El país de los niños encarcelados

Bolivia es el único país que permite a los hijos de los presos crecer entre barrotes

La ONU estima que más de 2.000 niños viven esta situación

En Cochabamba, un grupo de voluntarios lleva cada día a estos pequeños a la escuela

Pepa tiene cuatro años. Desde que nació ha vivido en cautiverio junto a su madre, en una prisión que apenas supera los 200 metros cuadrados y junto a otras 40 mujeres con sus hijos. Para Pepa el penal es su casa, así que con una muñeca en manos se pasea entre escalones y dos minúsculos patios con tanta agilidad como libertad le permiten estas cuatro paredes. Las organizaciones internacionales denuncian que, al igual que Pepa, hay más de dos mil niños que viven en las cárceles bajo condiciones extremas. Desde el 2013, La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos en Bolivia (Oacnudh) alerta que este es el único país que permite a niños y adolescentes permanecer junto a sus padres mientras cumplen sus condenas judiciales.

Se trata de un sistema judicial permisivo. Así lo define Claudia Mancilla Ballesteros, fiscal jefe del Ministerio Público en Cochabamba, quien considera que la mayoría de mujeres encarceladas intentan mantener un entorno familiar pese a encontrarse dentro de un centro penitenciario. “El trato en sí que hay en los penales de Bolivia son leves, porque pueden tener a sus familiares. De hecho, las mujeres pueden traer a vivir a sus celdas a sus esposos, y los esposos a sus mujeres. Yo conozco casi toda Sudamérica y te puedo asegurar que no existe tanta permisividad como aquí, donde, prácticamente, puedes criar a tu hijo en el penal. Es duro, es difícil, a veces es reprochable también porque vemos a mujeres que, teniendo situaciones difíciles afuera, se sacan uno o dos hijos más dentro del penal”.

El Ministerio de Justicia aún no cuenta con un programa de protección a estos niños encarcelados. Las madres deben trabajar en la lavandería o la cocina de los penales para ganar dinero y costear los gastos extras que implica vivir con sus hijos. El Gobierno sólo garantiza el pago de aproxímadamente 20 dólares al mes a cada preso, en concepto de alimentación, cuidado personal y medicina.

Cárcel de mujeres de Obrajes, un centro penitenciario ubicado en un barrio residencial de la zona sur de La Paz, Bolivia, a unos 3.500 metros de altura sobre el nivel del mar. / SANTI PALACIOS

Rosa permaneció cinco años en la cárcel San Sebastián de Cochabamba, región central de Bolivia. Durante su cautiverio se vio obligada a vivir con su hija porque la familia no podía asumir su cuidado, y ella rechazó la propuesta de la jueza para que su niña quedara en un centro de internado público. «Cuando me encarcelaron no tuve otra opción que traerme a mi guagüita (hija) conmigo. Al principio fue difícil porque, aunque era muy pequeña, me preguntaba cuándo volvíamos a casa, lloraba mucho, siempre tenía miedo, hubo días en que ni hablaba. A mi me tocó trabajar muchas horas en la lavandería para poder pagar una celda en la que dormir con ella. Ya ha perdido un año de estudio, no he podido enviarla a la escuela.

Situaciones como estas se complican más cuando una mujer debe esperar hasta cinco años para tener acceso a un juicio, pese a que la ley establece períodos de 12 meses como máximo. Durante esta etapa, la acusada debe permanecer en prisión en compañía de sus hijos, aunque legalmente no haya sido aún declarada culpable.

El nexo que existe entre la madre y el hijo no debe romperse pese a las circunstancias que les rodeen

Verónica Bustillos, psicóloga

La abogada Julieta Montaño, directora de la Oficina Jurídica de la Mujer explica que sólo el 12% de las mujeres en las cárceles bolivianas tienen sentencia. “El resto pueden estar ahí hasta tres o cinco años junto a sus hijos. Eso es un escándalo, una aberración que hemos denunciado ante la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos, le hemos llevado el informe lo que dice el Gobierno ante ella es que están haciendo todos los esfuerzos por mejorar las condiciones carcelarias, que van a construir nuevos centros. Pero de lo que se trata no es de construir, se trata simplemente de agilizar los procesos y de aplicar la ley».

