La escena hacía recordar las violentas irrupciones de los paracaidistas franceses en la Casbah, el sector árabe de la capital argelina, durante la guerra de la independencia. En realidad, se trataba de un megaoperativo perpetrado por unos 200 policías en una villa de la zona norte del Conurbano. En esa ocasión –corría la tarde del 25 de enero– el ministro de Seguridad, Ricardo Casal, posó para las cámaras con un rictus exultante, mientras el gobernador Daniel Scioli miraba de soslayo al jefe de la Departamental de Pilar, comisario Gustavo Reale Scavo. Éste, con tono seco, fue desgranando ante los micrófonos la cosecha del día: un centenar de detenidos y el secuestro de algunas armas, 13 plantas de marihuana, 212 gramos de cocaína y 49 dosis de paco. El ministro tuvo luego palabras de elogio para los uniformados. El comisario las asimiló con forzada modestia.
Hace unos días, su silueta enjuta volvió a tomar estado público. Aunque, ahora, con una actitud no tan serena. “¡La denuncia es falaz!”, fueron sus exactas palabras. Se refería a la violación de un adolescente de 16 años en la comisaría de Grand Bourg; los acusados: tres oficiales del servicio de calle de dicha dependencia. Mientras la víctima permanece en un instituto de menores por su presunta autoría en el hurto de un ciclomotor, sus victimarios ni siquiera fueron sancionados. “¡No se constató ningún abuso!”, bramaría el comisario.
A pesar del carácter aberrante del delito en cuestión, Casal se llamó a silencio. Y Scioli tampoco dijo una sílaba al respecto. Es que, quizás, frente a otras hecatombes policiales, este episodio sea un hecho de poca gravedad. Sin embargo, alguien debería advertirle al ex corredor de lanchas sobre los estrepitosos efectos de la denominada “maldición de la gabardina azul”.
Estos cinco vocablos aluden al súbito final que suelen sufrir las carreras públicas de ciertos estadistas que apostaron todas sus fichas a una estrategia de condescendencia extrema hacia las fuerzas de seguridad. Más temprano que tarde, ellos se convertirán en el principal fusible de los desbordes perpetrados por los agentes del orden.
Tal fue, por ejemplo, el caso del ex gobernador neuquino Jorge Sobisch, quien amasó su ilusión de llegar al sillón de Rivadavia a través del apego a la mano dura y la tolerancia cero. Ya se sabe que el asesinato del maestro Carlos Fuentealba, cometido a raíz de una directiva suya de reprimir en abril de 2007 una huelga docente, lo convirtió en un cadáver político.
Es posible que Eduardo Duhalde comprenda mejor que nadie el triste final de su colega. Ocurre que también a él su fervor por la seguridad lo llevó a un destino similar. Ya en 1997, tras el crimen del fotógrafo José Luis Cabezas, había intuido que, de no poner en caja a la policía provincial, sus aspiraciones presidenciales se verían en un irremediable brete. El marido de Chiche entendía de modo cabal la malquerencia que los muchachos de la Bonaerense son capaces de profesar hacia una conducción política con la que mantienen alguna desinteligencia circunstancial. De hecho, en 1999, la masacre de asaltantes y rehenes en la sucursal del Banco Nación de Ramallo propició su derrota en las elecciones de ese año. Veintisiete meses después, las vueltas de la vida lo llevarían a ocupar interinamente la primera magistratura del país. Tal vez, el ex gobernador haya decidido abandonar la administración provincial y afincarse en Balcarse 50 precisamente con el ingenuo propósito de liberarse de esos seres. Pero el largo brazo de la Bonaerense lo seguiría asechando. El 26 de junio de 2002, la incompetencia brutal de quienes debían vigilar los cortes en el Puente Pueyrredón derivó en el asesinato de dos piqueteros desarmados, a la vista de decenas de testigos, algunos con cámaras fotográficas y televisivas. Ese doble crimen propició la jubilación anticipa de Duhalde en la función pública. Y a perpetuidad.
Scioli debería aprender estas dramáticas lecciones de la Historia.
La hora del candado. Lo cierto es que una de las piedras angulares de su gestión fue haber articulado desde 2007 lo que él mismo denominó “una política de confianza hacia la policía”. Y el primer abanderado de semejante objetivo fue el ministro de Seguridad, Carlos Stornelli. Si la política de su antecesor, León Arslanian, consistió en ensayar una profunda reforma en la agencia de seguridad más numerosa y conflictiva del país, la suya fue desandar tal camino mediante una contrareforma que restauró los atributos que tenía la Bonaerense en sus peores épocas. Pero algo le falló.
