Las recientes imágenes de policías realizando requisas vejatorias a un grupo de detenidos jóvenes en una cárcel de San Luis y el último informe de la Procuraduría contra la Violencia Institucional que revela que la mayor cantidad de presos sin condena se encuentra en la franja de entre 18 y 21 años, reactivan una vieja cuestión que no parece encontrar salida: la situación de los jóvenes víctimas de violencia y arbitrariedad por parte de las fuerzas de seguridad y el poder judicial. Torturas, maltratos y el dolor como política de tratamiento en un marco militarizado donde las comisarías y los centros de detención actúan como una nueva colimba. ¿Por qué la agenda democrática no puede entrar a las cárceles?
Se alcanza a ver a media docena de hombres. En fila. Están en un patio angosto, a cielo abierto, apenas guarecido por un enrejado y unas vigas oxidadas. Están desnudos, arrodillados, con las manos en la espalda y la cabeza contra el suelo. Son delgados. Extrañamente, algo deja ver que son jóvenes aunque estén hechos bolita y no se les vea la cara. Tienen la piel lisa, sin la porosidad callosa de los años, ponele. A sus pies, están los bollos con la ropa. Unos uniformados los rodean: uno tensa la correa que sujeta a un pastor alemán; el otro camina; el que parece el jefe mira a cámara, y el que está contra la pared se tapa la boca con la parte interna del codo como si hubiera olor a mierda o estuviera a punto de estornudar.
Las imágenes, que podrían pertenecer al álbum de un Guantánamo, un Abu Ghraib o un sótano setentista, pasó acá nomás, hace poco, en el Pabellón de Menores de la Penitenciaria de San Luis. Las fotos son de una requisa ocurrida el año pasado pero que tomaron estado público hace apenas unas semanas. “Tomar estado público” es el efecto de una poco habitual alquimia entre azar e internas policiales que permiten que se haga “público” el registro de un hecho que, las más de las veces, pasa absolutamente desapercibido. Sin ir más lejos, mientras se daban a conocer estas imágenes otro joven, Marcelo Daniel Piperno, fallecía a causa de las quemaduras que se había autoinflingido el 3 de junio en su celda de la Cárcel de Marcos Paz. Piperno, que había ingresado el 5 de febrero, no quería que lo reintegren a un pabellón donde horas antes se habían producido graves hechos de violencia. Nadie le había sacado fotos a sus días en el pabellón; nadie le hizo nunca un video de internet. No tuvo esasuerte.
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Las violaciones a los derechos humanos en cárceles y comisarías no es un tema nuevo, y más allá del caso anual que llega a los medios, produce el pase a disposición del jefe penitenciario de turno, y luego desaparece a medida que las células de la indignación regresan a su estado de reposo, lo cierto es que las estadísticas hablan de una tendencia en aumento. Al 1º de mayo la Procuración Penitenciaria de la Nación llevaba registrados, en 2014, 216 casos de torturas y malos tratos en cárceles federales y de la provincia de Buenos Aires. A lo largo de 2013 se contabilizaron 724. Se trata apenas de los casos “investigados y documentados”.
Dentro de ese marco, la situación de irregularidad procesal es uno de los puntos más conflictivos a la hora de analizar las dinámicas institucionales violentas. Según el último informe mensual de la Procuraduría contra la Violencia Institucional (Procuvin), dependiente del Ministerio Público Fiscal, al 30 de mayo pasado casi el 60% de las 10.074 personas privadas de libertad en cárceles federales estaba detenida con prisión preventiva. La situación es peor respecto de los 3.467 que están encerrados a disposición de jueces federales: sólo el 26,6% posee sentencia.