En estos largos períodos, las mujeres son abandonadas por sus parejas o por el resto de familia. Una realidad que aminora las pocas posibilidades a los niños de hacer vida más allá de los barrotes.

A la escuela

Pepa conoció la libertad el mismo día que asistió por primera vez a la escuela. Al igual que el resto de los niños que viven en las cárceles de Cochabamba, esta pequeña cada día espera con ganas el sonido de la bocina del autobús que la aislará por unas horas de la prisión de San Pablo.

José conduce este autobús que marcha a duras penas. Con cada curva, los asientos bailan. En cada frenazo, los cauchos rechinan. Y un día sí y otro también, a los pequeños tripulantes les toca empujar cuando falla el motor. Pero esto a Pepa le importa poco. Ese vehículo es el único puente que tienen los niños como ella entre el cautiverio y la libertad. El conductor cada mañana recorre las cinco cárceles que funcionan en Cochabamba para buscar a los pequeños estudiantes y repartirlos por las diferentes escuelas. «Mi guagüita vive en la cárcel, pero ella no está detenida. Toditos los días esperamos al bus, Pepa vuelve contenta», asegura la madre de la niña.

La ruta del autobús es una iniciativa que comenzó hace más de una década, cuando un grupo de españoles viajó hasta Cochabamba para ayudar a un amigo detenido y se encontró con unas cárceles repletas de niños que no tenían opción alguna de salir siquiera a la escuela. Delia Meneses es una maestra boliviana que forma parte de este trabajo desde sus inicios. Narra que un grupo de voluntarios comenzó a organizar excursiones para los niños, pero que a las pocas semanas fueron conscientes que ninguno asistía a la escuela. “Entramos al penal, pedimos permiso a sus padres. Nosotros, como bolivianos, somos recelosos de nuestros niños, y con temor mandaron a unos diez pero, al ver que volvían y que no los raptaban, al día siguiente se apuntaron 80 más”.

Sólo el 12% de las mujeres en las cárceles bolivianas tienen sentencia, denuncia la Oficina Jurídica de la Mujer

En la actualidad, este trabajo se ha transformado en el Centro de Atención Integral Carcelario y Comunitario (CAICC) que se autogestiona para que el autobús siga funcionando y, además brinda apoyo escolar a los niños por las tardes y guarderías a los más pequeños. Más de 800 niños han logrado aprobar los estudios primarios tras lograr salir de la cárcel a la escuela, según las estadísticas del Centro,

Verónica Bustillos, directora del CAICC, asegura que cada día que un niño encarcelado asiste a la escuela es una batalla ganada dentro de una complicada guerra. Para esta psicóloga, el nexo que existe entre la madre y el hijo no debe romperse, por el contrario: tiene que reforzarse para alcanzar el bienestar emocional de la familia pese a las circunstancias que les rodeen. “Todo el mundo puede decir: qué bien que estén en un internado y no en la cárcel con la familia. Pero nada mejor que la familia, que el lazo afectivo. Yo tengo grupos en el CAICC que viven los niños en la cárcel con las mamás, y tengo grupos de niños que viven en completa soledad porque sus mamás están en España trabajando y, por más que les manden mucho dinero, ellos no tienen el afecto que necesitan. Cuando los chicos van a la cárcel y ven a su mamá, ellas lo pueden bañar y decir cómo les ha ido. El cariño, el afecto, el lazo afectivo es lo principal”.

Los primeros niños que abordaron aquel autobús, hoy se ganan la vida como policías, maestros, mecánicos, deportistas profesionales y panaderos. Ellos saben como nadie más la importancia de que ese autobús siga funcionando y, por eso, en la actualidad son los primeros voluntarios en este esfuerzo colectivo.

Al parecer, también Pepa lo tiene claro: «¿Qué quieres ser cuando crezcas?», le pregunta su madre con un atisbo de orgullo. «Maestra para los niños de la cárcel San Pablo», contesta ella, sin duda alguna.

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