Un simple cambio efectuado en la la División de Verificación Automotor de la fuerza –una de las cajas más apetecibles– bastó para que al pobre Stornelli le hicieran la vida imposible. En resumidas cuentas, el ministro denunciaría –ante el fiscal platense Marcelo Romero– un plan “instigado por policías en actividad, en retiro o exonerados para desestabilizar al gobierno”, a través de asesinatos de mujeres cometidos por menores. Se refería a los casos de Renata Toscano, Sandra Almirón y Ana María Castro, quienes habían baleadas entre el 16 de noviembre y el 6 de noviembre de 2009, durante el intento de robo de sus vehículos. Esa pesquisa quedaría en la nada. Y Stornelli renunciaría poco después.
Había llegado la gran hora de Casal, el sibilino ex oficial penitenciario que hasta entonces estaba a cargo de la cartera de Justicia. Scioli ensancharía su radio de acción fusionando dicho ministerio con el de Seguridad. Desde entonces, Casal -a quien sus subordinados llaman cariñosamente el Candado, en alusión a sus días de carcelero– se convertiría en la principal espada del gobernador. Y también en una fuente inagotable de conflictos.
La lista de sus sangrientas trapisondas es extensa. Al respecto, resaltan dos casos testigos: la desaparición del adolescente Luciano Arruga, quien hace tres años desapareció tras haber sido torturado en una comisaría de Lomas del Mirador por negarse a robar para sus captores y los asesinatos de dos cartoneros cometidos el año pasado por uniformados en José León Suárez, tras el descarrilamiento de un tren que transportaba alimentos y autopartes. La pesquisa del primer hecho fue encubierta de un modo obsceno por el veterano penitenciario. Y sobre el segundo episodio, Casal urdió una versión referida a una imaginaria banda criminal que habría provocado la detención compulsiva de la formación ferroviaria sin otro propósito que el de saquear su valiosa carga.
Lo cierto es que, sólo en los últimos meses, los hitos de Casal en su cruzada contra la inseguridad han sido memorables. Además del bochornoso ataque policial a militantes de La Cámpora en la Legislatura platense, durante la reasunción de Scioli, y la paliza por parte de matones a empleados de la Secretaría de Derechos Humanos bonaerense, se deben contabilizar varios hechos estrictamente criminales. Los más ominosos: el “suicidio” a golpes y patadas por funcionarios del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB) de un joven detenido en la cárcel de San Martín, ante su propia esposa, y el asesinato de un pibe en Florencio Varela por una organización de narcos con protección policial.
Ambos casos fueron esclarecidos debido a la intervención del vicegobernador Gabriel Mariotto, y el apoyo de la ministra de Seguridad de la Nación Nilda Garré. Ella, además, tuvo que recurrir a la Gendarmería para resguardar la vida de tres presos que fueron testigos del asesinato cometido por los camaradas de armas del ministro en el penal de San Martín.
A su vez, los lazos espurios entre uniformados y funcionarios judiaciales quedaron al desnudo por triplicado en ocasión de por lo menos tres pesquisas resonantes: el llamado cuádriple homicidio de La Plata, el asesinato en Miramar del niño Gastón Bustamante y, desde luego, la escandalosa investigación por el crimen de Candela Sol Rodríguez.
Ya se sabe que, tras el hallazgo de las cuatro mujeres asesinadas en una casa en las afueras de la capital provincial, tanto los investigadores policiales como el juez Guillermo Atencio y el fiscal Álvaro Garganta anunciaron con bombos y platillos la resolución del caso con la detención de Osvaldo Martínez, novio de una de las víctimas, sobre quien pesaba una prueba irrefutable: se trataba de un tipo muy celoso. Pero los análisis de ADN le jugaron en contra a esa línea investigativa. Por su parte, la causa por lo del chico Tomás, de apenas 11 años, está por volver a fojas cero, ya que el examen de ADN realizado en base a cuatro pelos hallados en su cuerpo no serían del único acusado, Julián Ramón. Pese a ello, la jueza Rosa Frende se niega a excarcelarlo. Ambos casos demuestran lo siguiente: esperar que una estructura como la de la Bonaerense resuelva crímenes complejos es como pretender que la barrabrava de Chacarita haga descubrimientos en el campo de la biología.
Sin embargo, nada comparable al caso Candela: falsos testigos de identidad reservado, pruebas plantadas y la manipulación periodística, junto con la inefable presencia del abogado Fernando Burlando, fue el combustible para idear el esclarecimiento ficticio de un caso a través del arresto de un puñado de inocentes. En ello, tampoco fue ajeno el fiscal Marcelo Tavolaro ni el juez Alfredo Meade. Y menos aún el oscuro fiscal general de Morón, Federico Nieva Woodgate. Todo ello con el propósito de mantener en secreto los lazos policiales con los narcos y piratas del asfalto de Villa Tesei. Es decir, una colosal maniobra de encubrimiento ideada desde el despacho Casal.
Pero Scioli, curiosamente, lo sostiene contra viento y marea. Tal vez debería aprender la lección de Duhalde.
Fuente: http://sur.infonews.com/notas/la-maldicion-de-la-gabardina-azul