Gustavo Arballo siguió casi con lupa en los últimos años las idas y vueltas de la Corte Suprema. Es constitucionalista, profesor de la Facultad de Ciencias Económicas y Jurídicas de la Universidad Nacional de La Pampa y analizó 500 fallos supremos firmados desde 1984, lo que permitió observar cómo se agrupan los votos de sus jueces y las tendencias doctrinarias que se fueron cimentando. Arballo cree que la Corte transita ahora “el final de una época” en la que logró recuperar legitimidad y tuvo un record de permanencia, aunque supone que no implicará un quiebre, ni cambios de jurisprudencia. Además, explica, quedan en sus puestos los ministros que suelen tener altos niveles de coincidencia en las decisiones. Recomienda una Corte de siete miembros y no esperar para concretar los nombramientos que hagan falta.
–¿Qué implicancias trae para la Corte Suprema la pérdida de Enrique Petracchi, que se suma a la de Carmen Argibay?
–Para la Corte es el final de una época. Fue el período más largo sin cambios en la composición del tribunal. La última que se incorporó fue Argibay y los siete jueces estuvieron literalmente diez años juntos. Lo máximo que había durado una misma integración fue siete años en el siglo XIX. Esta fue la Corte más larga de todos los tiempos. También es la vuelta al número de cinco miembros, el que tuvo históricamente, incluso hasta el gobierno de Carlos Menem, que la amplió. Este fin de época coincidirá con el fin de ciclo de los gobiernos kirchneristas stricto sensu, más allá de quién gane las elecciones. Seguramente quien escriba la historia de la Corte se referirá al ciclo 2003-2014. Fue una Corte que tuvo que lidiar con los efectos que la mala reputación tuvo en la sociedad junto a otros poderes políticos.
–¿Cómo define a esa Corte que protagonizó este ciclo? ¿Diría, por ejemplo, que ha sido independiente?
–Se consolidó, sí, como una Corte independiente. Pudo haber tenido distintos niveles de simpatía, pero consiguió revertir una imagen de decepción o fuerte dependencia de la Corte anterior, la de nueve jueces. Resultó una voz atendible y relativamente imparcial. No es fácil conseguir ser una voz atendible. Para eso, para salir del desprestigio, ha tenido que ser una Corte preocupada por las encuestas, por la opinión pública. La veo como una Corte reconstituida, con luces y sombras, algunas de las cuales habrán sido advertidas por los contemporáneos y otras serán apreciadas a futuro. Logró definirse como cuerpo colegiado con diversas personas sin fracturas visibles, al menos en la superficie. Consiguió proyectar legitimidad. Quizás en la perspectiva de un historiador resulte que su ritmo no generó avances, o que pudo resolver cosas que no hizo.
–¿Cuáles son las luces y cuáles las sombras a las que se refiere?
–Son cuestiones que se refieren a cuán activista puede ser un tribunal, cuán por delante tiene que estar de la solución no judicial de los problemas. En algunos temas, esta Corte se animó a avanzar en cierta medida y en otros no terminó de concretar lo que se esperaba de ella. Un ejemplo es el de la situación de las cárceles en la provincia de Buenos Aires: la Corte dio un fallo importante (ordenó hacer cesar el hacinamiento, los tratos inhumanos y degradantes, y las detenciones en comisarías), pero no sostuvo el compromiso con el tema. Algo distinta fue la actitud respecto de otra causa emblemática, como la del saneamiento del Riachuelo. La Corte se ha querido meter en algunas cuestiones políticas, hizo audiencias sobre coparticipación, pero no llegó a un proceso decisorio sobre esto. Tendió la mesa, pero se resolvió por fuera del proceso judicial. Y se le podría reprochar un manejo estratégico de los tiempos. En todo este tiempo hubo dos leyes de reforma del Consejo de la Magistratura: sobre la primera, de 2006, que fue cuestionada judicialmente, nunca resolvió; con la segunda reforma se pronunció en un tiempo absolutamente corto, no más de dos meses. Otros casos trascendentes, como una demanda contra la ley de superpoderes o el control de decretos de necesidad y urgencia, los desestimó con el argumento de que no se cumplían los requisitos de legitimación de quien la promovía. La Corte ha hecho uso selectivo de los tiempos, o aplicado lo que (Carlos) Fayt llama “cronoterapia”, que el tiempo pase. A la vez, uno puede decir que los libros de Derecho constitucional de 2004 ya no sirven. Si bien los juicios de lesa humanidad respondieron a un impulso del Ejecutivo, no hubieran sido posibles si la Corte no avanzaba.
–Usted decía también que ha sido una Corte atenta a los deseos de la opinión pública. ¿Está bien eso?