Desagregado, el caso de los jóvenes adultos (entre 18 y 21 años) es el más problemático. En esta franja, los detenidos preventivos ascienden al 84,1%. Del informe se desprende que la juventud, junto con las mujeres y la población trans, es el colectivo más vulnerado dentro del sistema penitenciario. “Nosotros venimos estudiando esto desde diciembre del año pasado. Arrancamos con un indicador del 79% que ya era muy grave y en estos seis meses ha aumentado cinco puntos”, señala el titular de la Procuvin, Abel Córdoba. “Esto marca una política criminal específica y plasma que siguen vigentes algunos criterios de peligrosidad aplicados a jóvenes en los cuales el castigo no se mide necesariamente por la gravedad de los hechos o por alguna conducta procesal, sino por su sola condición de jóvenes”, afirma
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Para Córdoba, “los jóvenes están más expuestos a toda la cadena de violencia institucional”. Las entradas a la comisaría y a la cárcel es, para muchos de ellos, apenas un ciclo de una cadena que empieza en las calles y en su relación con la policía. “Entrar a una cárcel hoy es ser necesariamente víctima de violencia. Hay vejaciones, robos, golpes y luego las condiciones de encierro, que es una situación grave, y de la cual los jóvenes son víctimas predilectas. Si uno entra a cualquier cárcel, el sector de jóvenes es siempre el más violento”. Además de los casos documentados y los institutos de menores, Córdoba suma una “cifra negra”: “los pibes que son constantemente levantados, llevados a cualquier lado, vejados, torturados y después tirados de vuelta, pero que no tienen un esquema familiar ni los recursos para denunciar. Es una parte de la violencia que queda fuera del radar judicial y que en muchos casos sólo detecta la militancia barrial”, asegura.
¿Pero por qué los jóvenes? Claudia Cesaroni es docente universitaria y presidenta del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos (CEPOC). Es autora deMasacre en el Pabellón Séptimo, libro que reconstruye la masacre de 64 internos de la Cárcel de Devoto en 1978 y que fue recomendado por el Indio Solari durante su show en Mendoza el año pasado. Antes de eso publicó El dolor como política de tratamiento, una investigación sobre las condiciones de detención que padecen los jóvenes adultos en las cárceles federales de Ezeiza y Marcos Paz.
“Hay una particular saña de las fuerzas de seguridad y penitenciaria sobre la franja más joven. Y eso tiene que ver, primero, con su inexperiencia: los jóvenes en general no saben que pueden llamar a algún lugar, que los pueden ir a entrevistar, que pueden contar lo que les está pasando”, indica. “Por otro lado son naturalmente más rebeldes, están en la edad en que todos los jóvenes son más rebeldes, lo que pasa es que en esos espacios un mínimo gesto de rebeldía es aplastado con la violencia más brutal”. Una violencia que, según Cesaroni, la propia lógica carcelaria termina por naturalizar. “Nosotros les preguntábamos a los pibes: “¿a vos te torturan?”. Y todos nos decían “no”. Y eso nos llamaba la atención: cómo no te torturan si por otro lado me estás contando que te pegan, que te insultan. Pero los chicos decían: “no, pero eso es lo normal”. Hay un grado de violencia, que está absolutamente naturalizado para esa franja y que sólo genera algún tipo de mínima respuesta cuando supera en demasía esa violencia”.
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“En este momento en alguna comisaría de la provincia de Buenos Aires se debe estar torturando a alguien”, le dijo Jorge Rafael Videla a María Seoane y Vicente Muleiro en el libro El Dictador. El gerundio de Videla intenta desligar su responsabilidad de una tecnología que “mejoraron”, que “popularizaron”, pero que no empezó en 1976 ni terminó en 1983. En ese gesto, desprende a su “proceso” de la etiqueta de “excepcionalidad histórica” y siguiendo ese mismo razonamiento cualquier comparación lineal entre pasado y presente es torpe y un poco efectista. Pero en las imágenes de los jóvenes desnudos y encorvados en San Luis, o en el video de los dos presos de la comisaría salteña que en 2012 fueron torturados mediante la técnica del submarino, parece habitar un núcleo duro, un espacio al que la democracia y la agenda de derechos humanos aún no logró perforar.
