El estado de derecho, que implica la existencia de un pacto colectivo conformado por una sociedad cuyos integrantes se han impuesto reglas sociales, jurídicas y morales y se han obligado a respetarlas, ha experimentado en los últimos días una ruptura preocupante que ha resentido el sistema de valores de los ciudadanos.
El fenómeno que estos hechos han revelado, que generalmente no es incluido entre los factores que han intervenido en su generación -dice Carlos Santiago Nino-, es una inquietante tendencia a la anomia en general y a la ilegalidad en particular, que se manifiesta en hechos cotidianos como la forma en que se transita por las calles y rutas, el aprovechamiento ilícito de la oportunidad de actuar impunemente; la convicción de que la cosa pública no es de nadie; la evasión impositiva, los sobreprecios, el corporativismo, la corrupción funcional, etc. etc.
Es evidente que la restauración del tejido social exige por una parte la determinación de las causas del fenómeno aludido, pero por la otra requiere una firme acción desde los poderes de la República tendiente a lograr el imperio de las leyes, que al decir de Simón Bolívar “… se cumplan religiosamente y se tengan por inexorables como el destino”.
La violación de las costumbres sociales arraigadas en los pueblos merecerán eventualmente una sanción social; la afectación a las normas morales será reprochada por la conciencia, pero el daño producido por el incumplimiento de las leyes solo puede ser reparado desde la juridicidad. El derecho es el cemento del edificio social y el Poder Judicial debe contribuir a su construcción, rescatando el objetivo esencial de su misión en la República que es sencillamente garantizar la vigencia de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, sin distinción alguna, para que la libertad, la igualdad y la paz no sean solamente una mera declaración de buenas intenciones ni patrimonio solo de algunos.
Para lograr su efectividad, el derecho no se puede concebir como una construcción abstracta e inexigible, sin fuerza normativa, fuera del alcance de los débiles y necesitados ni separado de la costumbre y la cultura, sino como un instrumento de transformación al servicio de los legítimos intereses del hombre, que sirva para superar una época de conflictos.
Por ello, si se quiere construir una democracia que tome en serio la ley y que sirva para nivelar las desigualdades, hay que cumplir los principios de la Constitución Nacional, desde arriba para abajo, porque se trata de un notable proyecto normativo cuya base es el consenso logrado por los representantes del pueblo al instituirla. Por el contrario, el desconocimiento de sus principios será el cementerio de las libertades.

(*) Titular de Cátedra de Procesal Penal UNC, vocal de Cámara y presidente de la F.A.M. (Federación Argentina de la Magistratura)

 

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