–Puede ser saludable en pos del prestigio. Pero también lo ha hecho para tratar de quedar bien, y limitó el desarrollo de algunos principios por esa vocación de prudencia. En el fallo Arriola (sobre inconstitucionalidad del castigo a la tenencia de droga para consumo personal), la Corte se preocupó por aclarar que no estaban legalizando la droga y exhortaron al Poder Ejecutivo a combatir el narcotráfico. Algo parecido hicieron con la causa de la ley de medios, al preocuparse por señalar que la autoridad de aplicación no debe incurrir en discriminaciones o diferencia de trato. Esto tiene que ver con una Corte que se preocupaba por tener en cuenta lo que la sociedad piensa de sus fallos y querer preservarse en una situación de relativa imparcialidad. Otro ejemplo es el de los institutos de menores, donde se admitía que es una forma de privarlos de su libertad, pero se decía que liberarlos es ponerlos en riesgo, entonces en la práctica los pibes siguen presos.
–En estos días, Ricardo Lorenzetti dijo con insistencia que la Corte va a seguir funcionando y que no va a cambiar su línea. ¿Por qué deberíamos pensar que no va a ser así?
–Lo que dice Lorenzetti es científicamente cierto. Sólo existen cambios de doctrina o de orientación en una Corte cuando hay procesos políticos traumáticos, o renovación o cambios de ministros al estilo de 2003 con Néstor Kirchner. Cuando nos pongamos a mirar la jurisprudencia de 2015, no vamos a encontrar cambios sustanciales. Son procesos graduales y que se dosifican en el tiempo. No veo que se vayan a sumar más de uno o a la larga dos jueces nuevos que puedan introducir cambios en fallos puntuales. Aunque quienes entren tengan alto perfil, ingresan a un cuerpo colegiado.
–¿Ve riesgos de que vuelva el desprestigio o que todo cambie con un nuevo gobierno?
–No me parece. El proceso de nominación está mucho más controlado desde la Constitución de 1994, requiere de dos tercios de los votos del Senado para una designación. Eso obliga a que sólo puedan llegar candidatos con respetabilidad y apoyo transversal, y limita la llegada a la Corte de jueces disruptores, con una mirada que se aleje demasiado del consenso. Además, la Corte ha adoptado explícitamente una visión progresista (lo hizo al invalidar una rebaja salarial municipal en Salta el año pasado), por lo que asume que las normas regresivas tienen una fuerte presunción contraria a su constitucionalidad. Eso sube la exigencia de control de constitucionalidad ante posibles recortes de derechos.
–La renuncia de Raúl Zaffaroni, que llega a la edad jubilatoria, está cercana y ya hay sectores políticos que resisten un nuevo nombramiento. ¿La Corte puede funcionar con cuatro jueces?
–No me gusta ese planteo. Los cuerpos colegiados del Estado tienen que funcionar con los ministros que la ley dice que deben tener para que funcionen. Del mismo modo no me gustó el período en que el tribunal seguía teniendo por ley nueve miembros y no se designaba a los que faltaban. La Corte puede funcionar con cuatro. Lo que puede haber son problemas logísticos o si un caso queda empatado. No es lo mismo conseguir tres votos de cuatro, que es el 75 por ciento, que tres de cinco. Si hay una vacante, hay que cubrirla. Si los poderes políticos especulan con la vacante, le hacen flaco favor a respetar al Poder Judicial.
–También se plantea la discusión sobre si hay que ampliar la Corte. ¿Es mejor de cinco o siete miembros?
–Es mejor de siete. Las de cinco quedan cortas. En la logística del día a día, si uno se enferma o viaja, puede traer problemas; y es mejor mayor pluralismo en la composición, con juristas de diversos puntos del país, de distintas ramas del Derecho, o que vengan de la profesión, mujeres y varones. Ese pluralismo es difícil de lograr con cinco miembros. Además, cuantos más sean los integrantes, más se dosifican las transiciones; si es más chica, un solo gobierno tiene más chances de cambiar la mayor parte de la Corte, puede haber cambios de composición abruptos y también de la jurisprudencia. Los jueces a los que les gusta tener poder prefieren las cortes más chicas, porque su poder se incrementa. O dicen que les gusta la celeridad y que con menos firmas sale un fallo. En lo personal, en sociedades como la nuestra, multiculturales y caóticas, prefiero que en la Corte haya lugar para distintas representaciones.
–En esa lógica de acumulación de poder, ¿está bien que la Corte tenga el mismo presidente por muchos años? Lorenzetti lo es desde 2006.
