan siendo privilegios para unos pocos, no se logrará ningún cambio real.
HISTORIA DE VIDA
Mabel tiene 38 años y nueve chicos -de los cuales sólo tres son sus hijos- a cargo. Los otros seis son hijos de Miguel -preso en Devoto desde hace cuatro años– con su anterior esposa, que los abandonó.
Con una mezcla de orgullo y tristeza, Mabel muestra una foto en la que están todos. «Este es mi nene menor, es el más buenito y compañero mío. Todavía es chico, tiene ocho. El de buzo azul es José; está en Marcos Paz desde hace un tiempo pero igual seguimos en contacto. La que me salió rebelde es mi hija, la más grande. Se fue de casa y se llevó a mi nieta. No me deja verla. Está enojada conmigo porque no voy al médico a tratar lo mío. Yo le dije que ahora estoy yendo porque quiero hacer el tratamiento, pero igual no me quiere ver. No se da cuenta de todo lo que tengo que soportar«, cuenta resignada esta mujer que hace ya tres años se enteró de que es VIH positivo por motivos que prefiere no revelar.
Miguel tiene régimen de visita tres veces por semana, pero Mabel sólo puede ir a verlo una vez: le cuesta mucho juntar la plata para pagar los colectivos que debe tomar desde Moreno para visitar el penal. Trabaja como empleada doméstica y cobra la Asignación Universal por Hijo. Su marido le da una parte del sueldo que recibe por hacer trabajos de carpintería dentro de la cárcel. Los fines de semana que va a visitarlo, las que la acompañan son Yanela y Micaela, dos de las hijas que tuvo con Miguel, que tienen 13 y 15 años. «A mi nene lo traigo pero no pasa. Se queda acá (en la Fundación Esperanza Viva) jugando hasta que salgo. No me gusta que entre. Los ‘canas’ nos tratan mal, te revisan todo para ver si entrás droga o algo; no quiero que mi hijo vea todo eso. Las chicas entran porque ellas quieren, yo no les puedo decir nada porque no soy la madre«, relata.
Los otros seis hijos de Miguel, según ella, también quieren visitarlo, pero no lo hacen porquerecibieron reiterados maltratos por parte del personal del Servicio Penitenciario.
Historias como la de Mabel sobran en este contexto. Cientos de familias separadas por la distancia y sobrepasadas por la realidad que les tocó vivir, hoy en día luchan por salir adelante con la ayuda de cualquiera que esté dispuesto a brindarla. En ese sentido, el trabajo de espacios como Esperanza Viva resulta crucial.
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