“Sin dudas, después de treinta años sigue siendo una agenda pendiente”, agrega Paula Litvachky, directora del área de Justicia y Seguridad del CELS. “Para nosotros los lugares de encierro, cárceles o comisarías son espacios de alto riesgo, de probabilidad de violaciones de los derechos humanos, en los que se necesita un trabajo institucional mucho más fuerte. Se necesita reformar el Sistema Penitenciario Federal, reformar profundamente el Servicio Penitenciario Bonaerense, y lo mismo en Córdoba o en Neuquén. Esto implica el desarrollo de políticas muy concretas de prevención de la violencia, que tengan que ver más con la inclusión de las personas que se detienen y no con el uso de la cárcel como depósito”, reflexiona. “Es difícil para nosotros decir que son continuaciones de la dictadura porque es incomparable. Pero lo que sí decimos es que son espacios de graves violaciones de derechos humanos y que en algunos casos se da con sistematicidad por su extensión y por la frecuencia con la que suceden ese tipo de hechos”.
Otra vez: ¿por qué los jóvenes? Cesaroni trae la cuestión más acá y sugiere una dimensión que entra en juego también con la naturalización de la violencia tanto interna como “externa”, toda vez que cierta expectativa social pareciera entender al castigo físico no como una falla sino como una parte constitutiva de la pena y la “responsabilidad”. “Otra cosa que yo observé, y habría que seguir estudiando, es que los penitenciarios son una fuerza militarizada y hacen como si el servicio militar siguiera existiendo, con la población de la edad que lo debería hacer si existiera, o sea los pibes de 18 y 19 años, porque muchas de las prácticas que les obligan a hacer son las mismas que se les hacía a los colimbas”, apunta. Y agrega: “Todavía hoy los informes que hacen en el servicio penitenciario preguntan por los tatuajes. Parece increíble pero es así, esas marcas que tienen todos los jóvenes, desde uno que es multimillonario y juega en la selección argentina hasta el pibe de la Villa 21, al interior de la cárcel es objeto de más violencia. Y por supuesto cualquier mínimo gesto de rebeldía también. Esas escenas que vimos en San Luis no son extraordinarias. Lo extraordinario es verlas.”
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En noviembre de 2012 se sancionó la ley 26.827 que crea el Sistema Nacional de Prevención de la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Desde hace cuatro años, la Procuración Penitenciaria lleva adelante el Registro Nacional de Casos de Tortura y/o Malos Tratos. Los trabajos para visibilizar la cuestión realizados por organismos de derechos humanos son constantes. La creación en marzo del año pasado de la Procuraduría contra la Violencia Institucional fue un paso para pensar el entramado violento que envuelve a las fuerzas de seguridad, penitenciarias y la justicia, y que aún hoy es una deuda de los poderes ejecutivos tanto provinciales como nacional. ¿Pero por qué, en tiempos de debates y ampliación de derechos, cuesta tanto poner en agenda política la situación en las cárceles?
“Yo creo que hay una situación de debate social muy regresivo y encima el cruce con las discusiones sobre seguridad generan un escenario que hace muy dificultoso dar una discusión sobre la vigencia de los derechos humanos de las personas privadas de su libertad”, señala Litvachky. “Al mismo tiempo hay dificultades para hacer reformas institucionales en las fuerzas de seguridad. Desde las fuerzas políticas se sienten algunos riesgos de gobernabilidad cuando se meten con ese tipo de estructuras. Pero nosotros lo que plantamos es que son limitaciones de la política porque en realidad es posible meterse”.
Para Abel Córdoba, además de superar la red de negocios políticos y la especulación electoral, “hay un gran cambio que hay que hacer en todo el sistema penal y es el de erosionar y modificar el concepto de delincuencia y trabajar con el de criminalidad”, dice y señala los trabajos de la fiscalía, no sólo en programas como el Procuvin o la Agencia Territorial de Acceso a la Justicia (ATAJO), sino en la investigación de casos de trata de personas, criminalidad económica o narcotráfico a gran escala. “No confiamos en bajar a cero la violencia sino al menos ponerla en tensión”, dice.
La naturalización de la violencia también por parte de la sociedad -que pide muertepara el que mata– es otra arista que suele aparecer para completar el casillero “cultural” de esta batalla. Una batalla dura que lo que parece tener como primera exigencia es una democratización real de las fuerzas y una profunda reforma que garantice que un detenido cumpla su pena sin perder sus derechos humanos fundamentales, aún a pesar de la hipotética sed punitiva de las víctimas. Para eso, para mediar ahí, están las leyes y la política.