Ha terminado ya la terna de procesos judiciales que el Tribunal Supremo había abierto contra el juez Garzón. Al archivo del caso sobre la petición de financiación para sus cursos en la Universidad de Nueva York, por haber prescrito, se suma ahora la sentencia absolutoria para el juez del caso de la investigación sobre el franquismo. Destaca, aún más, como única sentencia condenatoria la sentencia unánime de los siete magistrados del Tribunal Supremo condenando al juez Garzón por ordenar unas escuchas ilegales a los abogados del caso Gürtel. Una vez despejada la bruma mediática de esta cadena de procesos es momento para reflexionar sobre la relevancia jurídica de una sentencia que perdurará más allá de la propia fama del famoso juez condenado a dejar de serlo, por afectar a uno de los pilares del Estado de derecho: el derecho de defensa.
La profesión de abogado es una de las más antiguas y nobles de la historia de la Humanidad. Los pilares de nuestra civilización occidental nacen precisamente del desarrollo del Derecho Romano y sus instituciones. Solo con la formación de un Derecho se asegura el respeto a la dignidad de la persona. El moderno Estado de derecho, tras la Segunda Guerra Mundial, quiso dotarse de una garantía de los derechos humanos como respuesta a los genocidios perpetrados por regímenes totalitarios que utilizaron los conductos formales del Derecho con la imprescindible complicidad de algunos jueces que se prestaron a cerrar los ojos ante la utilización perversa del ordenamiento jurídico. Los jueces del régimen nacionalsocialista y los jueces de las purgas estalinistas tenían en común su legitimidad de origen, pero también su instrumentación al servicio de la maquinaria política de sus regímenes totalitarios.
Tras el estremecedor testimonio de los jueces nacionalsocialistas en los procesos de Nüremberg, todos los juristas hemos aprendido que lo único que separa un Estado de derecho de un Estado que utiliza el Derecho es la frontera del derecho de defensa que asiste a todo ciudadano. Nunca puede haber una acusación, por horrible que parezca, que justifique la vulneración del derecho de defensa. El Estado solamente puede matizar alguna de las implicaciones de ese derecho por causas muy graves, excepcionales, objetivas y muy tasadas, como puede ser algún caso concreto de terrorismo en el que esté en juego la vida de muchas personas. Pero hoy, como ayer, es evidente que las malas artes no deben ser admitidas en la noble tarea de impartir justicia y perseguir el interés general.
El derecho de defensa es la piedra angular del derecho a la tutela judicial efectiva. Los ingredientes del derecho de defensa tienen unos contenidos básicos y significativos: el derecho de asistencia del abogado desde el primer momento de su detención, a ser informado de la acusación, a ser puesto en libertad en 72 horas, a no declarar, a no confesarse culpable. En definitiva, es un derecho que debe gozar de la máxima protección, no solo en abstracto sino también en su aplicación real; y desde luego, el asunto Garzón ha constituido un punto de inflexión en la protección del mismo, aun a pesar de toda la presión mediática y política que sobre el particular se ha ejercido.
Nos encontramos, por tanto, con una sentencia que decide sobre el alcance de la protección de lo que se considera la médula espinal del Estado de derecho: el secreto de las comunicaciones entre el abogado defensor y su cliente. La sentencia, como es conocido, condena la autorización de escuchas de las conversaciones que los letrados de algunos acusados de la trama mantuvieron en la cárcel. Con todas las garantías de un proceso penal en que se han podido oír las alegaciones de todas las partes, nada menos que siete miembros de conocida diversidad ideológica, además, del más alto tribunal de la jurisdicción española han coincidido en que el juez Garzón ordenó esas escuchas a sabiendas de que estaba vulnerando el derecho de defensa y la presunción de inocencia de los propios letrados.
Todas las manifestaciones mediáticas y populares suscitadas por esta sentencia provienen, sin duda, de la acusada personalidad pública del juez Garzón y son comprensibles cuando provienen de legos en Derecho, que no tienen por qué entender la gravedad de que un juez vulnere el derecho de defensa aunque sea con el loable fin de perseguir la justicia. Si los jueces comenzaran a actuar siguiendo la regla de que el fin justifica los medios, automáticamente habríamos empezado a sustituir el Estado de derecho por la utilización del Derecho por parte de un poder del Estado.
