Hace muy poco tiempo, para ser preciso el 23 de enero de este año, nuestra provincia se vio enlutada y entristecida por las tragedias ocurridas en las localidades de Siján y El Rodeo.
En la tragedia hubo pérdidas de gran magnitud, pero la peor de todas las pérdidas es de vidas humanas, porque no se borran de nuestra memoria. Sin embargo, prefiero ocuparme de una cuestión no menor y que me parece que nos coloca en un plano de desequilibrio injustificable.
En la Argentina, algunos están muy acostumbrados a jugar con las desgracias de los demás y, porque no, a prejuzgar al otro; todo lo pueden, su egocentrismo se los permite y su intolerancia también. Daré algunos ejemplos de esto que planteo.
Cuando una mujer es golpeada por su pareja, aparecen algunos que dicen “Y bueno, algo habrá hecho; tal vez se lo merecía, ¿Y por qué no se va? ¿O es que le gusta?”; justificando la violencia por sobre el derecho de las mujeres a vivir una vida sin violencia y discriminación”. Lo mismo ocurre con los niños, niñas y adolescentes transgresores, pienso en el caso de la Alcaidía en la que murieron cuatro jóvenes calcinados y, ante tal desgracia, muchos dijeron “un delincuente menos, se lo merecen, eran lacras humanas”, pero, ¿alguien se preguntó la historia de vida de estos chicos y de muchos otros en similares condiciones en nuestra provincia, en el país, en definitiva en Latinoamérica? ¿Alguien se merece morir? ¿Por qué muchos se divierten o alegran con las pérdidas de vidas de otros seres humanos? ¿Pero es que la vida humana no vale nada como para divertirse cuando ella -lamentablemente y por el motivo que fuere- ocurre?
En muchos casos, es muy fácil hablar de otras personas como inadaptados sociales, pero ¿existe alguien más inadaptado que aquel que con sus dichos hiere la sensibilidad de otros que sufren la pérdida de un ser amado? En verdad, creo que no.
Aquella parábola que dice: “Es más fácil ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el nuestro” es ciertamente aplicable a un determinado grupo de la sociedad que se jacta a diario de sus virtudes y regocija con las miserias de los demás.
Seguramente, como muchos sabrán -y otros se estarán enterando a través de la lectura de esta columna-, durante la tragedia que vivió nuestra provincia, en las redes sociales se lanzó una serie de improperios y frases inaceptables e imposibles de reproducir, efectuadas por personas que -desde mi opinión- considero insensibles e irresponsables; sencillamente intolerantes.
Deseo dejar bien en claro que el rechazo a personas que pertenecen a otras provincias de un mismo país es desconocer la identidad del pueblo argentino. Y esto es lo que efectivamente ocurrió con los exabruptos generados a través de las redes sociales durante la tragedia que sufrió nuestra provincia.
Pero este tipo de cuestiones -en mayor o menor medida- ocurren a diario y es un punto sobre el que debemos reflexionar, ya que lo ocurrido en las redes sociales en referencia a nuestra desgracia por parte de personas insensibles es una señal de alarma.
La verdad creo que la cuestión pasa o debería pasar por una simple cuestión de tolerancia.
Que nuestra sociedad es intolerante no quedan dudas. Si nuestra sociedad fuese tolerante entonces se contradiría. Por eso la tolerancia forma parte de un puro discurso justificatorio. Ella es lo que es por ser intolerante, por eso es capitalista, consumista, superficial e interventora.
En función de estos principios, el acto fundamental de la sociedad es: codificar los flujos, es decir las personas, enajenar lo humano en lo humano y tratar como enemigo a todo, a aquello y todo aquel que se insinúe como un flujo no codificable, no adaptable al cuerpo del sistema, al cuerpo de la sociedad ¿Y la tolerancia? Bien gracias.
La diversidad humana es parte de esta sociedad y convivimos día tras día con ella, pero no hemos aprendido a tolerarla, sin embargo, sí toleramos e incluso aceptamos los motivos que la generan. Ante esto sí somos tolerantes y muchas veces hasta indiferentes.
Deseo expresar esta idea con un sencillo ejemplo. Pensemos por un instante en los niños en situación de calle, los trapitos, los limpiavidrios, los niños cartoneros; todos sabemos que los niños tienen un cúmulo de derechos humanos que deben ser respetados, entre otros: a estudiar, al juego y la recreación, al nivel más alto de salud, a no trabajar hasta una determinada edad, etc., etc., nadie se atrevería a discutir esto; pero, cuando vemos a los niños en estas condiciones adversas y, en consecuencia, se encuentran absolutamente privados de estos derechos ¿por qué somos tolerantes y hasta indiferentes respecto de tales injusticias? Sabemos que está mal, pero las toleramos. Sin embargo, sí reaccionamos y somos enérgicamente intolerantes cuando esos niños se acercan a pedirnos o simplemente a ofrecer sus servicios o cuando debido a tales carencias cometen delitos, pero ¿por qué no reaccionamos antes y, por el contrario, fuimos tolerantes e indiferentes cuando todos los derechos de esos niños eran vulnerados? en consecuencia, ¿Por qué somos intolerantes cuando debido a tales carencias esos niños reaccionan y dañan a otros? Es simple, porque toleramos las injusticias ajenas y, con lógica razón no toleramos las propias y hasta es muy justo que así sea, no obstante, hacemos poco y nada para evitar que esa tolerancia después se convierta en intolerancia.
Es una actitud indiferente ser tolerante de las miserias de los demás y, es una actitud facilista ser intolerante cuando debido a tales desdichas las personas reaccionan, sin embargo, a aquella tolerancia a los males ajenos y esta intolerancia ante los males propios solemos justificarla con el castigo, muchas veces desmedido de aquellos que, además, tienen que mostrarse tolerantes a nuestra intolerancia.
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