–Me parece bien que la Corte Suprema tenga presidencias fuertes, a los efectos logísticos y administrativos, para concentrar decisiones, porque no todo se puede llevar a una mesa de acuerdos, y que exista una cara visible del Poder Judicial que dure unos años. El problema es ver si genera vicios o disfuncionalidades. En nuestra Corte hay mecanismos de consenso interno y tampoco es que tiene doble voto o funciones de privilegio. Incluso puede haber jueces muy influyentes fuera de la presidencia y presidentes muy ineficaces para cohesionar. En Estados Unidos, al presidente de la Corte lo designa el presidente y dura hasta que se va del cargo. Me parece que Lorenzetti busca construir una legitimidad. Su proyección a todo el sistema político no será tanto por el cargo sino por capacidad u objetivos. Pero pienso que las intervenciones que debe tener un juez en discursos públicos deben concentrarse en cuestiones estrictamente judiciales, y dejar en claro cuándo habla en nombre de todo el tribunal y cuándo lo hace como ciudadano.
–Los discursos de Lorenzetti se corren a veces de ese parámetro y parecen incursionar en cuestiones de políticas públicas, como cuando habla de inseguridad y narcotráfico.
–El Poder Judicial no tiene que decir cuáles deben ser los temas prioritarios en políticas públicas. Lo ha establecido la propia Corte en algunos fallos incluso, y ha dejado margen de acción a los poderes políticos. Si un juez sugiere una política pública, debe hacerlo no como intérprete de la Constitución sino como ciudadano. Fue sugestivo que Lorenzetti hablara del narcotráfico cuando el Gobierno planteaba el debate por la despenalización, es cierto. Pero la Corte no ha afectado la gobernabilidad y, por lo general, estuvo en línea con el Ejecutivo. La única intervención sobre una política pública se dio con el caso del Consejo de la Magistratura (declaró inconstitucional la ley que lo modificaba para ampliar la participación ciudadana). Algunos de los discursos de Lorenzetti van más hacia adentro del Poder Judicial, a consolidar su liderazgo y el de la propia Corte. Incluso algunos de sus discursos han sido contraculturales: ha hablado de la diversidad, avalando la idea de enjuiciar crímenes de lesa humanidad. Quizás a veces se busca encontrar qué dijo para incomodar al Poder Ejecutivo. Me parece que su estrategia de legitimación se ha basado más bien en el equilibrismo.
–Su análisis de los fallos de la Corte muestra que había un altísimo nivel de concordancia entre las posiciones de Lorenzetti y Zaffaroni. ¿Cómo cree que va a repercutir la ausencia próxima del penalista?
–No creo que haya mayores problemas. Va a quedar un núcleo de concordancia: Lorenzetti, Elena Highton y Juan Carlos Maqueda. Una buena lección del estudio que hice es que son raros los casos de jueces que sean sistemáticamente disidentes. Incluso Argibay, que era disidente, votaba mucho con la mayoría. Ella quizá rechazaba muchos recursos porque, por ejemplo, rechazaba discutir casos de arbitrariedad. Sólo Derecho constitucional. Hay otras cuestiones de manejo interno de la Corte que también es importante saber cómo se resolverán, cómo se van a reubicar los secretarios, a veces muy influyentes. Se van a tener que redistribuir en otras estructuras. Eso repercute en la dinámica interna de la Corte.
–¿La Corte tiene grandes temas pendientes de resolución?
–Un tema en el que podría avanzar es la movilidad previsional, o sea, Badaro y sus derivados. La Corte no definió la acción colectiva sobre las jubilaciones. Hay planteos sobre la restricción a la compra de dólares. Hay otros sobre el impuesto a las Ganancias, tema que esquivan porque les atañe y en el que perdieron una oportunidad histórica de ganar legitimidad frente a la sociedad (si eliminaban su exención impositiva). Lo que no salga entre febrero y marzo, no sale más. Porque no van a sacar nada importante en el medio de la campaña electoral. La Corte ha sido cuidadosa y trató de no meterse en grandes temas en situaciones de coyuntura electoral.
–¿Está de acuerdo con que los jueces de la Corte proyecten códigos como el Penal o el Civil?
–Me parece bien que lo hagan. Saben del tema: Zaffaroni, de Derecho penal; Lorenzetti y Highton, de Derecho civil. Tienen trayectoria y el hecho de ser judiciales les permite un conocimiento cercano de la práctica judicial. Podrían revisar lo que ellos mismos propusieron en anteproyectos, o en todo caso los recusarán y se verá. No hay que perder la perspectiva histórica. El Código Civil se ha reformado y si se reforma el Penal van a durar diez veces más de lo que pueda durar el mandato de estos jueces que hicieron propuestas para redactarlos. Además, del mismo modo que a veces la Corte sienta un principio general, a veces encuentra casos para justificar excepciones, lo que puede ocurrir frente a la aplicación del Código en un caso concreto.
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