Menos comprensibles son, en cambio, las reacciones de algunos juristas y políticos que parecen, paradójicamente, olvidar sus raíces progresistas para minusvalorar el derecho de defensa, tradicionalmente bandera de la izquierda jurídica. Quizá se deba a la presencia de algunos restos de aquel planteamiento marxista de entender el Derecho como una superestructura social que había que utilizar para conseguir los fines de la lucha de clases. Por tanto, entienden que cuando el Derecho no coincide con los intereses ideológicos de quien se apropia la conciencia de clase del pueblo ha de ser cambiado. La Justicia, según esta filosofía, emana del pueblo, siempre que el pueblo sea liderado por sus «legítimos» representantes políticos.
Sin embargo, esta nube de reacciones emocionales e ideológicas oculta una circunstancia de este caso que representa mayor gravedad. Se trata del desconcertante papel que ha jugado en este proceso el Colegio de Abogados de Madrid. En buena lógica, parecería que una de las funciones esenciales de todo Colegio de Abogados fuese la protección del derecho de defensa como núcleo de la profesión del abogado. Por eso, a nadie le extrañó que, tras conocer la realización de las escuchas, la junta de gobierno del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid aprobara, a mi juicio de forma acertada, la autorización para que el Colegio interpusiera una querella para defender el derecho de defensa que ejercían los letrados espiados. Lo que resulta sorprendente y hasta escandaloso es que el Colegio, finalmente, no actuara y dejara solos a los abogados escuchados. Tuvo que ser un abogado particular y en solitario, Ignacio Peláez, el que decidió dar ese complicado paso y presentar la correspondiente querella que, una vez admitida, ha permitido la incoación del conocido procedimiento penal ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo y la personación de otras partes acusadoras.
Esta inhibición, incumpliendo el acuerdo de la junta de gobierno, abre la puerta a distintas consideraciones sobre sus causas. Evidentemente, se trataba de un caso que afectaba a un conspicuo representante de la judicatura y afectaba de lleno al ámbito político, con la consiguiente relevancia mediática. Pero, sean cuales sean las comprensibles razones sobre la dificultad del caso, ninguna de ellas puede justificar la indefensión, por parte de su Colegio, de unos abogados en el ejercicio profesional del derecho de defensa. La propia razón de ser de un Colegio de Abogados fundamentalmente reside en la protección del estatuto del abogado frente a otras pretensiones. Si cuando es más necesaria esa defensa, por la magnitud de la vulneración cometida o por quien la comete, un abogado se encuentra solo, la propia institución del Colegio queda reducida poco más que a una mutualidad de servicios para profesionales.
Estas deficiencias en la protección del abogado en su ejercicio profesional han quedado subsanadas por la claridad y contundencia de una sentencia unánime de siete magistrados del Tribunal Supremo. Pero esta circunstancia no nos exime del deber de pararnos a reflexionar sobre qué tipo de Colegio de Abogados queremos y cómo podemos evitar que esta pasividad se repita. De una parte, se podría regular en el ámbito de los Colegios de abogados el amparo colegial por la vía reglamentaria, que permita dar respuesta a situaciones que, como vemos, se presentan diariamente en la práctica forense. De otra parte, sería conveniente la promulgación de una Ley Orgánica de Defensa, en los términos en los que se ha pronunciado el propio Consejo General de la Abogacía.
Como ya dijo en su día el ex decano del Colegio de Abogados de Madrid, Martí Mingarro, adelantándose a los problemas que se derivarían de este tipo de actuaciones en su obra Crisis del Derecho de Defensa: «Me pregunto yo y nos debemos preguntar todos, de qué sirve que el Código Penal castigue al Abogado que revela sus secretos (artículo 199); que la LOPJ le obligue a la más estricta confidencialidad; y que se pueda expulsar de la profesión al Letrado que quebrante esa confidencialidad, de qué sirve todo eso si lisa, llana y cómodamente un funcionario innominado puede grabar impunemente todas las conversaciones que se produzcan en la relación Abogado-cliente mediante dispositivos electrónicos perfectamente ocultos e inaccesibles».
Javier Cremades es abogado.
@JavierCremades
Fuente: http://elpais.com/elpais/2012/02/13/opinion/1329159365_117918.html