El sistema acusatorio del proyecto de reforma del Código Procesal Penal de la Nación está estructurado sobre la idea de un fiscal que investiga y acumula pruebas y un juez de garantías que revisa y controla las decisiones que toman el fiscal y el defensor. Se trata de un sistema considerado superior al inquisitivo tradicional, donde el juez investigaba y luego resolvía sobre el resultado de su propia investigación. Junto con la implementación del juicio oral, permite pensar que los procedimientos penales serán más ágiles y durarán menos tiempo, pero existen dudas sobre el riesgo de interferencias políticas si los fiscales no defienden su independencia funcional.
Es evidente que en el nuevo sistema el fiscal adquiere un rol relevante, puesto que es el actor encargado de investigar e impulsar la acción penal. Por consiguiente, es fundamental dotarlo de la autonomía y la independencia que le permitan resistir y neutralizar las presiones que puedan provenir del gobierno, ya sea para que aborte una investigación o para que la inicie sin demasiados fundamentos. La garantía de su autonomía e independencia debe reposar tanto en la forma de su designación como en el respeto de su ámbito de actuación (material y territorial), evitando que sea arbitrariamente apartado de una causa cuando la dirección de su investigación moleste al gobierno.
La Constitución argentina de 1994 diseñó la institución del Ministerio Público como un órgano bicéfalo; por un lado, establece la figura del procurador general de la Nación como jefe de los fiscales y, a continuación, pone al frente de los abogados del Estado al defensor general de la Nación. La Constitución ha sido sumamente parca en la regulación de esta institución. Aparentemente, la disposición se dictó de apuro cuando ya vencía el corto tiempo de que disponía la Convención. Por lo pronto, resulta extraño ver reunidas en un mismo órgano personas que en el proceso aparecen siempre enfrentadas.
Tanto el procurador general como el defensor general de la Nación son designados por el Poder Ejecutivo nacional con acuerdo del Senado con dos tercios de sus miembros presentes, según lo establece la ley Orgánica del Ministerio Público 24946. Para la designación del resto de los integrantes del cuerpo -tanto fiscales como defensores- se utiliza un procedimiento un tanto engorroso. Se eleva una terna al presidente de la Nación que surge del resultado de un concurso. El designado debe contar luego con el acuerdo del Senado de la Nación, que fija con precisión la competencia material y territorial en la que va a actuar.
La Constitución define al Ministerio Público como «un órgano independiente con autonomía funcional y autarquía financiera» (artículo 120). De este modo, al menos en teoría, dejó de ser una dependencia a las órdenes del Poder Ejecutivo y se le otorgó autonomía, asignándole la misión de «promover la actuación de la Justicia en defensa de la legalidad y los intereses generales de la sociedad». Sin embargo, existen dudas sobre los procedimientos de designación de los fiscales.
La terna de candidatos a fiscales que se eleva al Poder Ejecutivo se hace mediante un concurso público de oposición y antecedentes que se sustancia ante un cuerpo integrado por cuatro magistrados de la fiscalía y con el concurso de un jurista de reconocido prestigio. La lectura del Reglamento para la Selección de Fiscales (resolución PGN 751/13) ofrece la impresión de que el procedimiento de designación es objetivo e imparcial. Sin embargo, si se lo juzga por los resultados, donde gran parte de los fiscales proviene de «Justicia Legítima», surgen dudas sobre lo que acontece en la realidad.
La siguiente anécdota es sumamente ilustrativa. Recientemente el abogado propuesto para fiscal general en la Capital debió sufrir la reprimenda del senador Miguel Pichetto cuando sostuvo en la audiencia que tuvo lugar en el Senado que la Justicia debía perseguir a los grandes delincuentes y no abarrotar las cárceles con gente proveniente de sectores vulnerables. Pichetto caracterizó como «hipergarantista» al postulante y le tuvo que aclarar lo obvio: «Un fiscal tiene que acusar, no es defensor oficial, y si una persona de sectores vulnerables comete un crimen aberrante debe ir preso sin importar su condición social».
En Argentina existe una extendida cultura, propiciada por el sistema de presidencialismo hegemónico, renuente a aceptar la autonomía e independencia de ciertas instituciones. Se ha podido comprobar en el tratamiento que ha recibido el expresidente del Banco Central Martín Redrado o el exprocurador general de la Nación Esteban Righi. Se comprueba a diario con la escandalosa actuación partidista, que linda con la prevaricación, de Martín Sabbatella, presidente de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual.
La idea que preside esta toma desembozada de órganos dotados de autonomía funcional por la Constitución obedece a la concepción de que la obtención de una mayoría electoral autoriza la ocupación de todos los espacios de poder. En el marco de esa visión ideológica, se hace difícil pensar en que vamos a contar en esta etapa con los fiscales independientes que exige el procedimiento acusatorio. No parece exagerada la denuncia del constitucionalista Daniel Sabsay cuando afirma que, en la realidad, el actual procurador general viene operando como «el encubridor general de la Nación». Con la nueva ley quedará a cargo del cuerpo de fiscales aventar estas ominosas sospechas.
ALEARDO F. LARÍA
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