La experiencia de la justicia penal internacional, inaugurada entre 1945 y 1946 con los Tribunales de Nuremberg y Tokio, fue repropuesta con significativas innovaciones en 1993 por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en ocasión del establecimiento del Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia.
Luego aconteció igual cosa en 1994, con el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, con sede en Arusha, y más tarde por medio de un tratado multilateral, con el establecimiento de la Corte Penal Internacional (CPI).
La internacionalización de la justicia penal remite al proceso mediante el cual la persecución penal, tradicionalmente desplegada en el interior del territorio del Estado por sus órganos competentes, se lleva a cabo fuera de aquél, en el ámbito espacial de uno o más Estados miembros de la comunidad internacional.
La complejidad del planteo no es menor, puesto que en un sistema integrado de naciones que adhieren al principio de territorialidad en la aplicación de la ley penal tal pretensión supone, al menos, un desafío para la imaginación de los juristas. Implica, asimismo, la atribución de un nuevo alcance al tradicional principio de soberanía estatal, al cual diluye y transforma significativamente.
Un argumento central esgrimido en favor de la justicia penal internacional se basa en la premisa de que la mera existencia de dispositivos de persecución penal concretados a partir de normas jurídicas e instancias jurisdiccionales produce un efecto disuasorio puntual.
Sin embargo, cabe preguntarse si se cuenta con alguna información fiable sobre ese posible efecto de la justicia penal internacional.
Ciertos estudiosos coinciden en señalar que lo único que sabemos con relativa certeza es que el factor disuasivo más importante es la existencia de un sistema de justicia penal que implique el riesgo de detención y enjuiciamiento. Es decir que la probabilidad de castigo es de crucial importancia.
Y que hay algunos factores adicionales que deben tenerse en cuenta. Entre otros, que la existencia de tribunales penales internacionales, como mecanismo de aplicación directa del derecho penal internacional, sigue siendo un fenómeno bastante reciente y los resultados sostenibles de disuasión sólo se pueden ver en el mediano o largo plazo.
En cualquier caso, la mayoría de los autores creen, a pesar de la ausencia de datos empíricos, en un limitado efecto disuasorio bajo la condición de que las decisiones que se adopten sean pronta y consecuentemente cumplidas y que las excepciones de enjuiciamiento y castigo, por ejemplo, en el curso de los procesos de paz nacionales, estén excluidas.
Desde una perspectiva cuantitativa, el Tribunal Penal Internacional para la ex-Yugoslavia ha completado tan sólo 86 casos con 120 acusados, mientras que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda ha dictado hasta ahora sentencias definitivas respecto de no más de 36 acusados.
Por su parte, la CPI ha iniciado investigaciones en sólo tres situaciones, todas ellas circunscriptas al continente africano: República del Congo, Uganda y Sudán, respecto de nueve acusados. Cifras que, en principio, sugieren una capacidad limitada de actuación por parte de los dispositivos penales internacionales, lo cual arroja algunas dudas sobre su efecto disuasorio general.
Otra de las fórmulas utilizadas para justificar la paulatina consolidación de la justicia penal internacional radica en su objetivo de luchar contra la impunidad. Sin embargo, de acuerdo al número de personas perseguidas, queda claro que aquélla no ha sido reducida en términos considerables.
Por otra parte, podríamos preguntarnos si infligir condenas ejemplares a un grupo muy restringido de individuos tiene una función disuasiva eficaz respecto de los conflictos civiles y de la guerra.
El especialista Kai Ambos afirma que difícilmente puede negarse que la existencia misma de los Tribunales Penales Internacionales, especialmente de la CPI como una corte permanente y con perspectiva de futuro, envía una señal clara a los autores de crímenes internacionales. Al menos en relación a que no están más allá del alcance de la ley y que, en última instancia, pueden ser considerados responsables de sus actos.
De hecho, la creación de estos tribunales ha aumentado considerablemente el riesgo de sanción a los responsables, especialmente aquellos que operan desde estructuras organizadas de poder; puesto que al actuar de forma racional perciben la posibilidad de castigo como un factor importante a tener en cuenta a la hora de la toma de decisiones.
Muy diferente es la posición asumida por Danilo Zolo, autor del interesante libro titulado «La justicia de los vencedores: de Nuremberg a Bagdad». El filósofo y jurista sostiene que los procesos penales internacionales de la segunda posguerra demostraron una eficacia disuasiva prácticamente nula.
Al punto que nada parece garantizar que una actividad judicial que aplique castigos ejemplares a los individuos incida en las dimensiones macroestructurales de la guerra. Es decir que pueda efectivamente influir en las razones profundas de los conflictos y la violencia armada.
(*) Juez Penal
http://www.rionegro.com.ar/diario/interrogantes-sobre-la-justicia-penal-internacional-1929879-9539-nota.aspx